(Fragmento de "País pequeño [el]", novela de Charles de Lint. Derechos de autor 1991, Charles de Lint)
Como pegotes, los viejos nombres se adhieren unos a otros y a cualquiera que camine entre ellos. PAUL HAZEL, Bajo el mar Dos cosas amaba Janey Little sobremanera en este mundo: la música y los libros, aunque no necesariamente en ese orden. Su músico favorito era el difunto Billy Pigg, el gaitero de Nortumbria, al nordeste de Inglaterra, cuyo arte la había inducido a adoptar la gaita como instrumento favorito. Su autor predilecto era William Dunthorn, y no sólo porque el músico y el abuelo de Janey hubieran sido compadres, aunque la muchacha conservaba la vieja fotografía color sepia de ambos en una carpeta de plástico dentro del estuche del violín. La habían tomado antes de la Segunda Guerra Mundial en su pueblo natal, Mousehole, un nombre que los lugareños pronunciaban, desconcertadamente, Mouzel. Estos dos desmañados mozos de Cornualles se hallaban frente a la posada del Barco, con sus gorros de paño en la mano y sonrisas tímidas en el rostro. Dunthorn había escrito tres novelas, pero hasta ese día en que Janey se dedicó a explorar el polvo del ático de Vejete, hurgando en viejas cajas y baúles, sólo conocía dos. La tercera era un libro secreto, publicado en una edición de un solo ejemplar. El pueblo oculto era su obra más conocida. Los lectores la recordaban con el mismo afecto que profesaban por Whinnie the Pooh, El viento en los sauces y otros clásicos de la literatura infantil. Hablaba de una raza de gentes de tamaño de ratón, conocidas como los Pequeños, reducidas a esa ínfima estatura de la Edad Media por una vieja e irascible que murió antes de que se pudiera eliminar la maldición. Presuntamente los Pequeños prosperaron a través del tiempo, viviendo ocultos junto a las personas normales hasta la actualidad. El libro aún circulaba en diversas ediciones ilustradas, pero la preferida por Janey aún era la que contenía los deliciosos dibujos a pluma y tinta de Ernest Shepard. La otra novela era La música perdida, publicada dos años después de la primera. Aunque no había gozado del éxito de El pueblo oculto -sin duda porque era menos extravagante y trataba temas más adultos-, la teoría de que la música constituía una llave para los reinos ocultos y los estados secretos de la mente la había transformado en un clásico de la fantasía. También seguía circulando, aunque eran pocos los niños que hallaban bajo su árbol navideño un ejemplar ilustrado por el artista que en ese momento fuera el punto de referencia en la ilustración de libros infantiles. Janey pensaba que era una lástima, pues a fin de cuentas La música perdida era el mejor libro, y a ella le había despertado su amor por las cosas viejas. Janey había acudido a las fuentes del libro, investigando cuentos populares y mitos, indagando la música tradicional y descubriendo que las referencias entre la tradición y las viejas melodías y canciones se entrecruzaban sin cesar. Había sido una exploración deliciosa que la había llevado a su profesión actual. Pues, aunque Janey no tenía interés en escribir libros, había descubierto, muy dentro de sí, un genuino talento para la música antigua. Se aficionó a tocar el violín y a hojear viejos libros de música que había hallado en librerías de segunda mano. Las melodías se le pegaban como zarzas en una caminata por el descampado. Viejas melodías, viejos nombres, viejos relatos. Una vez, cuando Janey comentó que Dunthorn era en parte responsable de que ella fuera lo que era, el Vejete rió jovialmente. - Vaya si Billy sonreiría al oírte decir eso, palomita mía -declaró-. Que sus escritos indujeran a una buena muchacha de Cornualles a tocar música tradicional para ganarse la vida..., por no mencionar sus vagabundeos con la sola compañía de un violín y una gaita escocesa. - A ti te gusta mi música. El Vejete asintió. - Y sin duda también le habría gustado a Bill, tal como le gustaban sus propias novelas. Garrapateaba a la luz del farol toda la noche. Lo tomaba muy a pecho. Te habría admirado por ganarte la vida con algo que amas. Él siempre quiso vivir de lo que escribía o, mejor dicho, de escribir lo que le gustaba. Pero los literatos querían más cuentos de hadas. Como Bill tenía cosas más serias que contar, trabajaba en los botes de día para ganarse la vida y escribía de noche... para sí mismo. No les dio otro libro como el de los pequeños. No quería escribir lo mismo una y otra vez. - La música perdida tiene elementos de cuento de hadas. - Claro que sí, preciosa. Pero, por lo que él decía, eran retazos mezclados... Algo así como la historia se confunde cuando pasan los años. La música perdida era su modo de decir que los cuentos de viejas, las antiguas danzas y los relatos tradicionales eran los ecos enmarañados de algo que no es de este mundo, algo que todos conocimos alguna vez pero hemos olvidado. Así me lo explicó, y con toda seriedad. Pero, claro, Bill tenía ese modo de lograr que cualquier cosa sonara importante... Era su don, creo. Por lo que sé, también tomaba en serio a los Pequeños. - ¿Piensas que de veras creía en esas cosas? El Vejete se encogió de hombros. - No digo que sí ni que no. Bill era un tío sensato y un buen amigo, pero también estaba un poco chiflado. Sólido como tierra firme, a veces cobraba ese aire raro, como si hubiera visto un piskie [Piskie: nombre que reciben los duendecillos en Cornualles. (N. del T)] asomando su cabecita parda por la puerta, y entonces guardaba silencio... o se ponía a decir extravagancias. Pero nunca oí a un hombre que dijera extravagancias con la elocuencia de Dunthorn. Más de una vez casi llegué a creerle. Dunthorn también había escrito ensayos, cuentos, guías de viaje y poesía, aunque ninguna de esas obras sobrevivía en ediciones actuales, salvo dos cuentos que aún se reeditaban en colecciones para niños, Los Pequeños, que era la versión original de El pueblo oculto, y El hombre que vivía en un libro, una deliciosa parodia sobre un mundo que existía dentro de un libro y al cual el lector llegaba poniendo su fotografía entre las páginas. Janey aún recordaba las veces en que había puesto fotos suyas entre las páginas de sus libros favoritos, en las mejores partes, y se había dormido con la esperanza de despertar en un reino mágico. - Ahora me vendría bien esa triquiñuela -murmuró mientras sacudía el polvo y las telarañas de un baúl que estaba en un recoveco, bajo los aleros del ático. Aún no podía creer que Alan la hubiera plantado de ese modo. Justo en vísperas de una nueva gira por Nueva Inglaterra y California. No se habían llevado bien el verano anterior, lo cual demostraba que convenía prestar más atención a los viejos refranes, pues todos se basaban en el más sólido sentido común. No mezcles los negocios con el placer. Muy acertado. Excepto que una relación con tu principal guitarrista parecía ideal. En vez de dejar a tu amante, lo llevabas de gira. ¿Qué podía ser mejor? Basta de noches solitarias mientras tu compañero salía con una admiradora y tú te quedabas sola en el hotel porque estabas harta de las multitudes y de gente extraña, harta de dibujar una sonrisa en la cara cuando sólo querías hacer tonterías con un amigo o remolonear en un rincón y no hacer nada, sin preocuparte por la impresión que causabas o dejabas. Pero la falta de afecto minaba las relaciones, y ellos no eran la excepción. Durante su última gira por Europa estaban irritables, malhumorados, y no por culpa de los demás. En general eran nimiedades, insatisfacciones y pequeñas rencillas; pero empezaron a afectarles profesionalmente, hasta el extremo de que ya no podían trabajar en un nuevo arreglo musical sin una riña. Alan la describía como tozuda. Tal vez lo fuera. Pero Janey no quería poner la música en jaque. Improvisar estaba bien, pero no sólo porque él no se dignara recordar un arreglo. Y andar aporreando las cuerdas de la guitarra como si fueran herraduras y la púa fuera un martillo... ni pensarlo. El nombre que figuraba en los carteles era el de Janey. El público quería escuchar música, y ella quería satisfacerlo. Nadie iba a ver cómo su guitarrista se emborrachaba y en ciertas noches hacía lucir a los Pogues como músicos brillantes. Y allí estaba el meollo del asunto. El público no iba a ver a Alan MacDonald; iba a ver a Janey. - Oh, al cuerno con él -masculló Janey mientras arrastraba el baúl para sacarlo de su escondrijo. La voz retumbó huecamente en el ático. Janey se preguntó qué pensaría el Vejete si la oyera hablando sola, pero él no estaba en la casa. Estaba en Paul, en las Armas del Rey, compartiendo unas cervezas con los amigos. Tal vez tendría que haberlo acompañado. Chalkie Fisher estaría allí, y, si llevaba su organillo, podrían haber tocado algunas piezas. Y, al cabo de algunas melodías, Jim Rafferty habría sacado su pequeño silbato para preguntar: ¿Conocéis ésta?, antes de lanzarse a la versión de Johnny Cope que era su pieza característica. Pero Janey sabía que esta vez no hallaría solaz en la música. La gira era inminente y no tenían guitarrista. Había publicado un anuncio en un par de periódicos, pero tendría que regresar a Londres para entrevistar a los aspirantes. Si al menos alguien se dignara llamarla. Con su suerte, tendría que aguantar a uno de esos chapuceros a quienes debería enseñar a tocar el maldito instrumento antes de empezar a trabajar en el concierto. Pues los músicos decentes no estaban disponibles. A menos que le suplicara a Alan que terminara esa gira con ella. No, gracias. Abrió el crujiente baúl de madera y estornudó ante el tufo almizclado. Parecía estar atiborrado de revistas viejas. Hojeó una y se detuvo al encontrar el nombre de William Dunthorn. Un artículo titulado La Nochebuena de Tom Bawcock en Mousehole, una breve descripción de las tradicionales festividades del 23 de diciembre en Mousehole, cuando los pescadores se reunían para comer Stargazy Pie, un pastel hecho de pescados enteros, con las cabezas asomando por la corteza. Hojeó más revistas y en todas halló breves artículos de Dunthorn. Había visto la mayoría. El Vejete había conservado todos los escritos de su compadre que había logrado hallar. Había un par que Janey nunca había leído y también manuscritos, además de la versión publicada. Bien, todo un hallazgo. ¿No sería perfecto si en el fondo encontrara páginas manuscritas de una novela inconclusa? O, mejor aún, de una novela concluida en espera de un lector... Contuvo el aliento cuando sus manos se toparon con un libro encuadernado en cuero en el fondo del baúl. Calma, corazón, pensó. La cubierta estaba mohosa. Janey la limpió con la manga de la camisa, dejando sólo un borrón tenue. Contuvo el aliento al ver el título del libro. El país pequeño. Una novela de William Dunthorn. Abrió el libro con dedos trémulos. Un papel plegado le cayó en el regazo, pero Janey lo ignoró mientras hojeaba deprisa las gruesas páginas de pergamino. [ ] |