CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Jaque mate", novela de Katherine Kurtz. Derechos de autor 1972, Katherine Kurtz)

I

Hay tres cosas imposibles de predecir: los caprichos de una mujer, el momento en que el diablo nos toca con su dedo y el tiempo de Gwynedd en marzo.

San Venerico
Tríadas

Marzo siempre ha sido un mes de tempestades en los Once Reinos. La nieve que nace desde el gran mar del Norte se perpetúa hacia el sur, para tender su último manto de invierno sobre las montañas de plata; para arremolinarse y bullir sobre las altas mesetas del este; para, por fin, agolparse sobre la gran planicie de Gwynedd y azotarla, convertida en lluvia.
En sus mejores años, marzo es un mes veleidoso. Constituye el último reducto del invierno contra la primavera inexorable, pero también presagia el verdor y los deshielos que, cada año, anegan los bajíos centrales. Siempre se ha dicho que era una época templada, aunque no recientemente. Sin embargo, es un mes primaveral y hace que los hombres se atrevan a soñar con que el invierno tenga corta vida ese año. A veces sucede.
Pero los que conocen el humor de Gwynedd no construyen sus sueños sobre la posibilidad de una primavera temprana. La severa experiencia les ha enseñado que marzo es caprichoso, a veces cruel, y nunca, nunca digno de nuestra confianza.
En el primer año del reinado de Kelson, marzo no iba a ser una excepción.
En Rhemuth, capital del reino, el crepúsculo había caído deprisa. Solía hacerlo en marzo, cuando las tempestades del norte asolaban la Frontera Púrpura desde el norte y el este.
Esa tormenta había estallado a mediodía. Los terrones de hielo, que se ensañaron con los toldos brillantes y con las tiendas del mercado, sobre la plaza, eran como la uña de un pulgar y bastaron para que mercaderes y vendedores corrieran a buscar dónde refugiarse. En una hora, toda esperanza de proseguir el día de mercado se había desvanecido. Y así, entre truenos, lluvia y el olor a azufre de los rayos que dispersaba el viento, los tenderos recogieron sus mercancías empapadas, terminaron su actividad de la jornada a regañadientes y se marcharon.
A la puesta del sol, los únicos que rondaban por las callejas anegadas por la lluvia eran aquellos cuyos asuntos los obligaban a salir con semejante noche: serenos de ronda, soldados y mensajeros en quehacer oficial, ciudadanos que huían del viento y del frío para buscar la tibia chimenea del hogar...
Mientras las sombras caían y las inmensas campanas de la catedral del norte anunciaban vísperas, la llovizna y la cellisca se abatían sobre las calles estrechas y desiertas de Rhemuth, ensañándose contra los rojos tejados y cúpulas, y desbordando las alcantarillas adoquinadas. Detrás de los borrosos ventanales, las llamas de innumerables velas temblaban y se estremecían cada vez que las ráfagas conseguían abrirse paso por rendijas y celosías. Y, en casas y tabernas, en hosterías y albergues, los habitantes de la ciudad se apretujaban ante el fuego para acabar los tazones de comida humeante, beber buena cerveza amarga y contar historias improbables mientras aguardaban a que pasara la tormenta.
Al norte de la ciudad, como todas las otras casas, el palacio del arzobispo sufría el asedio de la tormenta. A la sombra que proyectaban las paredes del palacio, la inmensa nave de la catedral de San Jorge ser erguía tenebrosa contra el cielo ennegrecido; el corto campanario, osadamente vuelto hacia el cielo; las puertas de bronce, selladas contra la inclemencia.
Los centinelas, enfundados en mantos de cuero, patrullaban las propiedades del palacio; los cuellos y las capuchas ofrecían escasa protección contra el frío y la humedad. Bajo los aleros de las almenas, las antorchas chisporroteaban y amenazaban con extinguirse mientras la tempestad rugía, aullaba y helaba hasta los huesos.
Dentro, el arzobispo de Rhemuth, el reverendísimo Patrick Corrigan, se hallaba seco y cómodo frente a una chimenea bien alimentada. Se frotó las manos regordetas ante las llamas para calentarlas, y luego se enfundó más aún entre los pliegues de su manto bordeado de pieles. Deslizó sus pies abrigados dentro de las pantuflas hasta su escritorio, en el lado opuesto en la habitación. Otro hombre, de idéntico atuendo violeta episcopal, recorría con los ojos un manuscrito delicado, acomodando la vista a la luz de las dos velas amarillentas que lo alumbraban desde el escritorio. En el resto de la sala, seis candelabros más intentaban mantener a raya la penumbra que acechaba desde el exterior. Y, por sobre el hombro izquierdo del hombre, un sacerdote asistente de aspecto juvenil esperaba atento con otra vela, dispuesto a aplicar el lacre rojo cuando se le ordenara.
Corrigan atisbó por encima del hombro derecho de quien leía y observó cómo el hombre asentía, tomaba una pluma y garabateaba su firma al pie del documento. El secretario dejó caer unos gotones de cera roja al lado del nombre y el clérigo posó sobre el lacre, con toda parsimonia, el sello de amatista que identificaba su investidura. Arrojó el aliento sobre la gema y la frotó contra el terciopelo de la manga. Después, levantó la vista hacia Corrigan y devolvió la sortija al dedo.
- Eso bastará para contener a Morgan -sentenció.
Edmund Loris, arzobispo de Valoret y primado de Gwynedd, era un hombre de aspecto imponente. Bajo la suntuosa sotana de terciopelo que llevaba, lucía un cuerpo erguido y esbelto. Su fino cabello platinado creaba una aureola delgada alrededor del casquete magenta que le cubría la tonsura clerical.
Sus ojos brillantes y azules eran duros y fríos. Y, en ese momento, la expresión aguileña y enjuta del rostro carecía de toda benevolencia. Loris acababa de posar su sello sobre un documento que, en breve, impondría el Interdicto a gran parte del reino de Gwynedd. Un Interdicto que prohibiría al rico ducado de Corwyn el uso de los sacramentos y el consuelo de la Iglesia en todos los Once Reinos.
Era una decisión de gravedad, a la cual Loris y su colega habían consagrado toda su atención durante los pasados cuatro meses. En rigor de justicia, el pueblo de Corwyn nada había hecho que mereciera una medida tan extrema. Pero, por otro lado, la verdadera causa del Interdicto ya no podía ignorarse ni tolerarse; en la jurisdicción de los arzobispos había existido una situación aberrante -seguía existiendo- y debía cortarse con ella de raíz.
Así, los prelados acallaron sus conciencias con el argumento racional de que el Interdicto no se dirigía al pueblo de Corwyn, sino a un hombre que, por otros medios, resultaba inaccesible. Esa noche, el objeto de la venganza sacerdotal era el amo de Corwyn, el duque deryni Alaric Morgan, quien repetidamente había osado emplear sus heréticos y blasfemos poderes deryni para mediar en asuntos humanos y corromper a los inocentes, en abierto desafío a la Iglesia y al Estado. Morgan, quien había iniciado al joven rey Kelson en la práctica prohibida de esa magia pretérita y que había librado un duelo nigromántico en la misma catedral, durante la coronación de Kelson el otoño pasado. Morgan, cuya medía estirpe deryni lo condenaba al tormento eterno y a la maldición en el más allá a menos que se le pudiera persuadir a arrepentirse, a abandonar sus poderes y a renunciar a su perversa herencia. Morgan, alrededor de quien parecía pender toda la cuestión deryni.
El arzobispo Corrigan frunció el ceño y tomó el pergamino. Sus cejas frondosas e hirsutas formaron una sola línea mientras, una vez más, sus ojos recorrían el texto. Encogió los labios y lanzó un gruñido al finalizar la lectura, pero plegó el documento con un gesto concluyente y lo dejó sobre el escritorio para que el secretario chorreara el lacre sobre el doblez. Corrigan lo selló con su anillo, pero su mano no pudo apartarse del crucifijo engastado de joyas que llevaba sobre el pecho. Se dejó caer en una silla, al lado de Loris.
- Edmund, ¿estás seguro de que estamos...? -se detuvo al ver la mirada fulminante de Loris, y recordó entonces que su secretario seguía esperando instrucciones.
- Eso será todo por el momento, padre Hugh. Solicite a monseñor Gorony que pase, por favor.
El sacerdote se inclinó y abandonó el recinto. Corrigan se reclinó sobre el respaldo con un suspiro.
- Sabes que Morgan nunca permitirá que Tolliver lo excomulgue -comentó Corrigan con voz cansada-. ¿En realidad crees que la amenaza del Interdicto lo detendrá? -Formalmente, el duque Alaric Morgan no caía en la jurisdicción de ninguno de ambos arzobispos, pero los dos esperaban que la carta que había sobre la mesa bastase para sortear con brevedad los detalles formales.
Loris unió sus dedos en cúpula y miró a Corrigan serenamente.
- Es probable que no -admitió-. Pero sí a su gente. Se dice que una banda de rebeldes, al norte de Corwyn, aboga por el derrocamiento de su duque deryni...
- ¡Hum! -gruñó Corrigan, despectivo, mientras tomaba una pluma y la hundía en un tintero de cristal-. ¿Qué esperanza tiene un puñado de rebeldes contra la magia deryni? Además, sabes que el pueblo de Corwyn quiere a Morgan...
- Sí, le quiere... ahora -convino Loris. Vio que Corrigan comenzaba a inscribir con mucho esmero su nombre en el dorso de la carta que habían escrito y, con una sonrisa furtiva, contempló cómo iba siguiendo cada trazo de letra uncial con la punta de la lengua-. Pero ¿seguirán queriéndole cuando caiga el Interdicto sobre ellos?
Corrigan terminó la firma, levantó la vista abruptamente y meció con fuerza un secante de plata sobre los trazos para quitar el exceso de tinta.
- Y entonces, ¿qué pasará con los rebeldes? -insistió Loris, observando a su compañero con los ojos entrecerrados-. Dicen que Warin, el cabecilla de los rebeldes, se cree una especie de nuevo mesías, escogido por Dios para limpiar la Tierra de la escoria deryni. ¿No adviertes que tanto celo puede ser empleado en beneficio de nuestra causa?
Corrigan apretó los labios, concentrado, y luego lo miró dubitativo.
- ¿Permitiremos que mesías autodesignados anden paseándose por los territorios del reino sin una adecuada supervisión, Edmund? Este movimiento rebelde me huele a herejía.
- Todavía no me he pronunciado oficialmente -replicó Loris-. Aún no he conocido a ese tal Warin. Pero debes admitir

[…]