(Fragmento de "Seņoras de Madrigyn [las]", novela de Barbara Hambly. Derechos de autor 1984, Barbara Hambly)
- ¿Qué diablos es esto? -Lobo del Sol mantuvo el pedazo de papel desdoblado entre sus dedos romos, todavía algo manchados de sangre. Halcón de las Estrellas, su segunda al mando, alta, huesuda, levantó la vista. Estaba limpiando la suciedad de la batalla de la empuñadura de su espada y ahora levantó las cejas oscuras, uniformes, intrigada. Fuera, la luz de las antorchas enrojecía la noche repleta de vientos. El campamento estaba agitado con los ruidos de la victoria; los mercenarios de Wrynde y las tropas de la ciudad de Kedwyr celebraban sin inhibiciones el triunfo final del sitio de Melplith. - ¿Qué te parece que es? -preguntó ella, en tono razonable. - Parece una propuesta peligrosa. Él le alcanzó el papel mientras la luz ámbar de la lámpara de aceite caía sobre su cuerpo, desnudo hasta la cintura, y brillaba sobre su cabello dorado, rizado y liviano. Halcón de las Estrellas había peleado bajo sus órdenes el tiempo suficiente para saber que si realmente hubiera pensado que era sólo una propuesta, la habría arrojado al fuego sin decir una sola palabra. Lobo del Sol, comandante de los mercenarios, campamento de Kedwyr, bajo los muros de Melplith, de Sheera Galernas de Mandrigyn, saludos. Iré a vuestra tienda esta noche con un asunto de interés para vos. Por mi seguridad y la de mi causa, por favor, esperadme a solas y no habléis de esto con nadie. Sheera. - Letra de mujer -comentó Halcón de las Estrellas, y pasó el pulgar, pensativa, sobre el borde dorado del papel, obviamente muy caro. Lobo del Sol la miró con fijeza por debajo de sus cejas tupidas y extrañas. - Si no fuera de Mandrigyn, diría que es la madama local que trata de fomentar el negocio. Halcón de las Estrellas asintió, distraída. Fuera de la tienda, el ruido se agudizó en un crescendo. Aullidos de borrachos confundidos con gritos de aliento y alaridos de ¡Matadlo! ¡Matad a ese bastardo! Entre las tropas regulares de la ciudad de Kedwyr y las milicias de las provincias existía un odio poderoso, tal vez más fuerte que el sentimiento que cualquiera de los cuerpos de guerreros podía tener hacia los desafortunados ciudadanos soldados de la sitiada ciudad de Melplith. Lobo y sus mercenarios se habían cuidado muy bien de involucrarse en ese conflicto: Lobo porque su política era no entrometerse nunca en la política local, y sus hombres a causa de una orden de su capitán al respecto, una orden de esas que helaban la sangre. Los ruidos de asesinatos y borracheras no preocupaban al Lobo: no había un solo hombre en su tropa capaz de quedarse siquiera a mirar el disturbio. - Mandrigyn -dijo Halcón de las Estrellas, pensativa-. Altiokis conquistó esta ciudad en la última primavera, ¿no es cierto? Lobo del Sol asintió y se acomodó en una fantástica silla de campamento, realizada con cuernos de venados enlazados con oro, que formaba parte del botín que habían tomado de algún rey tribal en el lejano noreste. La mayor parte de los muebles y adornos de la tienda era robada. Las cortinas de pavo real que la dividían en dos habitaciones habían adornado una vez el dormitorio de un príncipe del desierto de K´Chin. Las tazas de oro y laca translúcida y verde como el jade habían pertenecido a un mercader de la Costa de la Ensenada. La graciosa mesa de ébano, con sus delicadas incrustaciones casi ocultas bajo la armadura sangrienta que le habían arrojado encima, decoró en su día la bodega de un noble de los Reinos del Medio, antes de que sus preciosas viñas emborracharan a los ejércitos invasores de sus enemigos y el mismo terminara en un lugar donde todas esas cosas no importan demasiado. - La ciudad cedió fácilmente -hizo notar Lobo del Sol, tomando un trozo de tela y sentándose a limpiar sus armas-. Básicamente, fue la misma situación que tuvimos aquí en Melplith: facciones divididas en el Parlamento, un escándalo que involucró a la familia real, tienen una familia real allí, o la tenían al menos, la ciudad debilitada por luchas intestinas antes de que Altiokis marchara a través del Paso. Me dijeron que hubo gente allí que lo recibió como a un libertador. Halcón de las Estrellas se encogió de hombros. - No es más extraño que algunas de las cosas que creen los heréticos de la Trinidad -bromeó ella impasible y él sonrió. Como la mayoría de los norteños, Halcón creía en la Antigua Fe y estaba en contra de la teología más sofisticada del Dios Triple. - La ciudadela del Mago Rey ha estado allí, en la puerta trasera de Mandrigyn, desde hace ciento cincuenta años -continuó Lobo después de un momento-. El año pasado firmaron una especie de tratado con él. Ya entonces vi venir esto. Halcón de las Estrellas volvió a introducir su espada en la vaina y se seco los dedos con un trapo. El talento de Lobo del Sol para reunir información era sobrenatural pero era una habilidad que le servía de mucho. Tenía un don para recoger rumores, extraer una idea de las probabilidades políticas a partir del precio de las cosechas y las fluctuaciones de la moneda y la información más trivial y fragmentaria que llegara hasta el norte, a su plaza fuerte derruida en la vieja ciudad administrativa de Wrynde. Así, él y sus hombres habían estado en el lugar preciso, en la península Gwarl, cuando estalló la lucha entre los rivales comerciales, Kedwyr y Melplith. Kedwyr había contratado los servicios de Lobo y sus tropas a un precio astronómico. No funcionaba siempre con tanta exactitud -en sus ocho años como mercenaria en las tropas de Lobo del Sol, Halcón de las Estrellas había visto uno o dos casos de errores espectaculares en cuanto a la elección del momento para llegar a un sitio determinado- pero, en general, el sistema había permitido que las tropas de Lobo vivieran mejor que la mayoría: peleaban en verano y pasaban la furia de las tormentas del invierno en la comodidad relativa de la ciudad medio derruida de Wrynde. Como todas las tropas de mercenarios, la de Lobo del Sol cambiaba año a año en tamaño y composición, aunque su centro era un núcleo endurecido que había permanecido con él durante años. Por lo que sabía Halcón de las Estrellas, Lobo del Sol era el único capitán mercenario que regía una escuela regular de combate en invierno. La escuela tenía renombre en todo el oeste y el norte por sus excelentes luchadores. Todos los inviernos, cuando las lluvias hacían imposible la guerra, muchachos jóvenes y de vez en cuando muchachas se aventuraban en un viaje peligroso a través de los desiertos del norte, que alguna vez habían sido el corazón agrícola del viejo imperio de Gwenth, hacia la pequeña ciudad ruinosa de Wrynde, para pedir que les enseñaran allí el duro arte de la guerra. Siempre había guerras en las que pelear. Desde que el imperio moribundo de Gwenth había terminado de dividirse a raíz del conflicto entre los Tres Dioses y el Dios único, siempre había habido guerras; por la posesión de las pequeñas bandas de tierra fértil entre los inmensos espacios de tierras yermas, por el comercio con el este en sedas, ámbar y especias, por la religión o por nada. Halcón de las Estrellas, que sentía una atracción hacia esas cosas a causa de sus primeros estudios, le explicó una vez a Lobo el problema teológico subyacente al Cisma. Como bárbaro del norte, él adoraba los espíritus de sus antepasados y tomaba dinero alegremente de partidarios de cualquiera de las dos religiones. Entender la cuestión le pareció sólo divertido, tal como esperaba ella. Últimamente, las guerras habían sido por el ascenso del Mago Rey, Altiokis, que expandía su imperio desde la oscura ciudadela del Acantilado Siniestro, devorando a los barones que gobernaban el campo y a las ciudades como Mandrigyn. - ¿Vas a ver a esa mujer de Mandrigyn? -preguntó Halcón de las Estrellas. - Probablemente. El ruido de la pelea llegó a un clímax de aullidos, puntuado de tanto en tanto por el silbido de los látigos de la policía militar de Kedwyr. Era la cuarta pelea que habían oído desde que volvieron al campamento después del saqueo de la ciudad; la victoria era más embriagadora que cualquier alcohol que se hubiera destilado nunca. Halcón de las Estrellas recogió su equipo -espada, daga, cota de malla- antes de volver a su propia tienda. Melplith se hallaba en un lugar elevado, sobre una bahía protegida, una de esas regiones áridas cuyas cosechas principales -cítricos y olivos- habían obligado a sus habitantes a comerciar para vivir. Ahora soplaban vientos helados desde las aguas agitadas de la bahía. La llama de la lámpara titiló en su vidrio de topacio, y la piel de Halcón de las Estrellas se estremeció bajo el algodón mojado de su camisa bordada y oscura. - ¿Crees que es un trabajo? - Creo que me va a ofrecer uno. - ¿Lo aceptarás? Lobo la miró brevemente. Bajo esa luz, sus ojos aparecían dorados y pálidos, como los vinos de los Reinos del Medio. Le faltaba poco para los cuarenta, y el cabello leonado le empezaba a ralear, pero no había rastros de gris ni allí ni en el bigote ralo que le caía desde la parte inferior de una nariz torcida y escabrosa como un manojo de malezas amarillo castaño de invierno. El poderío y la fuerza de su pecho y sus hombros lo hacían parecer más alto que su metro ochenta cuando estaba de pie; sentado y descansando, hacía que Halcón de las Estrellas pensara en un gran león polvoriento. - ¿Lucharías contra Altiokis? -preguntó Lobo del Sol. Ella dudó, sin decir la respuesta verdadera. Había oído historias del Mago Rey desde que era una niña, historias extrañas, distorsionadas, de sus conquistas, sus pecados y su ambición. Se contaban cosas horribles de lo que había sucedido con aquellos que se le opusieron en los innumerables años de su existencia misteriosa. La verdadera respuesta, la que no dijo en voz alta, era: Sí, si tú me lo pidieras. Lo que dijo fue: - ¿Y tú? Él meneó la cabeza. - Soy soldado -contestó con rapidez-. No soy un mago. No podría luchar contra un mago, y no llevaría a mi gente a una lucha como ésa. Había dos cosas que mi padre siempre me aconsejaba hacer si quería llegar a viejo: no enamorarme y no mezclarme con magia. - Tres cosas -corrigió Halcón de las Estrellas, con una de sus raras sonrisas fugitivas-: no discutir con fanáticos. [...] |