CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Princesa de las llamas [la]", novela de Ru Emerson. Derechos de autor 1990, Ru Emerson)

1

Elfrid soltó poco a poco el aire inspirado, mientras la tercera esfera tomaba cuerpo y quedaba suspendida junto a las otras dos - iridiscentes, luminosas- en la penumbra del palco de los juglares. Sentía adormecida una pierna; cambió de posición con cuidado, ojos y mente concentrados en la temblorosa imagen que flotaba, al alcance de su mano, sobre el majestuoso salón de Alster. Bien. Entonces, pues...
Frunció el ceño. Intentar tener una visión clara era buscarse un dolor de cabeza. Pero quizás esta vez...
De pronto, en el globo de la izquierda y en el de la derecha aparecieron dos tenues figuras: un hombre y una mujer. Una sonrisa curvó los labios de Elfrid y fue rápidamente reprimida a medida que los hologramas se difuminaban. Madre. Padre. Después de todo, su instructor estaba equivocado y Rolend tenía razón: empezar con imágenes conocidas, hasta lograr una visión clara; y después volver a los ejercicios, una vez que ya se había tenido la experiencia.
En el globo central, una diminuta llama iluminaba las figuras laterales y a la muchacha que las modelaba: dieciséis años, tal vez, aunque era tan delgada que podría haber sido más joven. Sólo los ojos grises, de mirada grave y solemne, lo desmentían.
Una hora dedicada a este ejercicio también producía dolor de cabeza. Los llamados Dones Reales lo producían, si se perfeccionaban como ella perfeccionaba los suyos. La verdad es que era probable que nunca la convocarían para usarlos oficialmente. Pero ella había desmentido con su práctica a los que afirmaban que para conquistar los Dones era requisito indispensable tener sangre real por vía paterna y materna. En comparación con esta forma avanzada de la Luz Difusa, el Aura casi no requería entrenamiento ni esfuerzo alguno; la Llama, rara vez algo más que una débil chispa, aun en los descendientes más fuertes de Alster, era un juego de niños; y la Adivinación, apenas un ejercicio aburrido.
Pero el raro Toque Curador, eso sí era algo que valdría la pena desarrollar. ¡Eso le enseñaría a Sedry! Desde luego, para trabajarlo tendría que conseguir a alguien dispuesto a soportar el toque de una bastarda. No era imposible.
La visión vaciló otra vez; impaciente, dejó de lado la febril charla mental, los trillados pensamientos. Sus ojos pasaron con orgullo de un rostro sonriente al otro.
- ¡Elfrid! ¿Dónde estás, niña? ¡Elfrid! - se oyó de pronto.
Los hologramas se desvanecieron, los globos que los habían contenido estallaron como pinchados por un alfiler. Al resplandecer la Llama, el globo central soltó un breve destello, y luego se apagó. Maldición. Elfrid suspiró al oír la voz de Panderic, cascada por la edad y con acento malhumorado, resonar por el estrecho pasillo. Entonces estiró sus largas piernas y se deslizó del elevado alféizar. Era inútil ignorar a la vieja mujer; como Ama de los hijos de Alster, Panderic conocía casi todos los escondites de aquella parte del castillo, y se daría cuenta de que ella estaba evitándola. Y durante muchos días le haría la vida imposible. Soltó su amplio vestido, que por comodidad llevaba recogido en el ancho cinturón liso, hasta que le cubrió los tobillos.
- ¿Panderic? - La voz de Elfrid era baja y algo ronca, y tuvo que repetir su nombre al verla aparecer: Panderic era bastante sorda.
- ¿Qué haces aquí? ¿Quieres que me gaste las suelas buscándote? - Irritada, se acomodó los mechones grises que habían escapado de su cofia y que la humedad pegaba sobre la tosca frente- . El Rey quiere verte, ahora mismo, (aunque él sabrá para qué) - añadió farfullando y mirándose las manos fuertes y arrugadas.
Elfrid tenía un oído excelente, pero su rostro delgado e impasible no mostró la menor señal de haber escuchado el comentario, ni tampoco de haber notado los modales insultantes de Panderic al dirigirse llamándola "niña" a ella, una Princesa, aunque sólo lo fuese nominalmente. Ninguno de los otros hijos del Rey había recibido nunca un tratamiento tan descomedido. Se les llamaba "mi Señor", "mi Señora", desde la infancia; a todos, desde el Príncipe Heredero Sedry y la Princesa Sigron hasta el Príncipe Rolend. Desde luego, Alster se había casado con la Dama Sigurdy, y Elfrid era la única hija del Rey y su joven amante de Marga. Por eso desde muy temprana edad había aprendido a ignorar los insidiosos comentarios de Panderic; las pullas del Príncipe Heredero y el Príncipe Ascendiente, Hyrcan; y los desaires de sus hermanastras.
No eran sólo sus hermanastros y su Ama quienes así la consideraban. Elfrid tenía plena consciencia de que la mayoría de los que moraban detrás de los altos muros del castillo de Arolet, como sin duda también gran parte de la nobleza de Darion, miraban con gran disgusto a la hija bastarda del Rey. Si ella hubiese sido una persona más débil, ese hecho le habría causado un profundo sentimiento de inferioridad. Pero de algún modo, Elfrid había salido de la niñez con su autoestima bastante intacta.
Eso se debía en gran medida a Alster, ya que trataba a su hija menor exactamente igual que a sus otros hijos, si bien por tradición tendría que haberla alejado o, mejor dicho, exiliado de la Corte, junto con su madre. Pero Alster no había hecho ni una cosa ni la otra, sino que había afrontado imperturbable la ola de desaprobación que circulaba por la Corte.
Era una actitud totalmente acorde con la personalidad del Rey Campesino, como le llamaban los nobles a sus espaldas. Alster prefería abiertamente la compañía de sus maestros de armas y sus palafreneros a la de sus pares y hasta a la de sus hijos legítimos. Y Elfrid, la única hija de su amada Miriellas, era el solaz de su madurez. Parecida a él en el aspecto físico, aunque algo delgada para la tendencia familiar, y de ojos más oscuros, la joven se le parecía también en las ideas y en el carácter; y durante el último año Alster se había aficionado a pasar con ella, cada vez que podía, parte de las tardes. Juntos cabalgaban, visitaban las perreras y los establos, pescaban o cazaban. Y Elfrid levantaba estas horas preciosas como un escudo contra los sinsabores de la vida cotidiana.

Poco después de que la vieja Ama la encontrara, Elfrid, con el vestido de nuevo recogido hasta las pantorrillas para facilitar sus movimientos, bajaba corriendo la estrecha escalera de caracol que llevaba desde sus habitaciones a los aposentos privados del Rey. No hacía buen tiempo para pescar, pero tal vez podrían cabalgar. O quizá su padre la llevase otra vez al patio de armas. Alster, desafiando el dictamen de la costumbre tanto para las mujeres como para los hijos ilegítimos, le había permitido al Maestro de Armas que la entrenase en el uso del arco. Por suerte, a Gontry le preocupaba la tradición tan poco como a Alster, y sólo le importaban las aptitudes que afirmaba ver en ella: La había estimulado y hasta le sugirió al Rey que la joven se las apañaría muy bien con la espada.
Elfrid aminoró el paso para no resbalar en los escalones de piedra, y una extraña sonrisa se dibujó en sus labios. Apretó los puños. Desde luego, ella no se atrevería. Ni su padre ni Gontry se atreverían. Pero una espada, Alayya, Elorra, una espada...
Se detuvo bruscamente antes de llegar a la cámara del Rey, aún oculta por el último tramo de escaleras: a sus oídos llegaban voces airadas. El estruendo de la voz de bajo de su padre, sus palabras confusas. Y otra voz, aguda y que parecía a punto de quebrarse como la de un niño bajo la presión de la furia: la de su hermanastro Sedry, el Príncipe Heredero.
- ¡... ya estoy cansado de todo eso, Padre!
- ¿Quién te ha dado el derecho a estar cansado de algo? - Elfrid se reclinó contra la fría y húmeda pared, asustada. Alster era famoso por su mal genio, pero ella nunca lo había oído tan furioso- . Qué buen hijo, un hijo maravilloso... ¡una sanguijuela! ¡Qué digo! ¡Algo peor, un maldito estúpido!
- Son mis posesiones, Padre, tú me las concediste cuando cumplí veinte años.
- Tus posesiones, sí, Príncipe. Con cierto grado de supervisión que, evidentemente, todavía necesitas. ¡Por los Dos! ¿Qué pretendes? ¿Tomar el control absoluto de la Marca, sin dirección ni prueba? ¡No has aprendido nada estos últimos años, Sedry! ¡No puedo confiar en que gobernarás con sensatez una provincia, por no hablar de Darion cuando yo ya no esté! Joven idiota, intrigando con los hijos de mis barones para arruinarnos...
- ¡No hicimos ningún daño, Padre! En todo caso, hicimos más bien del que tus consejeros criticones, con sus interminables intrigas, me hubieran permitido hacer. ¡Hombres viejos agitando las banderas de la tregua con manos paralíticas! ¡Aj! - escupió- . ¡Me repugna! Los salvajes han estado merodeando por Darion desde que yo era niño. ¿Crees que unos pedazos de trapo atados en palos los detendrán?
- ¡Un Príncipe de Darion - estalló Alster- , no se refiere a los Fegez como a "salvajes"! ¡Eso es propio de ignorantes y no va contigo, Sedry!
Elfrid bajó un escalón más y luego otro, pegada a la pared. El áspero muro de piedra raspaba las trenzas que ella seguía haciéndose, pese a la insistencia de Panderic en que era un peinado infantil e impropio de una muchacha ya crecida. Sedry volvió a escupir.
- ¡Pronto se apoderarán de toda Darion, gracias a ti y a tus viejos cobardes y serviles! ¿Es eso lo que quieres lograr, Padre? Lo que hicimos, mis hombres y yo...
- ¿Hombres? - Alster soltó una carcajada burlona- . Tú y tus hombres nos podríais haber hecho entrar en guerra, muchacho estúpido, atacando por sorpresa sus montañas, como hicisteis. Los Fegez no se lo han tomado a la ligera, y los Dos saben cuánto nos costará apaciguarlos.
- ¿Apaciguarlos? ¿Apaciguar a los salvajes?
- ¡Apaciguarlos, sí! ¡Eso dije y eso quise decir! - gritó el Rey, interrumpiendo la brutal carcajada de Sedry- . ¿O es que prefieres barrerlos de las tierras, Príncipe? ¡Ve, entonces, ve con tu banda de cachorros, si es eso lo que quieres! ¡Pero no me culpes por vuestras muertes, Sedry!
- ¡Valiente declaración, Padre! - exclamó Sedry, airado- . ¿Te gustaría, no? Librarte de mí...
- ¡Sedry! - El rugido de Alster resonó en la escalera. Elfrid se dejó caer y se apretó las manos entre las rodillas, para que dejaran de temblar. Sabía muy bien lo que era una disputa, sobre todo entre su padre y su excitable primogénito y heredero. Pero nunca había oído ninguna tan feroz como aquélla. Además, odiaba las escenas, los gritos; odiaba todo aquello- . Si yo quisiera desheredarte, fíjate bien, si quisiera, lo haría. Aunque no me complace elegir entre Hyrcan y tú. Él es aún más parecido a su madre que tú. Todos vosotros, toda la prole de Sigurdy, sois maliciosos, hipócritas, egoístas, como lo era ella. Nunca fui tan feliz como el día en que la envié a Elenes.
Se hizo un breve y desagradable silencio, roto una vez más por el Rey. Desvanecida la ira, habló clara e incisivamente, y cada palabra tenía el peso de un voto sagrado.
- Escucha, primer hijo de mi sangre, y presta atención a lo que voy a decirte. Ésta es la última vez que me desobedeces, a mí o a los consejeros que envié a la Marca para completar tu educación. Otro incidente como éste y te encontrarás convertido en un exiliado, pidiéndoles asilo a los beldenianos; tú y tus amigos pendencieros.

[...]