(Fragmento de "Reina de las espadas [la]", novela de Michael Moorcock. Derechos de autor 1971, Michael Moorcock)
En el que el Príncipe Córum se encuentra con un poeta, escucha un presagio y planea un viaje Los cielos del verano eran azul claro por encima del azul oscuro del mar, por encima del verde dorado de los bosques, de la roca cubierta de liquen del Monte Moidel y las blancas piedras del castillo que se alzaba en su cumbre. Y el último de la raza Vadhagh, el Príncipe Córum de la Túnica Escarlata, seguía profundamente enamorado de la mujer Mabdén, la Margravina Rhalina de Allomglyl. El ojo derecho de Córum estaba cubierto por un parche incrustado de joyas oscuras y parecía el orbe de un insecto, y su ojo izquierdo, el natural, era grande y almendrado, con pupila dorada rodeada de tonos malvas, como eran los ojos de los Vadhagh. Su cráneo era estrecho y largo, de barbilla puntiaguda, al igual que sus orejas, que no tenían lóbulos y se le pegaban al cráneo. El pelo era claro y más fino que el de cualquier doncella Mabdén; la boca era ancha, de labios sensuales, y su piel de un tono rosa pálido, con pecas doradas. Habría sido atractivo de no ser por la barroca prótesis del ojo derecho y la severa mueca de sus labios. También tenía una mano ajena que jugueteaba con el pomo de la espada, y que aparecía cuando tiraba de la Túnica Escarlata. La mano izquierda tenía seis dedos y estaba encajada en una manopla enjoyada. Era algo siniestro que arrebató el corazón del propio Caballero de las Espadas, el Señor Arioch del Caos, y que permitió que Arkyn, Señor de la Ley, volviera a los Cinco Planos. Sin duda alguna, Córum parecía inclinado a la venganza y realmente estaba empeñado en vengar a su familia asesinada, matando al Conde Glandyth-a-Krae, sirviente del Rey Lyr-a-Brode de Kalenwyr, que dominaba la parte sur y este del continente que una vez fuera de los Vadhagh. Y también estaba embargado en la lucha de la Ley contra el Caos, cuyo sirviente era Lyr y sus huestes. Aquel conocimiento le hizo austero y viril, pero también agregó un nuevo peso a su alma. Le ponía nervioso pensar en el poder que habían unido a su carne, el poder de la Mano y el Ojo. La Margravina Rhalina era grácil y hermosa con su dulce rostro delimitado por negras y gruesas trenzas. Tenía inmensos ojos negros y enamoradores labios rojos. También a ella le intranquilizaban los hechizados regalos del desaparecido mago Shool, pero intentaba no pensar en ello, como antes se negase a pensar en la muerte de su esposo, el Margrave, quien pereció ahogado en un naufragio durante una travesía hasta Lywm-an-Esh, su tierra natal, que iba siendo cubierta por el mar paulatinamente. Reía mucho más que Córum y le era de gran consuelo, pues él también había sido inocente y reído mucho, y recordaba su inocencia con ansia. Pero aquellas ansiedades conducían a otros recuerdos: su familia muerta, mutilada, deshonrada, en el césped del ardiente Castillo Erórn, mientras Glandyth hacia remolinear sus armas tintas de sangre Vadhagh. Tan violentas imágenes eran más vívidas que las de su pacífica vida anterior. Para siempre ocuparían su cráneo aquellas visiones, a veces, por completo, otras, ocultándose en oscuros rincones, amenazando con volver a dominarle. Fuego, sangre y miedo; los carros de los Denledhyssi, cobre, hierro y oro batido; caballos pequeños, briosos y bravos, guerreros barbudos con armaduras robadas a los Vadhagh, abriendo las bocas para rugir su triunfo insensato mientras las viejas piedras del castillo de Erórn se resquebrajaban y caían envueltas en llamas... al mismo tiempo que Córum descubría lo que eran el odio y el terror... El brutal rostro de Glandyth invadía sus sueños, sobreimpresionándose a los de los muertos, a las caras torturadas de sus padres y hermanas, y aquello le hacía despertarse a menudo, en mitad de la noche, gritando como una fiera. Y, en aquellos casos, sólo Rhalina era capaz de calmarle, acariciando su rostro desfigurado y abrazando su tembloroso cuerpo. Sin embargo, en aquellos primeros días de verano, había momentos de paz y podían cabalgar por el bosque sin temor a las Tribus Poni, que huyeron cuando vieron el barco enviado por Shool desde el fondo del mar, tripulado por muertos y mandado por el también muerto Margrave, el esposo de Rhalina. Los bosques estaban llenos de vida, de pequeños animales, resplandecientes flores y fuertes aromas, que, aunque nunca lo lograron por completo, intentaron curar las heridas que Córum llevaba en el alma. Le ofrecieron otra alternativa para su conflicto, para la muerte y el horror, y le enseñaron que en el universo existían cosas tranquilas, ordenadas y hermosas, y que la Ley no ofrecía tan sólo un simple orden estéril, sino que intentaba crear la armonía entre los Quince Planos y sus variedades. La Ley ofrecía un ambiente donde todas las virtudes mortales podían florecer. No obstante, mientras Glandyth y todo lo que representaba siguieran viviendo, Córum sabía que la Ley estaría bajo una constante amenaza y que el corrupto monstruo del miedo destruiría toda virtud. Un día, cabalgando a través de los bosques, miró a su fuero interno con sus dispares ojos y le dijo a Rhalina. - Glandyth debe morir. Y ella inclinó la cabeza sin preguntar el porqué de aquella declaración, ya que se lo había oído muchas veces en circunstancias parecidas. Tiró de las riendas de su yegua castaña y se detuvo en un claro lleno de malvas silvestres. Desmontó y se recogió la larga falda de seda bordada para atravesar las altas hierbas. Córum bajó del caballo leonado que montaba y la miró, disfrutando su placer como ella sabía que haría. El claro era cálido y sombreado, protegido por amables olmos, robles y fresnos, en cuyo interior pájaros y ardillas habían construido sus nidos. - ¡Ay, Córum, si pudiésemos quedamos aquí para siempre! Podríamos construir una casita, plantar un jardín... Córum intentó sonreír. - No podernos -le dijo-, no podemos hasta que no estemos totalmente tranquilos, Shool tenía razón. Una vez que acepté la lógica del conflicto, acepté un destino particular. Aunque olvidara mis promesas de venganza, aunque olvidase también que acepté servir a la Ley en contra del Caos, Glandyth vendría a buscarnos y tendríamos que defender esta paz. Y Glandyth es más fuerte que estos dulces bosques, Rhalina. Podría destruirlos en una noche, y creo que disfrutaría haciéndolo si supiera cómo los amamos. Rhalina se arrodilló para oler las flores. - ¿Tiene que ser siempre así? ¿El odio debe siempre engendrar más odio y no posee el amor poder para procrear? - Si el Señor Arkyn tiene razón, no será siempre así. Pero, aquellos que creen que el amor es poderoso, deben estar dispuestos a morir para dar prueba de su fuerza. De repente, levantó la cabeza, había alarma en sus ojos, que miraban fijamente los de Córum. El Príncipe se estremeció. - Es la verdad -dijo. Lentamente, Rhalina se levantó y fue hasta donde aguardaba su caballo. Puso un pie en el estribo y se izó hasta la silla. Córum se quedó en la misma postura, contemplando fijamente las flores y la hierba que volvían a enderezarse como si nadie hubiese caminado por ellas. - Es la verdad. Suspiró y volvió con su caballo hacia la orilla. - Es mejor que volvamos -le dijo- antes de que el mar cubra el istmo. Un poco más tarde, salieron del bosque y dejaron que sus corceles trotaran por la orilla. El mar azul se movía hacia la blanca arena y ya desde lejos vieron el arrecife que iba desde los bajos fondos hasta el Castillo Moidel, la más avanzada, lejana y olvidada marca de la civilización de Lywm-an-Esh. En un tiempo, el castillo se [...] |