(Fragmento de "Rey de Ys: Roma mater", novela de Poul y Karen Anderson. Derechos de autor 1986, Poul Anderson y Karen Anderson)
Al mediodía de aquel Nacimiento de Mitra, el sol brillaba bajo en un cielo cristalino. Cuando Gratilonio miró hacia el sur, vio su resplandor astillarse en fragmentos de arco iris entre sus pestañas. Las colinas lejanas, las zanjas y los terraplenes cercanos, los campos de abajo, aparecían descoloridos e inmóviles. El humo se elevaba desde el fuerte Borkovicio y la colonia se erigía contra las murallas, aunque tan erguida que apenas empañaba la pureza de la visión. Cuando dirigió la vista al norte, no había ninguna construcción del hombre, a excepción de la Muralla, enorme y de color azul, alzada sobre un risco cuya propia sombra llenaba el vacío de abajo. Las cumbres de más allá aparecían oscuras con los bosques sumidos en el sueño invernal. De los carámbanos, la luz refulgía como si se tratara de estrellas. Unos pocos cuervos en vuelo emplazaron su negrura contra su aliento, los lejanos graznidos contra el latido de su corazón, y eso era lo único que se movía. Durante un instante se sintió completamente solo. La guerra del verano no es que ya hubiera acabado, sino que parecía irreal, un sueño que había tenido o una historia que le habían narrado en su infancia, desvaneciéndose en el recuerdo... pero, entonces, ¿qué era real? Una mirada a derecha e izquierda le trajo de regreso. La sombría masa de una torre cuadrada bloqueaba casi todo el paisaje occidental; sin embargo, hacia oriente, la visión corría en la misma dirección de la pasarela y llegaba más allá de las dos torretas intermedias de observación, permitiendo la contemplación de las siguientes y de las otras, hasta que el Muro se perdía en un giro por debajo del horizonte: cuatro metros y medio desde la base hasta las almenas, ciento treinta kilómetros de mar a mar a lo ancho de Bretaña. El metal producía pequeños destellos intensos allí donde los hombres hacían guardia a lo largo de esa extensión. Las capas y los estandartes caídos salpicaban sus colores de forma oblicua sobre el gris de la Muralla. Debajo de ellos, a unos doscientos pasos romanos de él, la base legionaria se alzaba en una red de calles y senderos que parecían el doble de austeros si se los comparaba con los caminos que serpenteaban entre las casas del vicus. Todo lo que veía pertenecía a este lugar. Y él también. Su cuerpo se hallaba cómodo con el yelmo, la cota de malla, las espinilleras. Debajo de todo eso, la túnica sobresalía de la falda de correas de cuero claveteado; un pañuelo le protegía el cuello del roce con la armadura; unos calzones de lana que le llegaban a media pierna y unas medias dentro de las sandalias frenaban el frío de la estación; todo resultaba familiar. La espada a la cintura y la vara cortada del tronco principal de una parra eran extremidades suyas al igual que brazos y piernas. Debido a que el día era sagrado, aún no había probado bocado, ni lo haría hasta la celebración del Misterio al anochecer... y, de algún modo, el hambre estimulaba una consciencia extraída de su propia fuerza. El frío del aire hacía que pareciera algo líquido, le bañaba por dentro y por fuera. Y en ese momento sonaron las trompetas, los ecos reverberaron: había llegado el mediodía. Para la mayoría de los componentes del ejército, eso únicamente indicaba un cambio de guardia. A Gratilonio le señalaba la hora de la plegaria. De nuevo miró en dirección al sol, se quitó el yelmo y lo depositó sobre el parapeto. Un penacho escarlata de pelo de caballo, colocado expresamente para su ronda de inspección, le arañó la muñeca. Alzó los brazos y comenzó el oficio: en voz baja, porque era lo correcto Y lo que el Dios escucharía sería su corazón. - Saludos, Mitra, Invicto, Salvador, Guerrero, Señor, renacido entre nosotros de nuevo y eterno... - Centurión. En un principio, apenas escuchó la interrupción, y no se imaginó que pudiera estar dirigida a él. - escúchanos, Tú, que mataste al Toro con el fin de que Su sangre fertilizara el mundo; Tú, que te alzas ante el León y la Serpiente... - ¡Centurión! -aulló en su oído. Le dominó la cólera. ¿Es que la afrenta de los cristianos había crecido hasta estos límites? Un instante antes de coger su vara y cruzarle la boca al intruso, Gratilonio se contuvo. A un oficial tanto del Santuario como de Roma le correspondía frenar un temperamento que sabía demasiado impaciente y no profanar sus oraciones con la violencia. Le lanzó una mirada que hizo que el hombre retrocediera un paso, alarmado, y prosiguió. Las palabras concluyeron pronto. Pensó que eso estaba bien, ya que la ira bullía en su interior. Se volvió para enfrentarse al extraño, y observó la insignia de la Sexta Victrix. Su mente se sobresaltó. Aunque esa legión se encontraba emplazada en Eboracum, más cerca que cualquiera de las otras dos en la isla, no se había unido a ellos en la lucha contra los pictos y los escoceses que atacaban desde el norte, sino que permaneció en la retaguardia. Supuestamente, con el fin de frenar cualquier intrusión sajona. Sin embargo, unos pocos de sus hombres habían acompañado a Máximo como guardaespaldas, mensajeros y, confidentes. No importaba. Gratilonio cogió la vara que establecía su rango, la colocó debajo de un codo y restalló: - ¡Atención! ¿Es que desconoces los modales como para no interrumpir a un hombre en adoración, soldado? Deshonras a tu águila. El otro se puso rígido, tragó saliva y, bruscamente, se recuperó y respondió: - Pido el perdón del centurión. Ningún obispo me informó jamás que ésta era una hora de oraciones. Tenía mis órdenes, y sólo creí que el centurión se hallaba concentrado en sus pensamientos. Gratilonio confirmó que se trataba de un bellaco insolente. Interiormente, se encogió un poco. No cabía duda de que estaba tratando con un cristiano. En estos días la mayoría de los legionarios lo eran, o fingían serlo. Este mismo año había llegado el edicto que prohibía las viejas religiones, junto con las historias de cómo las autoridades saqueaban primero los templos de Mitra. Los hombres que se hallaban en la guerra en la frontera más lejana apenas le prestaron atención, y Máximo era lo suficientemente inteligente como para no imponer semejante decreto... ¿hasta hoy, cuando ya había pasado el peligro inmediato? Dentro de Gratilonio, la voz de su padre renació: "Hijo, eres demasiado impulsivo, siempre estás cortejando los problemas. No tiene ningún sentido que lo hagas. No te preocupes, que ya vendrán por sí solos. Sería mejor que cortejaras a las muchachas." Le invadió una ternura peculiar. Gratilonio incluso tuvo que contener una sonrisa cuando dijo: - Debería pedirte el nombre y mandarte de regreso a tu unidad para que realizaras un trabajo de castigo en las zanjas, si es que no te mereces unos azotes. Pero, como has reconocido tu ignorancia, te mostraré misericordia. ¿Qué es lo que quieres? El otro replicó con renovada cautela. - Mi honor es... dirigirme a Cayo Valerio Gratilonio, centurión del Segundo... ¿verdad? La patrulla me informó dónde estabas. - Aquí. Habla. El mensajero exhibió un aire de importancia. - Me ha enviado el Duque de los británicos. Quedas relevado de tus tareas cotidianas y debes presentarte ante él en el pretorio de inmediato. - ¿El Duque? ¿Es que no se encuentra en Vindolanda? Gratilonio quedó sorprendido. El viejo fuerte y la colonia, cercanos aunque situados a una cierta distancia detrás de la Muralla, era el lugar donde, por regla general, el gran comandante se alojaba cuando se encontraba en esta zona. - Parece que está llevando a cabo una ronda de inspección y... otros asuntos. Te ha llamado por tu nombre. ¿Qué significaría eso? ¿Una misión? La sangre se agitó en Gratilonio. Los edificios arracimados del punto de fuerza proyectaban su sombra sobre las calles y convertían los senderos intermedios en túneles fríos y sombríos. A pesar de ello, varios hombres pasaban su rato libre jugando una partida de dados en la galería de su barracón. Pero se trataba de unos tungri, tropas auxiliares que conformaban la guarnición permanente de la Muralla; el ejército regular sólo venía cuando se presentaban emergencias como las de este año. Bien abrigados con pieles, para los bárbaros el aire seco era sin duda un cambio bendito de aquel que reinaba en sus marismas nativas. Su conversación era un graznido que rompía una atmósfera tranquila en la que sólo se escuchaba alguna que otra pisada, a pesar de que éstas sonaban con fuerza en la tierra congelada. Entrando por el oeste, Gratilonio debería pasar delante del bloque del cuartel general que se alzaba bruscamente alrededor de tres lados de su patio. Se detuvo para saludar la basílica, ya que contenía el altar y los estandartes de los legionarios: no era su legión; sin embargo, sí era la de Roma. Los centinelas le devolvieron el saludo. Una vez [...] |