("A través del nido de ghants" (fragmento), cuento de Novela de Tad Williams)
Guthwulf, conde de Utanyeat, movía los dedos de aquí para allá sobre la gastada madera de la gran mesa de Juan el Presbítero, preocupado por la anormal quietud. Aparte de la ruidosa respiración del copero del rey Elías y del choque de las cucharas contra los cuencos, el espacioso salón estaba en silencio..., mucho más de lo que habría debido estarlo cuando casi una docena de personas tomaban allí su cena. El silencio le parecía doblemente opresivo al ciego Guthwulf, si bien no tenía por qué resultar tan raro: esos días sólo unos cuantos comían en la mesa del rey, y quienes acompañaban a Elías parecían cada vez más ansiosos por marcharse sin tentar a la suerte con algo tan arriesgado como una conversación de sobremesa. Unas semanas antes, un capitán mercenario llamado Ulgart, procedente de las Praderas Thrithing, había cometido el error de bromear acerca de lo ligeras que eran las mujeres de Nabban. Tal opinión era corriente entre los hombres thrithingos, que no comprendían que una mujer se pintase la cara y llevara vestidos que permitieran enseñar lo que, a juicio de los habitantes de los carromatos, era una desvergonzada cantidad de carne desnuda. La grosera chanza de Ulgart habría pasado inadvertida en compañía de otros hombres, y, dado que eran pocas las mujeres que aún residían en Hayholt, únicamente varones se hallaban sentados a la mesa de Elías. Pero el mercenario había olvidado -o quizá ni siquiera lo sabía- que la esposa del Supremo Rey, muerta por una flecha thrithinga, era una noble nabbana. Cuando fue servido el postre, consistente en una especie de flan, la cabeza de Ulgart ya pendía del arzón delantero de la silla de montar de un guardia erkyno, camino de las puntas que coronaban la Puerta de Nearulagh, para deleite de los cuervos que las poblaban. Hacía largo tiempo que en la mesa de Hayholt no había una charla vivaz, se dijo Guthwulf. Ahora, las comidas transcurrían en medio de un mutismo casi fúnebre, sólo interrumpido por los gruñidos de los sudorosos criados -que trataban de suplir la falta de varios compañeros desaparecidos- y, de vez en cuando, por los nerviosos cumplidos de los escasos nobles y funcionarios del castillo que no podían rehuir la invitación del rey. De pronto, Guthwulf oyó un quedo murmullo y reconoció la voz de sir Fluiren, que le susurraba algo al soberano. El anciano caballero acababa de regresar de su Nabban natal, donde había actuado de emisario de Elías ante el duque Benigaris, por lo que ahora ocupaba el lugar de honor a la derecha del Supremo Rey. El hidalgo había explicado a Guthwulf que la conferencia sostenida aquel mismo día con el rey no se había apartado de lo acostumbrado. Sin embargo, Elías parecía preocupado. Guthwulf no podía juzgarlo por su vista, pero las décadas pasadas en su presencia le permitían poner imágenes a cada inflexión de la voz, a cada una de las extrañas observaciones del Supremo Rey. Además, el oído, el olfato y el tacto de Guthwulf, que parecían mucho más agudos desde la pérdida del uso de sus ojos, se hacían todavía más finos en presencia de Dolor, la terrible espada de Elías. Desde que el rey lo había obligado a tocar el arma, la gris hoja se había transformado para él en algo casi vivo; en algo que lo conocía y esperaba en silencio pero con temible percepción, como un animal que hubiese notado su olor. La mera presencia de la espada le ponía los pelos de punta y hacia que todos sus nervios y tendones estuvieran en suma tensión. A veces, en plena noche, cuando el conde de Utanyeat yacía insomne, creía sentir la hoja a través de los centenares de codos de piedra que separaban sus aposentos de los del rey..., un plomizo corazón cuyos latidos sólo él podía oír. Súbitamente, Elías echó hacia atrás su sillón, y el chirrido de la madera sobre la piedra sobresaltó a todos los comensales. Guthwulf se figuró unas cucharas y copas inmovilizadas en el aire, goteando. -¡Maldito seáis, viejo! -rugió el monarca-. ¿Me servís a mí, o a ese cachorro de Benigaris? -Yo sólo os transmito lo que dice el duque, señor -contestó sir Fluiren con voz trémula-. Pero estoy convencido de que no quiso faltaros al respeto. Tiene problemas en sus fronteras con los clanes de los thrithingos, y los wrans se muestran recalcitrantes... -¿Y qué me importa a mí eso? Guthwulf casi pudo ver cómo Elías entrecerraba los ojos. No en vano había observado con frecuencia los cambios que el enojo producía en las facciones del rey. Ahora, su pálida cara estaría cetrina y ligeramente húmeda. En los últimos tiempos, Guthwulf había oído comentar a los criados, entre murmullos, que Elías adelgazaba mucho. -¡Yo ayudé a Benigaris a conseguir el trono!. ¡Que Aedón lo maldiga! ¡Y le di un lector que no interferirá! Dicho esto, Elías hizo una pausa. Guthwulf, solo a pesar de la compañía, oyó una fuerte aspiración de Pryrates, sentado frente a él. Como si creyera haber ido demasiado lejos, el rey se disculpó con una insegura y poco afortunada broma y reanudó una conversación más tranquila con Fluiren. Guthwulf quedó pasmado durante unos momentos, pero luego se apresuró a levantar su cuchara y comer para disimular su repentina alarma. ¿Qué expresión debía de tener? ¿Lo miraban todos? ¿Podrían ver su traidor sonrojo? Las palabras del rey sobre el lector y la contenida expresión de espanto de Pryrates resonaban una y otra vez en su mente. Los demás supondrían, sin duda, que Elías se refería a una influencia en la elección del dócil escritor Velligis como sucesor de Ranessin, el lector anterior. Pero Guthwulf sabía que no era así. La alteración de Pryrates al temer que el rey hablara demasiado confirmaba lo ya sospechado por él: que era el propio Pryrates quien había dispuesto la muerte de Ranessin. Resultaba evidente, pues, que Elías estaba enterado, y que quizás incluso hubiese ordenado el asesinato. El soberano y su consejero habrían hecho tratos con los demonios y eran responsables de la muerte del sumo sacerdote. En esos momentos, y no obstante hallarse sentado a la mesa en compañía bastante numerosa, Guthwulf se sentía tan solo como pudiera estarlo un hombre en la cumbre de un picacho azotado por los vientos. No resistía tal carga de decepción y miedo. Había llegado la hora de huir. Prefería ser un mendigo ciego en los peores pozos negros de Nabban que permanecer un solo instante más en ese maldito y endiablado alcázar. Guthwulf abrió la puerta de su alcoba de un empujón y se detuvo en el umbral para dejar que el gélido aire del corredor lo purificara. Era medianoche. Aunque no hubiese oído la serie de lúgubres tañidos de la Torre del Ángel Verde, habría reconocido el intenso roce del frío contra sus mejillas y ojos, el cortante filo de la noche cuando el sol se hallaba en su más remoto refugio. Era extraño servirse de los ojos para sentir con ellos; pero, ahora que Pryrates lo había privado de la vista, resultaban ser, precisamente, su parte más sensible y registraban cualquier cambio en el viento o el tiempo con una sutileza mayor que la de las puntas de los dedos. Sin embargo, y pese a lo útiles que aún eran sus cegados globos oculares, había algo horrible en su uso. Varias noches había despertado sudoroso y jadeante por culpa de un sueño en el que se veía a sí mismo como un informe ser reptante, de cuya cara sobresalían una especie de carnosos pedúnculos, unos ciegos bulbos que se movían como los cuernos de un caracol. En sus sueños, Guthwulf todavía veía, y el saber que aquello que miraba era él mismo lo arrancaba angustiado de sus pesadillas una y otra vez para devolverlo a la verdadera oscuridad que ahora era su hogar permanente. El conde salió al corredor, tan sorprendido como siempre de seguir en las tinieblas cuando pasaba de una habitación a otra. Al cerrar la puerta del cuarto y, con ello, dejar de recibir el calorcillo del brasero, el frío se hizo más intenso. Guthwulf oyó el sordo ruido metálico de los centinelas armados que montaban guardia en lo alto de las murallas, al otro lado de la abierta ventana, y prestó atención a los crecientes aullidos del viento, que a su paso, y por debajo de su gemebundo canto, sofocaba el crujido de las cotas. Un perro ladró en la población que se extendía al pie del alcázar, y en alguna parte, donde el corredor daba varias vueltas, una puerta se abrió y volvió a cerrarse quedamente. Guthwulf vaciló durante unos momentos, pero al fin se apartó unos pasos de su puerta. Si quería irse, tenía que ser ahora... Era absurdo permanecer divagando en el corredor. Debía darse prisa y aprovecharse de la hora: con todo el mundo cegado por la noche, él estaba casi en las mismas condiciones que los demás. ¿Y qué otra solución le quedaba? Se sentía incapaz de aguantar al monstruo en que el rey se había convertido. Pero era preciso irse en secreto. Aunque a Elías apenas le servía ya para nada Guthwulf, un caballero incapaz de tomar parte en una batalla, el conde de Utanyeat dudaba que su amigo de otros tiempos lo dejase marchar así como así. Que un ciego abandonara el castillo donde le daban comida y alojamiento y huyese de su viejo camarada Elías, que lo había protegido de la justa cólera de Pryrates, olía demasiado a traición... Al menos, así lo consideraría el hombre que ocupaba el Trono de Huesos de Dragón. Guthwulf llevaba algún tiempo reflexionando sobre el plan, e incluso había estudiado la ruta a seguir. Bajaría hasta Erchester, para pasar la noche en la abadía de San Sutrino. La catedral estaba casi desierta, y los monjes se mostraban caritativos con todos los mendigos que tuviesen suficiente valor para pasar la noche dentro de los muros de la ciudad. Luego, por la mañana, se mezclaría entre la gente que salía en dirección al Viejo Camino de la Selva, siguiendo hacia el valle de Hasu. Y desde allí... ¿adonde? Tal vez hacia las praderas, donde -según los rumores- Josua formaba un ejército rebelde. Quizá llegase a una abadía de Stanshire o buscara cualquier otro lugar donde refugiarse, al menos hasta que el inimaginable juego que Elías llevaba entre manos lo destruyera todo. Pero ahora le convenía dejar de pensar. La oscuridad lo ocultaría de los ojos curiosos, y la luz del día lo hallaría ya a buen recaudo en San Sutrino. Había llegado el momento de partir. Ya iba a echar a andar pasillo abajo, cuando notó a su lado una presencia ligera como una pluma... Un aliento, un suspiro, la indefinible sensación de que allí había, alguien. Se volvió y alargó súbitamente la mano. ¿Intentaban detenerlo? -¿Quién...? Mas no había nadie. O bien, si realmente había alguien cerca, esa persona permanecía en absoluto silencio, burlándose de su ceguera. Guthwulf advirtió entonces una repentina inestabilidad, como si el suelo temblara bajo sus pies. Dio otro paso y, de pronto, sintió la poderosa presencia de la espada gris, con su peculiar fuerza. Por espacio de unos segundos, el conde creyó que las paredes se habían derrumbado. Una violenta ráfaga de viento pasó a su lado, para desaparecer luego. ¿Qué locura era aquélla? "Cegado y abatido. -Guthwulf estuvo a punto de llorar-. ¡Y con una maldición encima!" El conde procuró endurecerse y se alejó definitivamente de la seguridad de su alcoba, pero la extraña sensación de trastorno lo acompañó mientras recorría los interminables pasillos de Hayholt. Insólitos objetos pasaron por debajo de sus palpantes dedos: delicados muebles y lisos y encerados balaustres de complicada forma, algo que no recordaba haber visto en los corredores y salones del castillo. La puerta que daba a los alojamientos otrora habitados por las camareras se movió al no estar cerrada y, aunque a Guthwulf le constaba que aquellas habitaciones se encontraban vacías -la jefa había sacado clandestinamente de Hayholt a todas las chicas a su cargo, antes de su ataque contra Pryrates-, creyó percibir un vago susurro de voces en las profundidades. El conde se estremeció, pero siguió adelante. De sobra conocía la cambiante y poco segura naturaleza del castillo en aquellos días. Ya antes de perder él la vista, era un lugar misteriosamente inestable. Guthwulf continuó contando sus pasos. Había practicado el camino varias veces, en las últimas semanas; treinta y cinco pasos hasta la vuelta del corredor, dos docenas más hasta el rellano principal, y desde allí salió al angosto Jardín de las Enredaderas, donde soplaba un viento helado. Otro medio centenar de pasos y se halló de nuevo bajo techo, a lo largo del corredor del capellán. La pared resultaba templada al tacto, pero de repente se hizo quemante. El conde de Utanyeat apartó la mano con un gesto de dolor y susto. Un débil grito llegó pasillo abajo. -... T'sí e-isi'ha as-irigú...! Guthwulf volvió a tocar la pared y sólo notó piedra, húmeda y fría como la noche. El viento le sacudió las ropas..., el viento o una insustancial multitud. La sensación de la presencia de la espada gris era muy intensa. El conde corrió a lo largo de los corredores del castillo, pasando los dedos lo más ligeramente posible por la superficie de aquellas paredes espantosamente variables. Que él supiese, era el único ser vivo en esa parte de Hayholt. Los extraños sonidos y aquellos roces tenues como el humo o como las alas de una polilla sólo podían ser fantasmales imaginaciones, como se dijo, y no le impedirían seguir adelante. Sin duda se trataba de las sombras de los maléficos entrometimientos de Pryrates. Pero él no estaba dispuesto a permitir que le impidiesen la huida, ni tampoco a permanecer prisionero en tan corrupto lugar. Guthwulf tocó la basta madera de una puerta y comprobó, con gran alegría, que no se había equivocado. Tuvo que luchar consigo mismo para contener un grito de triunfo y de inmenso alivio. ¡Había alcanzado la pequeña salida situada junto a la Puerta Mayor del sur! Al otro lado respiraría aire libre y se encontraría en los terrenos comunales que daban al bastión interior. Pero, cuando la abrió y de un paso estuvo en el exterior, en vez de la gélida noche esperada el conde notó un aire caliente y el ardor de muchos fuegos en su piel. Y numerosas voces murmuraban, doloridas y preocupadas. "¡Madre de Dios! ¿Se habrá incendiado todo Hayholt?" Guthwulf retrocedió, mas ya no pudo hallar la puerta, y sus dedos arañaron unas piedras cuyo calor aumentaba por momentos. Los murmullos crecieron lentamente hasta formar un intenso zumbido de agitadas voces, suave y al mismo tiempo penetrante como el de una colmena. "¡Locura! -pensó-. ¡Mera ilusión!" No debía ceder. En consecuencia, siguió adelante, siempre contando los pasos. Pronto, sus pies resbalaron en el barro de los prados comunales, aunque sus talones golpeaban al mismo tiempo unas lisas baldosas. El invisible castillo era objeto de terribles cambios, ora ardiente y tembloroso, ora frío y tremendamente sustancial, todo ello en medio de un absoluto silencio, ya que sus habitantes dormían sin darse cuenta de nada. El sueño y la realidad parecían totalmente entretejidos, como si Guthwulf, en su personal negrura, estuviera envuelto por susurrantes fantasmas que confundían sus cuentas. Pero, aun así, el conde prosiguió su camino con la misma firme decisión que lo había asistido en tantas espantosas campañas como capitán al servicio de Elías. Avanzó pesadamente en dirección al bastión mediano, y al fin se detuvo a reposar unos instantes cerca -según sus titubeantes cálculos- del lugar donde otrora habían estado los aposentos del médico del castillo. Todavía se notaba el olor a madera quemada; alargó la mano y, entre sus dedos, unos restos se hicieron polvo. Guthwulf recordó distraídamente la conflagración que les había costado la vida a Morgenes y a otras personas. De repente, y como impulsadas por sus pensamientos, surgieron a su alrededor unas chisporroteantes llamas que lo envolvieron en fuego. Eso no podía ser imaginación suya. ¡Si sentía el mortal calor! Éste lo atenazaba como un aplastante puño, y era inútil que tratara de esquivarlo. El conde ahogó un grito de desesperación. ¡Estaba atrapado, atrapado! Nada lo salvaría de morir quemado. -¡Ruakha, ruakha Asu'a! Detrás de las llamas sonaban unas fantasmagóricas voces... Ahora, la presencia de la espada gris estaba dentro de él, dentro de todo. Guthwulf creyó percibir su música sobrenatural y, de forma más débil, el canto de sus extrañas hermanas. Tres espadas. Tres infernales hermanas, que ahora lo conocían. Súbitamente se produjo un susurro semejante al movimiento de numerosas alas, y el conde de Utanyeat descubrió una abertura delante de él, un hueco en la pared de llamas, una puerta por la que entraba aire fresco. Como tampoco podía dirigirse a ninguna otra parte, Guthwulf se echó la capa por encima de la cabeza y salió entre tambaleos a una sala de más tranquilas y frías sombras. Simón observó con ojos entrecerrados las estrellas que nadaban en la negra noche. Cada vez le costaba más permanecer despierto. Sus cansados ojos se volvieron hacia la constelación más brillante, un desigual círculo de luces suspendido a lo que parecía un palmo de altura sobre el resquebrajado y frágil borde de la bóveda. ¡Allá! Aquello era la Rueca, ¿no? Parecía extrañamente elíptica, como si el mismo cielo del que pendían las estrellas hubiera sido alargado hasta adquirir una forma rara; pero, de no ser la Rueca, ¿de qué otra cosa podía tratarse, a tanta altura, en el cielo de mediados de otoño? ¿Y si fuera la Liebre? Pero no: la Liebre tenía una pequeña estrella a su lado, la Cola. Además, la Liebre no era tan grande... Un ramalazo de viento azotó el ruinoso edificio. Geloë daba el nombre de "el Observatorio" a ese lugar. En opinión de Simón, era una de sus bromas. Sólo el paso de los largos siglos había abierto la bóveda de blanca piedra a los cielos nocturnos, de manera que no podía haber sido un observatorio. Ni siquiera los misteriosos sitha serían capaces de contemplar las estrellas a través de un techo de sólida roca. Un nuevo golpe de viento, más fuerte que el anterior, arrastró consigo una intensa nevada. Aunque aquello lo hizo temblar, Simón sintió agradecimiento, porque el frío lo había despejado un poco. No podía permitirse quedar dormido. ¡No precisamente esta noche! "De modo que ya soy un hombre -pensó-. Mejor dicho, casi. Casi un hombre." Simón se arremangó la camisa y se miró el brazo. Probó de abultar sus músculos, pero frunció el entrecejo ante los poco satisfactorios resultados. Luego se pasó los dedos por el vello del antebrazo, palpando los puntos donde los cortes habían dejado cicatrices. Aquí, donde las ennegrecidas uñas de un hunë habían dejado sus señales; allí, donde él había resbalado y se había golpeado contra una piedra en una de las pendientes del Sikkihoq... ¿Qué significaba ser adulto? ¿Tener una serie de cicatrices? Simón supuso que también significaba aprender de las heridas, pero... ¿qué podía aprender de todo cuanto le había ocurrido durante el último año? "No permitas que maten a tus amigos -pensó con amargura-. Esto, por una parte. No vayas a correr mundo y te veas perseguido por monstruos y hombres locos. No hagas enemigos." Estas eran las sabias palabras que la gente siempre estaba dispuesta a hacerle oír. Las decisiones no eran nunca tan sencillas como parecían en los sermones del padre Dreosan, según los cuales siempre cabía elegir entre el Camino del Mal y el Camino de Aedón. En las recientes experiencias de Simón, sin embargo, todas las opciones parecían darse entre posibilidades igualmente desagradables, con sólo una mínima referencia al bien y al mal. El vendaval que soplaba a través de la cúpula del Observatorio se hizo más estridente. A Simón se le pusieron los pelos de punta. Pese a la belleza de las nacaradas paredes, esculpidas de modo complicado, aquel lugar no parecía darle la bienvenida. Los ángulos resultaban extraños, y las proporciones diríanse dibujadas para satisfacer una sensibilidad distinta. Al igual que otras creaciones de sus inmortales arquitectos, el Observatorio pertenecía por completo a los sitha. Un mortal nunca se hallaría totalmente a gusto en él. Simón se levantó y comenzó a andar, inquieto. El débil eco de sus pisadas se perdía entre los aullidos del viento. Una de las cosas interesantes de aquella gran sala circular era, sin duda, que tenía el suelo de piedra, cosa que los sitha ya no parecían hacer. El joven dobló los dedos de los pies en el interior de las botas cuando, de pronto, recordó los templados y herbosos prados de Jao é-Tinukai'i. Allí había caminado descalzo, y siempre era verano. Al pensar en ello, Simón se abrazó el pecho para darse calor y consuelo. El suelo del Observatorio estaba compuesto de baldosas exquisitamente cortadas y ajustadas, mientras que la cilíndrica pared parecía de una sola pieza, quizás incluso de la misma materia que la propia Roca del Adiós. Simón reflexionó. Los demás edificios del lugar tampoco presentaban ninguna juntura visible. Si los sitha habían abierto las casas directamente en la roca, penetrando así en las profundidades de Sesuad'ra -toda la roca parecía surcada de túneles-, ¿cómo sabían cuándo tenían que interrumpir la perforación? ¿No temían que, si hacían un agujero de más, toda la roca se hundiera? Aquello resultaba tan mágico como otras cosas de los sitha que había oído o visto, y tan incomprensible para los mortales: saber en qué momento parar. Simón bostezó. ¡Qué noche tan larga, Jesuris Aedón! El chico miró las rodantes y palpitantes estrellas. "Quisiera trepar al cielo y ver la luna." El muchacho cruzó el liso suelo de piedra hacia una de las largas escaleras que subían en espiral alrededor de la circunferencia de las piezas, contando los pasos. Ya lo había hecho varias veces durante la larga noche. Cuando hubo dado cien pasos, se sentó. El diamantino brillo de cierta estrella, que en su anterior paseo había sido visible a medio camino de un hueco en la deteriorada cúpula, destacaba ahora junto al borde de la brecha. No tardaría en desaparecer detrás de la restante techumbre. Bien. Al menos había pasado algún tiempo. La noche era larga y las estrellas resultaban extrañas, pero el tiempo avanzaba, de todos modos. Inició la subida de la escalera que tenía enfrente, sin más dificultad que un ligero mareo que, sin duda, se solucionaría con un prolongado sueño. Llegó al rellano superior, un cincho de piedra apuntalado por pilares que, en su día, había circundado todo el edificio. Hacía mucho que estaba desmoronado en su mayor parte. Ahora llegaba sólo unas cuantas anas más allá de su unión con la escalera. La parte alta de la elevada pared exterior quedaba exactamente encima de la cabeza de Simón. Varios cuidadosos pasos lo condujeron por el rellano hasta un punto donde la brecha de la cúpula descendía hasta escasa distancia de él. El muchacho alzó el brazo en busca de buenos asideros para los dedos, y seguidamente se aupó. Pasó una de las piernas por encima del muro y la dejó colgando sobre la nada. No obstante hallarse envuelta en unos velos de nubes sacudidos por el viento, la luna brillaba lo suficiente para hacer resplandecer las pálidas ruinas como si fuesen de marfil. Simón había encontrado una buena posición. El Observatorio era el único edificio, dentro de la muralla exterior de Sesuad'ra, que tenía la misma altura que ésta, lo que confería a la construcción el aspecto de una obra vasta y baja. Al contrario de los otros lugares abandonados por los sitha, no había allí torres sobresalientes ni altas agujas. Era como si el espíritu de los constructores de Sesuad'ra hubiera sido reprimido, o como si la edificación se hubiese efectuado con algún fin utilitario, y no sólo para lucir su arte. No podía afirmarse que los restos careciesen de atractivo: la blanca piedra poseía una delicada luminosidad muy peculiar, y los edificios situados dentro de la muralla exterior estaban dispuestos de manera desordenada pero, al mismo tiempo, con una geometría supremamente lógica. Aunque la construcción había sido realizada a una escala mucho menor de lo que había visto Simón en Da'ai Chikiza y Enki-e-Sha'osaye, la propia modestia de sus dimensiones y la uniformidad de su estilo le daban una belleza sencilla, distinta de la de aquellas otras ciudades más importantes. Alrededor del Observatorio y también de las demás estructuras mayores, como la Casa de la Despedida y la Casa de las Aguas -nombre que les había puesto Geloë, si bien Simón ignoraba si tenían algo que ver con su propósito original-, serpenteaba un sistema de senderos y edificios menores, o sus restos, cuyas entrelazadas sinuosidades y espiras habían sido diseñadas de forma tan ingeniosa y, a la vez, tan natural como los pétalos de una flor. Gran parte de la zona estaba cubierta de enredados árboles, pero incluso éstos revelaban trazos de un orden rudimentario, dado que el verde espacio existente en medio de un círculo de oscura hierba mostraba dónde había comenzado la ancestral línea de setas. En el centro de lo que, obviamente, había sido un día un poblado de rara y sutil hermosura, se hallaba una meseta embaldosada de modo extraño. Ahora estaba prácticamente tapada por inoportuna hierba, pero incluso a la luz de la luna se adivinaba allí algo de sus intrincados y exuberantes dibujos. Geloë llamaba a esa placeta el Jardín de Fuego. Simón, que sólo se sentía familiarizado con el sistema de viviendas de los humanos, hubiera dicho que aquello era un mercado. Más allá del Jardín de Fuego, al otro lado de la Casa de la Despedida, se alzaba un inmóvil frente ondulado de pálidas formas cónicas: las tiendas de la compañía de Josua, ahora notablemente aumentada por los recién llegados que se habían agregado en las últimas semanas. La verdad es que quedaba bien poco espacio, incluso en la ancha cumbre de la Roca del Adiós. Muchos de los nuevos elementos del grupo se habían instalado en el laberinto de galerías existente debajo de la pétrea piel del peñasco. Simón contempló el parpadeo de los lejanos fuegos del campamento hasta que empezó a sentirse solo. La luna parecía muy lejana, y su cara resultaba fría e indiferente. No supo cuánto rato había estado con la mirada fija en una vacía negrura. Primero creyó haberse dormido y vivir un sueño, pero aquella rara sensación de hallarse suspendido encerraba una realidad: una realidad alarmante. Quiso moverse, pero sus miembros parecían carentes de nervios y apartados de él. Simón tuvo la impresión de que, de todo su cuerpo, sólo conservaba los ojos. Y era como si sus pensamientos brillasen con la misma intensidad de las estrellas vistas en el cielo..., cuando el cielo y las estrellas existían; cuando, aparte de la infinita negrura, había existido algo más. El terror lo invadió. "¡Que Jesuris me asista! ¿Habrá llegado el Rey de la Tormenta? ¿Todo será ya negro para siempre? ¡Devuélvenos la luz, Señor!" Como si el dios hubiese contestado a su rezo, en la inmensa oscuridad empezaron a encenderse varias lucecillas. No se trataba de estrellas, como Simón había supuesto primero, sino de antorchas, de unos diminutos puntos de luz que aumentaban de tamaño tan despacio como si viniesen de muy lejos. Luego, aquella especie de nube de luciérnagas se transformó en una corriente, y la corriente en una línea que avanzaba en lenta espiral. Era una procesión: incontables antorchas subiendo por la montaña, del mismo modo que Simón había llegado a la roca, procedente de Jao é-Tinukai'i. Ahora, el muchacho distinguió las encapuchadas figuras que formaban la columna: una silenciosa multitud que se aproximaba con ritual precisión. "¡Estoy en el Sendero de los Sueños! -pensó Simón de súbito-. Ya dijo Amerasu que yo me hallaba más cerca de él que otras personas!" Pero... ¿qué era lo que veía? La fila de portadores de antorchas alcanzó un lugar plano y se extendió en forma de centelleante abanico, de modo que las luces abrazaron ambos lados de la cumbre. Aquella gente había subido a Sesuad'ra, pero a una Sesuad'ra que, incluso a la luz de las antorchas, resultaba muy diferente de la que Simón conocía. Las ruinas que lo habían rodeado ya no eran tales. Cada pilar, cada pared se alzaban en perfecto estado. ¿Era eso el pasado, la Roca del Adiós tal como había sido antaño, o una extraña versión futura, la reconstrucción que tendría efecto algún día? ¿Quizá cuando el Rey de la Tormenta hubiese subyugado todo Osten Ard? La nutrida compañía avanzó hasta una explanada que Simón reconoció como el Jardín de Fuego. Allí, las encapuchadas figuras depositaron sus antorchas en unos huecos que había entre las baldosas, o bien encima de unos pedestales de piedra, de manera que de pronto floreció un verdadero jardín de fuego, un campo de fluctuantes y ondulantes luces. Acariciadas por el viento, las llamas danzaban, y las chispas parecían superar en número a las mismas estrellas. Inesperadamente, Simón se vio arrastrado por aquella muchedumbre, camino de la Casa de la Despedida. Podría decirse que cayó a través de la refulgente noche, atravesando rápidamente las paredes de piedra hasta llegar a la iluminada sala como si su cuerpo fuera inmaterial. No percibía más sonido que un continuo rumor en sus oídos. Vistas de cerca, las imágenes que tenía delante parecían cambiar y difuminarse en sus bordes, como si el mundo hubiera sufrido un ligero retorcimiento que le hiciese perder su forma natural. Simón intentó cerrar los ojos, desconcertado, pero comprobó que su yo soñante era incapaz de excluir esas visiones: tenía que limitarse a mirar, como un fantasma indefenso. Muchas figuras se hallaban de pie junto a la gran mesa. Unas esferas de frío fuego habían sido colocadas en hornacinas, en cada pared, y su resplandor azul, anaranjado y amarillo arrojaba largas sombras a través de las trabajadas paredes. Pero aún más impresionantes y profundas sombras proyectaba lo que había encima de la mesa: una construcción de esferas concéntricas, semejante al gran astrolabio que Simón había pulido con frecuencia para el doctor Morgenes. Pero, en vez de ser de cobre y roble, este ingenio estaba hecho en su totalidad de líneas de una luz que ardía sin llama, como si alguien hubiera pintado las caprichosas formas en el aire, con fuego líquido. Las figuras que se movían a su alrededor resultaban nebulosas, pero, aun así, Simón no dudó que eran sitha. Imposible confundir sus posturas, que recordaban las de los pájaros, y su suave gracia. Una mujer sitha, de túnica celeste, se inclinó hacia la mesa y, con gran habilidad, trazó con un dedo llameante sus propias adiciones al reluciente artilugio. Sus cabellos eran más negros que las sombras, más negros todavía que el cielo que cubría Sesuad'ra: una gran nube de oscuridad que enmarcaba la cabeza y los hombros. De momento, Simón pensó que podría ser una Amerasu rejuvenecida, pero, aunque mucho en ella le recordaba a la Primera Abuela, en otros aspectos era distinta. A su lado había un hombre de barba blanca y ondulante vestimenta gránate. De su frente sobresalían unas formas semejantes a pálidas antenas, y eso hizo sentir incómodo a Simón, porque ya había visto algo parecido en otros y más angustiosos sueños. El individuo barbudo le dijo algo a la mujer, que se volvió y añadió a sus dibujos un nuevo remolino de fuego. Aunque Simón no podía distinguir bien el rostro de la morena mujer, sí resultaba evidente la identidad de quien se encontraba frente a ella. Escondía su cara detrás de una máscara de plata, y llevaba el resto del cuerpo envuelto en ropas de un blanco de hielo. Como si quisiera dar una respuesta a la mujer de los cabellos negros, la reina de las nornas levantó el brazo y arrojó un cordón de mortecino fuego a través del ingenio, y a continuación volvió a agitar la mano para cubrir el globo más alejado con una red de luz escarlata, que humeaba delicadamente. Junto a ella, un hombre controlaba con tranquilidad cada uno de sus movimientos. Era alto, parecía de constitución fuerte y lucía una armadura completa, llena de pinchos y negra como la obsidiana. No llevaba máscara de plata ni de otro material, más, aun así, Simón apenas logró distinguir sus facciones. ¿Qué diantre hacían? ¿Acaso se trataba del Pacto de Separación, del que Simón ya había oído hablar? Porque, desde luego, allí en la Roca estaban reunidos sitha y nornas. Las borrosas figuras se pusieron a hablar con más animación. Entrelazadas y cruzadas líneas de llamas fueron lanzadas al aire, alrededor de las esferas, donde quedaron colgadas de la nada, brillantes como el paso casi invisible de una flecha encendida. Las palabras parecieron adquirir un tono más duro: muchos de los observadores que habían permanecido en las sombras avanzaron hacia la mesa gesticulando con más enojo del que Simón hubiese visto jamás en los inmortales conocidos, para rodear a los cuatro personajes principales. No obstante, el muchacho sólo pudo oír un sordo rugido como el del viento o de unas aguas embravecidas. Los globos de llamas situados en el centro de la disputa ardieron con nueva fuerza, ondeando como una hoguera lamida por el viento. Simón hubiera querido poder moverse para ver mejor lo que allí sucedía. ¿Presenciaba el pasado? ¿Habría brotado de la encantada piedra? ¿O era sólo un sueño, una imaginación producida por la larga noche en vela y, quizá, por los cantos escuchados en Jao é-Tinukai'i? Algo le decía, en su interior, que no eran ilusiones suyas. Todo se veía tan real, que le pareció poder alargar el brazo..., alargar el brazo... y tocarlo... El sonido empezó a reducirse. La luz de las antorchas y esferas palideció... Simón volvió a la realidad entre escalofríos. Se hallaba sentado en la desmoronadiza pared del Observatorio, peligrosamente cerca del borde. Los sitha ya no estaban. En el Jardín de Fuego no había antorchas, y en la cumbre de Sesuad'ra no se veían más seres vivientes que un par de centinelas acurrucados cerca del fuego, al lado de aquella ciudad formada por tiendas de campaña. Simón permaneció un rato más en lo alto de la pared, con la mirada fija en las lejanas llamas mientras intentaba comprender lo que había visto. ¿Tenía algún significado? ¿O era simplemente un resto sin importancia alguna, un nombre garrapateado en una pared por cualquier caminante y que seguía allí cuando hacía ya tiempo que la persona había dejado de existir? Simón descendió con cuidado del tejado del Observatorio y volvió a su manta. Le dolía la cabeza de tanto pensar en la misteriosa visión. A medida que transcurrían las horas le costaba más reflexionar sobre ello. Después de ceñirse más la capa -porque la túnica que llevaba debajo no abrigaba mucho-, bebió un largo trago de su odre. El agua, procedente de uno de los manantiales de Sesuad'ra, era dulce y buena, aunque sus dientes notaron el frío. Tomó otro sorbo, saboreando el gustillo a hierba y flores silvestres, y golpeó ligeramente con los dedos las baldosas del suelo. Sueños o no sueños, se suponía que debía reflexionar sobre lo que le había explicado Deornoth. Al principio de la noche lo había repetido todo tanto en su mente que, al fin, le parecía una tontería. Pero ahora, cuando de nuevo procuró concentrarse, encontró que la letanía enseñada con tanta paciencia por Deornoth no quedaría registrada en su memoria, porque las palabras se le escurrían como peces en un estanque poco profundo. Sus recuerdos vagaron en otras direcciones, y ante sus ojos pasaron todos los extraños sucesos que le habían tocado vivir desde su huida de Hayholt. ¡Qué temporada! ¡Y cuántas cosas había visto! Simón no creía poder considerarlo una aventura, porque eso sonaba más a una de esas cosas que acaban felizmente, y él dudaba que el final de su historia fuese satisfactorio. Había habido suficientes muertes para que la palabra "felizmente" sonara a una cruel burla, pero, aun así, se trataba de una experiencia que superaba en mucho los más audaces sueños de un pinche de cocina. Simón Cabezahueca había tropezado con criaturas de leyenda, participado en batallas e incluso matado a personas. Desde luego, todo eso había resultado mucho menos fácil de lo que él se imaginaba tiempo atrás, cuando ya se veía como un potencial capitán de los ejércitos del rey. La verdad era que todo había sido muy, muy desconcertante. Simón había sido perseguido por demonios, estaba considerado un enemigo de los brujos, había llegado a intimar con miembros de la nobleza -que no parecían mucho mejores ni peores que el personal de las cocinas y despensas- y, además había residido en la ciudad de los inmortales sitha, aunque como un huésped un poco reluctante. Aparte de la seguridad y de un lecho caliente, lo único que su enorme aventura parecía no querer ofrecerle eran muchachas bonitas. Había conocido a una princesa, sí, que por cierto ya le había gustado cuando la suponía una chica sencilla, pero hacía largo tiempo que no la veía, y sólo Aedón sabría dónde estaba. Desde entonces, de poca compañía femenina había disfrutado, como no fuera la de Aditu, hermana de Jiriki, pero esa joven quedaba bastante fuera del alcance del torpe entendimiento de Simón. Aditu era como un leopardo: fascinante pero, a la vez, aterradora. El muchacho ansiaba encontrar a alguien más semejante a él, pero más gentil, claro. Simón se frotó la descuidada barba y, después, se llevó una mano a la prominente nariz. La chica con que soñaba tenía que ser mucho más guapa que él. Pero lo cierto era que estaba harto de la soledad. Necesitaba hablar con alguien, con una persona que sintiera interés por él, que lo comprendiese como ni siquiera su buen amigo el gnomo Binabik podía hacerlo. Alguien que compartiese sus pensamientos... "Alguien que entienda lo del dragón", se dijo de súbito. Un escalofrío le recorrió la espalda, y no era precisamente el viento lo que se lo había producido. Una cosa era tener una visión de los antiguos sitha, por muy impresionante que fuese. Mucha gente tenía visiones. En la Plaza de la Batalla de la ciudad de Erchester, unos locos se gritaban unos a otros, a ver quién ganaba a los demás en fantasía, y Simón sospechó que, en Sesuad'ra, tales cosas debían de ser todavía más frecuentes. Pero él se había enfrentado a un dragón, que significaba mucho más de lo que cualquier otro pudiera decir. Se había visto delante de Igjarjuk, el dragón de hielo, sin echarse atrás. Había blandido su espada -mejor dicho, una espada, porque era más que presuntuoso llamar suya a Espina-, y el dragón había caído al momento. Realmente parecía maravilloso. Era algo que nadie más que Juan el Presbítero había conseguido, y a Juan se lo consideraba el más grande de los hombres, el Supremo Rey. "Desde luego, Juan mató a su dragón, pero yo no creo que Igjarjuk muriera. Cuanto más pienso en ello, más seguro estoy. No puedo imaginarme que su sangre me hiciera sentir de tal manera, si el dragón hubiese muerto. Y no me veo suficientemente fuerte para matarlo, ni siquiera con una espada como Espina." Lo extraño era que, pese a que Simón había contado exactamente a todo el mundo lo ocurrido en Urmsheim y lo que él opinaba de ello, entre quienes ahora habían convertido la Roca del Adiós en su hogar aún había algunos que lo llamaban "Matador de Dragones" y lo saludaban sonrientes a su paso. Y, aunque él había intentado que olvidaran ese nombre, la gente parecía tomar su reticencia por modestia. Incluso había oído cómo uno de los nuevos colonos procedentes de Gadrinsett explicaba la historia a sus hijos, en una versión que contenía una vivida descripción de la forma en que la cabeza del dragón se había desprendido del cuerpo, al recibir el tremendo golpe de Simón. No tardaría en llegar el día en que poco importara la verdad de lo sucedido. La gente que lo apreciaba -o, mejor dicho, disfrutaba con la historia- acabaría por afirmar que él había matado al gigantesco dragón de hielo con una sola mano. Por otro lado, quienes no le hacían caso asegurarían que todo era mentira. La idea de cómo algunos hacían correr falsas historias acerca de su vida enojaba mucho a Simón. Porque eso, según y cómo, degradaba todo el asunto. Su enojo iba dirigido, no tanto a quienes negaban la veracidad de la hazaña -ya que nunca podrían hacer olvidar aquel momento de imponente silencio y quietud en la cumbre de Urmsheim-, sino a los otros, los exageradores y simplificadores. Los que referían la aventura como una gesta de valentía no demasiado inquietante, de un imaginario Simón que simplemente atacaba a los dragones porque podía, o porque los dragones eran malos, manchaban con sus sucios dedos la parte más limpia de su alma. Encerraba el hecho algo mucho más profundo, algo que le había sido revelado a través de los ojos de la bestia, pálidos y carentes de toda emoción, en su propio y confuso heroísmo y en aquel momento de verse bañado por la negra sangre, por la sangre que le había mostrado el mundo..., el mundo... Simón se enderezó. Había vuelto a echar una cabezada. ¡Cielos, qué enemigo tan traidor era el sueño! No podía uno enfrentarse a él y luchar... No; el sueño aguardaba a que uno mirase en otra dirección, para presentarse de súbito. Pero él había dado su palabra y, ahora que iba a ser un hombre, su palabra tenía que ser un compromiso solemne. En consecuencia, permanecería despierto. Era ésta una noche especial. Los ejércitos del sueño lo forzaron a adoptar unas medidas drásticas cuando llegó la madrugada, pero no consiguieron derrotarlo. Cuando Jeremías entró en el Observatorio con una vela, todo su cuerpo tenso ante la importancia de su misión, fue para descubrir a Simón sentado con las piernas cruzadas en un charco de agua que se helaba rápidamente. Los mojados cabellos rojos le caían sobre los ojos, y el mechón blanco destacaba como un carámbano entre el resto de su pelo. El alargado rostro de Simón parecía iluminado por el triunfo. -Vertí sobre mi cabeza toda el agua del odre -dijo con orgullo, aunque los dientes le castañeteaban con tanta fuerza que Jeremías tuvo que pedirle que repitiera la frase-. ¡Que me eché agua sobre la cabeza! Para aguantar despierto. ¿Qué haces tú aquí? -Es la hora -contestó el otro-. Falta poco para el amanecer. Ha llegado el momento de que salgas de aquí. -¡Ah...! -exclamó Simón, al mismo tiempo que se ponía de pie con cierta inseguridad-. Permanecí despierto, Jeremías. No dormí en toda la noche. -Bien -aprobó Jeremías con una sonrisa moderada-. Esto está bien. Pero ahora ven. Strangyeard tiene un buen fuego. Simón, que estaba más débil y helado de lo que había esperado, rodeó con un brazo los delgados hombros del compañero, en busca de apoyo. Jeremías había enflaquecido tanto que a Simón le costaba recordar cómo era antes: un seboso aprendiz de cerero, de triple barbilla, siempre sudoroso y jadeante. Pero por la absorta expresión que de vez en cuando asomaba a sus ojos, ahora medio en la sombra, Jeremías tenía el aspecto de lo que en realidad era ahora: un apuesto y joven escudero. -¿Un fuego? -balbució Simón, que por fin había comprendido las palabras del amigo, aunque todavía estaba un poco mareado-. ¿Un buen fuego, dices? ¿Y también hay comida? -Una gran fogata -afirmó Jeremías en tono solemne-. Es algo que aprendí... allá abajo en la herrería. ¡Cómo encender un buen fuego! El muchacho meneó la cabeza despacio, perdido en sus recuerdos, y luego alzó la vista, de cara a Simón. Una leve sombra pareció aletear detrás de su mirada, como una liebre perseguida en las praderas, antes de que la cautelosa sonrisa volviera a su rostro. -Respecto de la comida, pues... no la hay. De momento, todavía no, y tú lo sabes. Pero no te preocupes, tragón. Probablemente, al anochecer conseguirás un trozo de pan o algo por el estilo -agregó Jeremías. -¡Canalla! -exclamó Simón, riendo, y expresamente se apoyó de modo tan pesado en el escudero, que éste se tambaleó. Sólo después de muchos reniegos y mutuos insultos consiguieron mantener el equilibrio para no caer contra las gélidas losas. Juntos salieron al fin por la puerta del Observatorio al pálido resplandor violáceo del alba. La luz procedente del este empezaba a extenderse sobre toda la cumbre de la Roca del Adiós, pero no se oía el canto de un solo pájaro. Jeremías había cumplido su palabra. La fogata que ardía en la cámara del padre Strangyeard, cuyo techo era de lona, proporcionaba un calor maravilloso, que era justamente lo que Simón necesitaba, dado que se había quitado la ropa y estaba metido en una tina de madera. Cuando el chico paseó la mirada por las paredes de blanca piedra, decoradas con enredaderas y diminutas flores grabadas, la luz del fuego onduló la trabajada superficie de forma que todo pareció moverse bajo unas poco profundas aguas rosa y anaranjadas. El padre Strangyeard alzó un nuevo cazo de agua y bañó la cabeza y los hombros de Simón. Al contrario que la ducha que se había impuesto a sí mismo antes, esta agua había sido calentada, y, cuando resbaló por su helada piel, Simón tuvo la sensación de que parecía más sangre que agua. -"Que..., que esta agua arrastre consigo el pecado y la duda..." Strangyeard hizo una pausa para palparse el parche que cubría uno de sus ojos, entrecerrado y lleno de arrugas el otro, mientras se esforzaba en recordar el siguiente pasaje de la oración. A Simón le constaba que era nerviosismo y no falta de memoria, ya que el sacerdote había pasado la mayor parte del día anterior leyendo y releyendo la breve ceremonia. -"Haz..., haz que el hombre así lavado y confesado no tema estar delante de Mí, de modo que Yo pueda mirar el espejo de su alma y ver reflejados en él la honestidad de su ser, la sinceridad de su juramento..., la sinceridad de..., de su juramento..." ¡Oh...! El sacerdote volvió a entrecerrar su ojo sano, desesperado. Simón dejó que el calor del fuego le azotase el cuerpo. Se sentía como si no tuviera huesos, atontado, pero tampoco era una impresión desagradable. Había temido estar intranquilo e incluso aterrorizado, pero la noche en vela había consumido sus miedos. Strangyeard se pasó una mano, distraído, por los pocos mechones de pelo que le quedaban, recordó por fin el resto de la ceremonia y la terminó a toda prisa, como si temiera que la memoria le fallase de nuevo. Una vez finalizado el rito, el sacerdote ayudó a Jeremías a secar a Simón con suaves telas, y después le devolvió su túnica blanca, esta vez con un grueso cinturón de cuero. Cuando Simón se calzaba las zapatillas, una pequeña figura apareció en la puerta. -¿Está a punto? -preguntó Binabik. El gnomo hablaba con gran calma y seriedad; como siempre, lleno de respeto hacia los ritos de cualquiera. Simón lo miró y experimentó de súbito un enorme cariño hacia el hombrecillo. Era un verdadero amigo, el que había estado a su lado en todas las adversidades. -Sí, Binabik. Estoy a punto. El gnomo lo condujo al exterior, seguidos ambos por Strangyeard y Jeremías. El cielo era más gris que azul y aparecía salpicado de jirones de nubes. Toda la procesión se adaptó al paso distraído de Simón al avanzar bajo la luz matutina. El sendero hacia la tienda de Josua estaba bordeado de espectadores, quizá diez veintenas en total. En su mayoría eran thrithingos del clan de Hotvig y nuevos colonos llegados de Gadrinsett. Simón reconoció algunos rostros, pero sabía que los más familiares lo aguardaban junto a Josua. Varios niños lo saludaron agitando la mano. Sus padres les dieron sendos zarandeos, riñéndolos en voz baja por temer que la espontaneidad de los pequeños alterase la solemnidad del acontecimiento, pero Simón sonrió y les devolvió el saludo. El frío aire de la mañana era un alivio para su cara. De nuevo experimentaba un cierto mareo, de manera que tuvo que contener el impulso de soltar una carcajada. ¿Quién habría imaginado que iba a suceder algo semejante? Simón miró a Jeremías, pero el rostro del muchacho era impenetrable. El joven escudero caminaba con la mirada baja, ya fuese por estar meditabundo o por timidez. Alcanzado el espacio abierto que había delante de la tienda de Josua, Jeremías y Strangyeard retrocedieron un poco hasta situarse con los demás en un desigual semicírculo. Sludig, que llevaba recién recortada y trenzada la rubia barba, le sonrió a Simón como un orgulloso padre. El moreno Deornoth estaba a su lado, vestido con sus mejores galas de caballero y acompañado por el arpista Sangfugol y, asimismo, por Isorn, hijo del duque. Tampoco podía faltar el viejo Towser, envuelto en una pesada capa, que parecía murmurarle calladas quejas al joven rimmerio. Más cerca de la entrada de la tienda permanecía la duquesa Gutrun y la joven Leleth. Junto a ellas, Simón vio a Geloë. La postura adoptada por Geloë, la mujer de la selva, era la de un viejo soldado obligado a someterse a una innecesaria revista, pero, cuando sus amarillos ojos se cruzaron con los de Simón, hizo un breve gesto afirmativo, como si reconociese que la tarea había sido cumplida. En el otro extremo del semicírculo destacaba Hotvig y sus compañeros guardias, con sus lanzas como un bosquecillo de delgados árboles. La blanca luz de la mañana se filtraba a través de las espesas nubes, haciendo relucir débilmente los brazaletes y las puntas de las lanzas de esos hombres. Simón procuró no pensar en otros, como Haestan y Morgenes, que ya no podían hallarse presentes... Enmarcada en la abertura que formaban esos dos grupos se veía una tienda a listas grises, rojas y blancas. Delante se encontraba el príncipe Josua, con la envainada espada Naidel colgada del cinto y una fina corona de plata ciñéndole la frente. Lo acompañaba Vorzheva, suelta la oscura y abundante melena, que le caía exuberante sobre los hombros y se movía agitada por el viento. -¿Quién se presenta ante mí? -preguntó Josua con voz lenta y mesurada, y, como si deseara desmentir la severidad de su tono, dirigió a Simón un asomo de sonrisa. Binabik pronunció las palabras cuidadosamente. -Uno que quisiera ser armado caballero, príncipe, siervo vuestro y de Dios. Es Seomán, hijo de Eahlferend y Susanna. -¿Quién habla en su favor y jura que eso es cierto? -Soy Binbiniqegabenik, de Yiqanuc, y juro que lo dicho es cierto -declaró Binabik con una reverencia. Su cortés gesto produjo una oleada de regocijo entre la muchedumbre. -¿Y mantuvo su vigilia, y se confesó? -¡Sí! -se apresuró a intervenir Strangyeard en un tono agudo-. ¡Lo hizo, sí! Josua contuvo una nueva sonrisa. -En tal caso, dejad que Seomán se adelante. Cuando Binabik apoyó brevemente su pequeña mano en el brazo de Simón, éste dio unos pasos en dirección al príncipe y, luego, hincó una rodilla en la espesa y ondeante hierba. Un escalofrío le recorrió la espalda. Josua aguardó un momento antes de hablar. -Me prestasteis grandes servicios, Seomán. En una época de graves peligros arriesgasteis la vida por mi causa y volvisteis con un extraordinario premio. Ahora, ante los ojos de Dios y de vuestros compañeros, me dispongo a alzaros y concederos un título y honores superiores a los que reciben otros hombres, pero a la vez deposito en vuestros hombros una carga superior a la que esos otros hombres tienen que soportar. ¿Juráis aceptarlo todo? Simón tomó aire, para que su voz sonara segura, pero también con el fin de recordar las palabras que Deornoth tanto le había inculcado. -"Quiero servir a Jesuris Aedón y a mi señor. Levantaré a los caídos y defenderé a los inocentes. Nunca apartaré mis ojos del deber. Prometo defender de los enemigos morales y materiales los dominios de mi príncipe. Juro esto por mi nombre y honor, con Elysia, la santa madre de Aedón, como testigo." Josua se acercó a él y apoyó la mano sana en la cabeza de Simón. -Os nombro mi hombre, pues, y os impongo los deberes de la caballería, Seomán -declaró, y seguidamente llamó al escudero. Jeremías dio unos pasos adelante. -Aquí me tenéis, príncipe Josua -dijo con voz temblorosa. -Trae su espada. Después de una breve confusión -la empuñadura del arma se había enganchado en la manga del padre Strangyeard-, Jeremías fue hasta ellos con la espada en su labrada vaina. Era una hoja erkyna bien pulida, pero vulgar por lo demás. A Simón le disgustó, por espacio de unos instantes, que esa espada no fuese Espina, pero enseguida se riñó a sí mismo por tamaña presunción. ¿Nunca iba a darse por satisfecho? Además... ¡qué bochorno, si Espina no se sometía a los ritos y demostraba ser pesada como una piedra de molino! En tal caso, él habría hecho el ridículo. De repente, la mano que Josua había posado en su cabeza le pareció tan plúmbea como la famosa espada negra. Simón bajó la vista para que nadie se fijara en su sonrojo. Cuando Jeremías le hubo ceñido la espada a Simón, el nuevo caballero desenvainó la hoja, besó su empuñadura e hizo la señal del Árbol antes de depositar el arma en el suelo, delante de los pies de Josua. -¡A vuestro servicio, señor! El príncipe retiró la mano, sacó a Naidel de su vaina y tocó con ella los hombros de Simón. Primero el derecho, después el izquierdo y, finalmente, de nuevo el derecho. -Ante los ojos de Dios y de vuestros compañeros, ¡levantaos, sir Seomán! Simón se alzó tambaleante. Ya estaba. Era todo un caballero. Su mente parecía tan nublada como el amenazador cielo. Al cabo de un largo y silencioso minuto, estallaron los vítores. Horas después de la ceremonia, Simón despertó sobresaltado de una pesadilla de asfixiante oscuridad para encontrarse medio estrangulado por un nudo de mantas. Un débil sol invernal iluminaba la rayada tienda de Josua, y unas tiras de luz roja surcaban, como si fuesen pintadas, el brazo de Simón. El joven se cercioró de que realmente era de día. Había dormido, pues, y todo no había sido más que un horrible sueño... Se incorporó gruñendo para deshacerse de todo aquel lío de ropa de cama. Las paredes de lona de la tienda palpitaban bajo el azote del viento. ¿Habría gritado? Esperaba que no fuese así. Resultaría humillante despertar entre voces la misma tarde de haber sido investido caballero en premio a su valor. -Simón... -dijo alguien, y una pequeña sombra apareció en la pared más próxima a la puerta-. ¿Estás despierto? -Sí, Binabik -contestó Simón, y alargó la mano para coger su camisa al mismo tiempo que el hombrecillo se agachaba para entrar. -¿Descansaste bien? No es fácil permanecer despierto la noche entera y, a veces, luego cuesta conciliar el sueño. -Dormí -respondió Simón con un encogimiento de hombros-, pero tuve un sueño extraño. El gnomo arqueó una ceja. -¿Lo recuerdas? Simón trató de hacer memoria. -No del todo. Se me ha ido de la cabeza. Era algo relativo a un rey, y creo que vi flores mustias... Olía a tierra... Simón meneó la cabeza. Había olvidado el resto. -No importa. Binabik recorrió la tienda del príncipe en busca de la capa del amigo. Cuando por fin la halló, se la arrojó al recién armado caballero, que en aquel momento se ponía los pantalones. -Con frecuencia, tus sueños te trastornan -agregó-, y raramente te sirven para aumentar tus conocimientos. Lo mejor será que no te esfuerces en recordarlos. Simón se sintió un poco desairado. -¿Conocimientos? ¿Qué quieres decir? Amerasu afirmó que mis sueños significaban algo. ¡También tú y Geloë lo creíais! Binabik suspiró. -Sólo quise decir que no tenemos mucha suerte en su interpretación. En consecuencia, me parece mejor que, al menos por el momento, no te inquietes por eso. ¡Debieras disfrutar tu gran día! La seriedad del gnomo fue suficiente para que Simón se avergonzara de su pasajero mal humor. -¡Tienes razón, Binabik! -declaró a la par que se ceñía el talabarte, cuyo desacostumbrado peso era una novedad más en aquel día de milagros-. Hoy no quiero pensar en nada..., ¡en nada malo! Binabik le dio una cordial palmada. -¡Ahora habla mi compañero de tantas aventuras! Salgamos. Aparte de cederte su tienda para que durmieses cómodo, Josua se ha encargado de que te aguarde una buena comida y, además, goces de otros placeres. Simón y sus compañeros penetraron con los últimos rezagados por la raída puerta de la Casa de la Despedida, en cuyo interior esparcían su cálida luz las antorchas. La vasta pieza estaba llena de gente sentada sobre capas y mantas extendidas en el suelo, del que habían sido eliminados los siglos de musgo y hierba. Por doquier ardían pequeños fuegos destinados a la preparación de comidas. En aquellos días no abundaban las excusas para celebrar algo, y los exiliados de muchos lugares y países que ahora se encontraban allí parecían decididos a pasarlo bien. Simón fue invitado a detenerse ante diversos fuegos para compartir una bebida de felicitación, de modo que tardó bastante rato hasta llegar por fin a la mesa principal, una maciza losa de piedra decorada que formaba parte de la primitiva sala sitha y donde lo esperaban el príncipe y el resto de su compañía. -¡Bienvenido, sir Seomán! -exclamó Josua, conduciendo a Simón al asiento que quedaba a su izquierda-. Nuestros colonos de Nueva Gadrinsett no han ahorrado esfuerzos para hacer de este acontecimiento una gran fiesta. Hay conejo y perdiz, y creo que también pollo, además de ricas truchas plateadas del Stefflod. Comed a gusto, muchacho -agregó en voz más queda, inclinado hacia el joven caballero. A pesar de las semanas de paz disfrutadas últimamente, Simón encontró que el príncipe parecía demacrado-. Pronto empeorará el tiempo y, como los osos, tendremos que vivir de la grasa almacenada. -¿Nueva Gadrinsett? -preguntó Simón. -En Sesuad'ra sólo estamos de visita -intervino Geloë-. El príncipe tiene razón al considerar que sería presuntuoso dar a nuestro poblado el nombre de tan sagrado lugar. -Y dado que Gadrinsett es el punto de origen de muchos de nuestros residentes, y el nombre es adecuado, ya que en lengua erkyna significa "lugar de reunión", así he bautizado nuestra pequeña ciudad de tiendas -declaró Josua, alzando su copa de metal batido-. ¡Nueva Gadrinsett! Todo el mundo se unió a su brindis. Los escasos recursos que ofrecían los valles y las selvas habían sido bien aprovechados. Simón comió con un entusiasmo que rayaba en el frenesí. Había estado en ayunas desde el anterior mediodía, y durante gran parte de la noche en vela se había distraído pensando instintivamente en manjares. Al final, el agotamiento le había hecho olvidar el hambre, que ahora volvía con gran intensidad. Jeremías permanecía detrás de él y se encargaba de llenar nuevamente la copa de vino aguado cada vez que Simón la vaciaba. Al recién armado caballero no le hacía demasiada gracia que su antiguo compañero de Hayholt le sirviera, pero Jeremías insistía en ello. Al llegar a Sesuad'ra el otrora aprendiz de cerero, atraído por los rumores de que Josua estaba formando un creciente ejército con los desafectos, Simón se había sorprendido. No sólo por el cambiado aspecto que presentaba Jeremías, sino por la inverosimilitud de un nuevo encuentro entre ellos, sobre todo en tan extraño sitio. Pero, si la sorpresa de Simón fue grande, todavía se asombró más al descubrir que el amigo seguía con vida y, principalmente, al conocer las aventuras corridas por él. Para Jeremías, la supervivencia de Simón parecía ser un verdadero milagro, y por ello se había puesto a su servicio como si ingresara en una orden religiosa. Dada la firme determinación del chico, Simón acabó por ceder, aunque no sin considerable turbación. La desinteresada devoción de su nuevo escudero le producía cierta incomodidad, y se sentía mucho más feliz cuando, en algún momento, asomaba una pizca de su antigua y burlona amistad. Aunque Jeremías pedía una y otra vez a Simón que le contara todo cuanto le había ocurrido, el aprendiz de cerero mostraba una reticencia a hablar mucho de sus propias experiencias. Únicamente explicaba que lo habían obligado a trabajar en la herrería situada debajo del castillo, y que Inch, anterior ayudante de Morgenes, era un patrón muy cruel. Simón se imaginaba mucho de lo que Jeremías no quería decir, y en silencio lo ponía en la cuenta que le debía a aquel gigantón tan lento de palabras. Al fin y al cabo, él era ahora un caballero, y... ¿acaso no figuraba eso entre los deberes de los caballeros? ¿Administrar justicia...? -Miráis al vacío, Simón -dijo lady Vorzheva, sacándolo de sus pensamientos. A la esposa de Josua ya empezaba a notársele el embarazo. No obstante, conservaba algo de su aire salvaje, como un caballo o un pájaro que tolerase el contacto con los humanos, pero que nunca se dejaría domar del todo. Simón recordó la primera vez que la había visto cruzar el patio de Naglimund, preguntándose ya entonces cómo una mujer tan encantadora podía parecer tan terriblemente desgraciada. Ahora se la notaba más contenta, si bien aún quedaba en ella una relativa dureza. -Lo siento, señora. Pensaba en..., en los tiempos pasados, supongo -respondió él con un súbito sonrojo, porque... ¿qué conversación podía uno mantener sentado a la mesa con la esposa de un príncipe?-. Es un mundo extraño -añadió. Vorzheva sonrió divertida. -En efecto, lo es. Extraño y preocupante. Josua se alzó y golpeó la mesa con su copa hasta que el abarrotado espacio quedó en silencio. Cuando la muchedumbre de sucias caras miró al príncipe y a quienes lo rodeaban, Simón tuvo una súbita y sorprendente revelación. Toda aquella gente de Gadrinsett, que contemplaba boquiabierta a Josua, ¡era él...! Eran todos iguales que él en otros tiempos. Siempre le había tocado quedarse fuera y admirar desde lejos a las personas importantes. Ahora, en cambio, cosa maravillosa e increíble, él figuraba entre la gente de categoría y era un caballero sentado a la larga mesa del príncipe, con lo que otros lo miraban envidiosos. Sin embargo, era el mismo Simón de antes. ¿Qué significaba eso? -Nos hemos reunido por diversas razones -anunció Josua-. La primera y más importante es la de dar gracias a nuestro Dios por estar vivos y a salvo en este lugar de refugio, rodeado de agua y protegido de nuestros enemigos. Además estamos aquí para celebrar la vigilia del día de San Grenis, que es una festividad a respetar con el ayuno y la oración silenciosa, ¡pero que también debe ser festejada la víspera, con buenos manjares y vino! Dicho esto, Josua levantó su copa para corresponder a las aclamaciones de la multitud. Cuando el vocerío se hubo apagado, el príncipe sonrió y continuó: -Celebramos asimismo el título de caballero conseguido por el joven Simón, ahora sir Seomán. Otro coro de vítores. Simón se ruborizó. -Todos presenciasteis cómo era armado caballero. Lo visteis tomar la espada y pronunciar el juramento. Lo que aún no habéis visto, es... ¡su divisa! Se produjo un intenso murmullo cuando Gutrun y Vorzheva se inclinaron para sacar de debajo de la mesa un rollo de tela que, precisamente, había estado junto a los pies de Simón. Isorn se adelantó para ayudarlas, y entre los tres lo alzaron para extenderlo. -¡He aquí el emblema de sir Seomán de Nueva Gadrinsett! -declaró el príncipe. Sobre un campo de listas diagonales grises y rojas -los colores de Josua- destacaba la silueta de una espada negra. Enroscado a ella como una enredadera, aparecía un sinuoso dragón blanco cuyos ojos, dientes y escamas habían sido meticulosamente bordados en hilo escarlata. La muchedumbre gritó entusiasmada. -¡Viva el matador de dragones! -aulló un hombre, y otros lo imitaron. Simón bajó la cabeza, sonrojado de nuevo, y rápidamente vació su copa de vino. Jeremías volvió a llenarla con orgullosa sonrisa. Simón se bebió también ésta. Todo resultaba glorioso, pero... en lo más profundo de su corazón sentía que faltaba algo muy importante. No el dragón, aunque él no lo había matado, en realidad. Ni Espina, que desde luego no era su espada y ni siquiera tendría utilidad para Josua. Algo no era perfecto... "¡Por el Árbol! -pensó Simón, disgustado consigo mismo-. ¿Es que no vas a dejar de quejarte nunca, cabezahueca?" Josua hizo sonar de nuevo su copa. -¡Pero esto no es todo! -anunció-. ¡No es todo! El príncipe parecía disfrutar mucho con aquel acto. "Tiene que ser agradable para él presidir, por una vez, acontecimientos felices." -¡Hay más! -exclamó Josua-. Otro regalo, Simón. A un gesto suyo, Deornoth se apartó de la mesa para dirigirse al fondo de la estancia. El zumbido de las conversaciones volvió a aumentar. Simón tomó otro trago de vino aguado y expresó su agradecimiento a Vorzheva y Gutrun por los bordados hechos en su emblema, ensalzando la calidad de la preciosa labor hasta que ambas mujeres se echaron a reír. Seguidamente, cuando varias personas situadas al fondo del gentío prorrumpieron en gritos y aplausos, Simón levantó la vista y descubrió que Deornoth regresaba con un caballo de color zaino. Simón quedó boquiabierto. -¿Es...? -balbució, dio un salto, se golpeó la rodilla contra la mesa y cruzó a toda prisa el abarrotado suelo-. ¡Hogareña! - chilló, a la vez que se abrazaba al cuello de la yegua que, menos emocionada que él, le rozó suavemente el hombro con la nariz- Pero... ¿no dijo Binabik que Hogareña se había extraviado? -Y así era -contestó Deornoth, sonriente-. Cuando Binabik y Sludig fueron atrapados por los gigantes, tuvieron que soltar a los caballos. Uno de nuestros grupos de exploradores encontró luego a tu yegua cerca de las ruinas de la ciudad sitha, al otro lado del valle. Es posible que Hogareña sintiera la presencia de los sitha que continuaban allí, y se creyera segura, dado que, según tú dices, pasó algún tiempo entre ellos. A Simón le dio rabia verse llorando. Había tenido la certeza de que la yegua era una más en la lista de amigos y conocidos perdidos aquel terrible año. Deornoth aguardó a que se hubiese enjuagado los ojos y dijo: -La devuelvo a su sitio, junto a los demás caballos, Simón. Comía cuando me la llevé de allí. Podrás verla por la mañana. -Gracias, Deornoth, ¡muchas gracias! -musitó el joven, antes de retornar a la mesa con paso inseguro. Una vez sentado y aceptadas las congratulaciones de Binabik, Sangfugol se puso de pie al pedírselo el príncipe. -Como ha dicho el príncipe Josua, celebramos el ascenso a caballero de Simón -refrendó el arpista, con una reverencia de cara a la mesa de los personajes-. Pero él no estuvo solo en su camino, ni en su valentía y sus sacrificios. Sabéis que el príncipe ha nombrado protectores del reino de Erkynlandia a Binabik de Yiqanuc y a Sludig de Elvritshalla. Pero no termina aquí todo. De los seis valientes que partieron, sólo tres lograron regresar... Y yo he compuesto esta canción, confiando en que en los tiempos venideros ninguno de ellos sea olvidado. A un gesto afirmativo de Josua, arrancó una delicada sucesión de notas al arpa que uno de los nuevos colonos había construido para él, y empezó a cantar. En el más remoto norte, donde soplan vientos tempestuosos y los dientes del invierno están llenos de escarcha, de las profundas y eternas nieves surge una montaña, la fría Urmsheim. A la llamada del príncipe, seis hombres partieron a caballo de la amenazada Erkynlandia. Sludig, Grimmric, el gnomo Binabik, Ethelbearn, Simón y el bravo Haestan. Buscaron éstos la poderosa espada de Camaris, la negra Espina de la antigua Nabban, astilla de una estrella caída del cielo para salvar la torturada tierra del príncipe... Mientras Sangfugol tocaba y cantaba, no hubo murmullos, y el silencio cayó sobre los allí reunidos. El propio Josua escuchaba con suma atención, como si la balada pudiese convertir en verdadero el triunfo. Las antorchas oscilaban. Simón bebió más vino. Era ya muy tarde. Sólo un par de músicos tocaban todavía (Sangfugol había cambiado su arpa por un laúd, y Binabik había sacado su flauta a última hora), y el baile degeneraba ya más o menos en tambaleos y risotadas. Simón había bebido gran cantidad de vino y bailado con dos muchachas de Gadrinsett, una muy regordeta y la otra, su amiga, sumamente delgada. Las chicas no habían dejado de susurrar entre ellas, impresionadas por su incipiente barba y por los honores de que Simón era objeto, riéndose de manera tonta cada vez que él intentaba entablar conversación. Por último, perplejo y más que un poco irritado, les dio las buenas noches con un besamanos, como correspondía a un caballero, pero eso produjo en las jóvenes nuevos ataques de nerviosa risa. Simón se dijo que eran sólo dos chiquillas. [...] |