CONTENIDO LITERAL

("La roca del adiós" (fragmento), novela de Tad Williams)



1

Prólogo


El viento barría las almenadas murallas aullando como mil almas condenadas que pidieran misericordia. Pese al intenso frío que le sorbía el aire de los pulmones, antes tan resistentes, y le arrancaba la piel de la cara y de las manos, el hermano Hengfisk encontraba cierto placer en aquel sonido.
"Sí, así es como llorarán todos los pecadores que se burlaron del mensaje de la Madre Iglesia, incluidos, por desgracia, los menos rigurosos entre los hermanos de san Hoderund. ¡Cómo se desesperarán ante la justa ira de Dios, suplicando compasión cuando ya sea tarde, demasiado tarde...!"
De pronto se golpeó la rodilla con una piedra desprendida de una pared y se dejó caer sobre la nieve con un grito de dolor. El monje permaneció gimiendo unos instantes, pero la mordedura de las lágrimas que se helaban en sus mejillas lo obligó a ponerse nuevamente en pie. Y siguió adelante, cojeando.
La calle principal, que ascendía a través de la ciudad de Naglimund en dirección al castillo, estaba cubierta por la nieve que traía el vendaval. Las casas y las tiendas de ambos lados casi desaparecían bajo una asfixiante capa blanca, pero incluso aquellos edificios todavía no cubiertos estaban tan vacíos como los esqueletos de animales muertos tiempo atrás. En la calle no había nada más que Hengfisk y la nieve.
Cuando el viento cambió de dirección, el silbido producido en la crestería del castillo, allí en lo alto de la colina, aumentó rápidamente de volumen. El monje miró de soslayo las murallas con sus ojos saltones, y luego bajó la cabeza. Se abría paso con trabajo a través de la gris tarde, y el crujido de sus pisadas era un casi silencioso toque de tambor que acompañaba al canto del viento.
"No es de extrañar que la gente de la ciudad haya buscado refugio en la fortaleza", pensó tiritando.
A su alrededor todo eran negras bocas de idiota, debajo de los tejados, y paredes hundidas bajo el peso de la nieve. Dentro del castillo, en cambio, protegidos por la piedra y el robusto maderaje, los habitantes de la villa estarían a salvo. Habría fuegos encendidos, y los enrojecidos y joviales rostros -rostros de pecador, como recordó Hengfisk con desdén: malditos y atolondrados rostros de pecador-se reunirían para mirarlo, asombrados de que hubiese caminado tanto trecho en medio de la espantosa tempestad.
Era el mes de junen, ¿no? ¿Se habría deteriorado tanto su memoria, que ya no recordaba en qué mes estaban?
Pero, desde luego, era junen. Dos lunas llenas atrás había sido primavera, un poco fría quizá, pero eso no significaba nada para un rimmerio como Hengfisk, criado en el crudo clima del norte. No, lo extraño era que en pleno junen, el primer mes de verano, hiciese un frío tan horrible y todo estuviera lleno de nieve y hielo.
¿No se había negado el hermano Langrian a abandonar la abadía, después de todo cuanto él había hecho para devolverle la salud? "Hace un tiempo de perros, hermano -había dicho Langrian-. ¡Parece una maldición de Dios sobre la creación entera! ¡Es el día de pesar nuestras acciones!"
Bueno..., si Langrian prefería permanecer en las incendiadas ruinas de la abadía de San Hoderund, alimentándose de bayas y otros frutos del bosque (¿y qué encontraría, con un frío tan impropio de !a estación?), ¡allá él! El hermano Hengfisk no era tonto. Naglimund era el lugar adecuado para ir. El viejo obispo Anodis le daría la bienvenida, y además admiraría su agudeza por todo lo visto, así como lo que Hengfisk contara sobre lo sucedido en la abadía y también referente al temporal. Los de Naglimund se alegrarían de verlo, se encargarían de que comiese, le harían preguntas, lo dejarían sentarse junto al fuego...
"Tienen que estar enterados del mal tiempo que hace, ¿no?", pensó Hengfisk un poco atontado, mientras se ceñía más el manto crujiente de hielo. Se hallaba ya en la sombra proyectada por el muro. El blanco mundo que le había tocado atravesar durante tantos días y semanas parecía haber llegado a su término, como un precipicio que desapareciera en una pétrea nada. "Sí, tienen que estar enterados de la enorme cantidad de nieve, y de todo eso. No fue otro el motivo de que abandonaran la ciudad en busca de refugio. Y es este infame y endemoniado tiempo lo que aleja a los centinelas de sus puestos... ¿No es así?"
El monje se detuvo a contemplar con extraordinario interés el montón de escombros cubiertos de blanco que otrora había sido la gran puerta de Naglimund. Los grandes pilares y macizos sillares parecían negros como el carbón, en contraste con la nieve acumulada encima. Aun así, el agujero abierto en la torcida pared era suficiente para acoger a veinte Hengfisk, unos junto a otros, hombro con hombro, todos ellos huesudos y temblorosos.
"¡Hay que ver cómo se descuidaron! Pero... ¡de que manera chillarán y chillarán cuando llegue el momento de su juicio, y sin ninguna posibilidad ya de enmendarse...! Todo está abandonado: la puerta, la ciudad, y hasta el tiempo."
Alguien debía ser castigado por semejante negligencia. Sin duda, el obispo Anodis estaba sumamente ocupado intentando mantener sujeto a semejante rebaño. Él, Hengfisk, ayudaría con mucho gusto al buen anciano a dominar a tanto haragán. Pero primero necesitaba sentarse al lado del fuego y comer algo caliente. Luego ya vendría un poco de disciplina monacal, y pronto se arreglaría todo...
Hengfisk pasó con cuidado por entre los astillados postes y las piedras ocultas bajo la blanca capa.
La cosa era que, como el monje se dio cuenta poco a poco, todo aquello encerraba cierta belleza. Al otro lado de la puerta no había nada que no estuviese cubierto por una delicada tracería de hielo, semejante a un encaje de telarañas. El sol del crepúsculo embellecía con sus arroyuelos de oro las escarchadas torres y los muros y patios rebozados de hielo.
En el recinto de la fortaleza, el aullido del viento era un poco menos intenso. Hengfisk permaneció parado durante un raro, asombrado ante la inesperada quietud. Cuando el ya débil sol se hundió detrás de las murallas, el hielo se oscureció. Profundas sombras de color violeta surgieron de los rincones del patio en que el monje se hallaba, y se extendieron lateralmente a través de las fachadas de las ruinosas torres. Ahora, el viento recordaba los bufidos de un felino, y Hengfisk, el de los ojos saltones, bajó la cabeza a guisa de cansado y entumecido saludo.
Desierto. Naglimund estaba vacío; ni una sola alma se había quedado en el castillo para dar la bienvenida a un caminante rendido a causa del temporal. Hengfisk había hecho leguas y más leguas por aquel inmenso erial blanco para encontrarse con que el lugar al que había acudido estaba tan mudo y muerto como una piedra.
"Pero -se preguntó de pronto-, si el castillo está vacío..., ¿qué significan esas luces azules que parpadean en las ventanas de las torres?"
¿Y qué eran aquellas figuras que se le aproximaban por el desordenado patio, moviéndose sobre las heladas piedras con la gracia de flores de cardo empujadas por el aire?
El corazón le latía con violencia. Primero, al ver sus hermosos y fríos rostros, así como sus pálidos cabellos, Hengfisk creyó que eran ángeles. Pero luego, cuando descubrió el cruel brillo de sus ojos negros y, sobre todo, la sonrisa de aquellos seres, dio media vuelta, tambaleante, y quiso echar a correr.

Las nornas le dieron alcance sin dificultad y lo arrastraron consigo hacia las profundidades del solitario castillo, debajo de las sombrías torres, cubiertas de hielo, y de aquellas luces que parpadeaban incesantemente. Y cuando las nuevas dueñas de Naglimund le hablaron en un susurro con sus misteriosas y musicales voces, los gritos del monje dominaron incluso los aullidos de! viento.



Primera parte
El ojo del huracán




1 La música de las alturas

Hasta en la caverna, donde el crepitante fuego enviaba grises dedos de humo al agujero del pétreo techo y la rojiza luz jugueteaba con las retorcidas serpientes y los cuadrúpedos de grandes colmillos y ojos muy abiertos esculpidos en las paredes de roca, el frío seguía royéndole los huesos a Simón. Cuando salía de su sueño febril para volver a caer en él, ya fuera durante el pálido día o la gélida noche, tenía la sensación de que un hielo gris crecía en su interior, paralizándole los miembros. Se preguntaba si alguna vez experimentaría de nuevo el calor.
El muchacho escapaba de la horrible cueva y de su cuerpo enfermo por la senda de los sueños, deslizándose indefenso de una fantasía a otra. Con frecuencia creía haber regresado a Hayholt, el castillo que había sido su hogar pero que nunca volvería a serlo: un lugar de prados bañados por el sol y de maravillosos y sombríos escondrijos..., el caserón más enorme que uno pudiera imaginarse, lleno de bullicio y color y música. Paseaba por el Jardín de los Setos, y el viento que aullaba fuera de la cueva donde yacía, cantaba también en sus calenturientas fantasías, soplando delicadamente entre las hojas para sacudir, con cuidado, los tiernos arbustos.
Un extraño sueño lo llevó de nuevo a las estancias de Morgenes. Su estudio se hallaba ahora en lo alto de una gran torre, desde cuyas ventanas ojivales se veían pasar las nubes. El anciano, malhumorado, se inclinaba sobre un voluminoso libro abierto. En su actitud y su silencio había algo de preocupante. Morgenes parecía hacer caso omiso de Simón, y no apartaba los ojos de las tres espadas que, toscamente dibujadas, llenaban las páginas a la vista.
Simón se acercó al alféizar de la ventana. Susurraba el viento, aunque no se notaba brisa alguna. Miró al patio. Y allí, contemplándolo con unos ojos muy abiertos y serios, había una niña, pequeña y de cabellos oscuros, que levantó una mano, como si quisiera saludarlo, y luego desapareció.
La torre y el atestado cuarto de Morgenes empezaron a diluirse bajo los pies de Simón, como la marea descendente. El último en desvanecerse fue el mismo mago. Pero, incluso mientras se esfumaba como una sombra ante la nueva luz del día, Morgenes no dirigió la mirada a Simón. Por el contrario, sus nudosos dedos recorrían las páginas del libro, como si buscara ansioso unas respuestas. Simón lo llamó, pero el mundo entero se había vuelto gris y frío, lleno de remolineantes nieblas y jirones de otros sueños...
El muchacho despertó, como tantas veces desde que había abandonado Urmsheim, para encontrarse en la oscuridad nocturna de la cueva y ver a Haestan y Jiriki acostados cerca de la pared cubierta de runas. El erkyno dormía envuelto en su capa, con la barba sobre el esternón, mientras que el sitha miraba fijamente algo que tenía en la palma de su mano, de largos dedos, y parecía totalmente absorto. Los ojos le centelleaban, como si lo que sostenía reflejara los últimos rescoldos del fuego. Simón intentó decir algo. Estaba hambriento de cordialidad y voces..., pero nuevamente tiraba de él el sueño.
"El viento suena tan fuerte..."
Gemía en los lejanos pasos de montaña como lo había hecho alrededor de las elevadas torres de Hayholt..., como había aullado a través de los muros de Naglimund.
"¡Y tan triste...! El viento está triste..."
Simón volvió a quedar dormido. En la caverna no se oía nada más que el quedo respirar y la solitaria música de las alturas.

No era más que un agujero, pero resultaba suficiente como prisión. Penetraba más de veinte codos en el pétreo corazón de la montaña de Mintahoq, y en ella podían permanecer echados dos hombres o cuatro gnomos. Los lados se veían tan pulidos como el mejor mármol, de manera que hasta una araña hubiese tenido dificultades para agarrarse. El suelo estaba oscuro, frío y húmedo como el de cualquier calabozo.
Aunque la luna dominaba las nevadas cimas de los picos cercanos, sólo un débil resplandor llegaba al fondo del pozo, donde rozaba dos formas inmóviles, pero sin iluminarlas. Durante largo rato, desde la salida de la luna, había sido así: sólo el pálido disco lunar -Sedda, como los gnomos llamaban al astro nocturno- se movía en el mundo de las tinieblas, recorriendo lentamente los negros campos del ciclo.
De repente, algo se movió en la boca del pozo. Un pequeño individuo se asomó al hueco, tratando de escudriñar las espesas sombras.
-Binabik... -dijo al fin en la lengua gutural de los gnomos-. ¿Me oyes, Binabik?
Si una de las sombras del fondo se movió, no hizo ningún ruido. Por último, la figurilla del borde del pozo insistió:
-¡Binabik...! Durante nueve veces nueve días, tu lanza estuvo delante de mi cueva, y yo te esperé...
Esas palabras habían sido pronunciadas en forma de canto ritual, con voz temblorosa, y el gnomo hizo una breve pausa antes de continúan
- Te esperé y grité tu nombre en la Plaza de los Ecos. Pero sólo me fue devuelta mi propia voz. ¿Por qué no regresaste en busca de tu lanza?
Seguía sin obtener respuesta.
-¿Binabik! ¿Por qué no contestas? ¿No crees que me debes una explicación?
Por fin se movió un poco la mayor de las dos sombras que había en el fondo del pozo. Unos pálidos ojos azules atraparon un fugaz reflejo lunar.
-¿Qué significa ese gimoteo? ¡Ya es bastante grave arrojar a un pozo a quien nunca te hizo daño! ¿Por qué tienes que venir a gritar tonterías cuando trata uno de dormir un poco?
La doblada figura quedó inmóvil por unos momentos, como un ciervo asustado por la luz de una linterna, y luego desapareció.
-¡Bien...!
El rimmerio Sludig volvió a arrebujarse en su húmeda capa.
-No sé qué diantre te decía ese gnomo, Binabik, pero no me parece bien que uno de tu pueblo venga a tomarte el pelo, y a mí de paso, aunque la verdad es que no me sorprende que odien a los de mi raza.
El gnomo sentado junto a él no dijo nada y se limitó a mirar al rimmerio con ojos oscuros y preocupados. Al cabo de un rato, Sludig volvió a enroscarse, tiritando, e intentó dormir.
-Pero... ¡Jiriki! ¡No puedes irte!
Simón, con las piernas fuera de su yacija, se envolvía en su manta para protegerse de los escalofríos que le sobrevenían. Apretó los dientes al sentir un vahído. En los cinco días que llevaba despierto, pocas veces se había levantado.
-Es preciso -contestó el sitha con la mirada baja, como si no quisiera encontrarse con los implorantes ojos Je Simón-. Ya envié a Sijandi y Ki'ushapo, pero exigen mi propia presencia. No partiré antes de uno o dos días, Seomán; comprende que no debo postergar por más tiempo el cumplimiento de mi deber
-¡Tienes que ayudarme a libertar a Binabik! -protestó el muchacho, a la vez que retiraba sus pies del helado suelo de piedra para introducirlos de nuevo en la cama-. Dijiste que los gnomos confiaban en ti. ¡Haz que rescaten a Binabik! Luego nos iremos todos juntos.
Jiriki emitió un tenue silbido.
-¡No es tan sencilla la cosa, joven Seomán! -dijo, casi con impaciencia-. No tengo derecho ni poder para mandar a los qanuc. Además recaen sobre mí otras responsabilidades y obligaciones que tú no podrías entender. Si permanecí aquí tanto tiempo, fue porque deseaba verte en pie de nuevo. Hace ya mucho que mi tío Khendraja'aro regresó a Jao é-Tinuka'i, y mis deberes para con mi casa y mi familia me fuerzan a seguirlo.
-¿Forzarte? ¡Pero si eres un príncipe!
El sitha meneó la cabeza.
-Esa palabra no significa lo mismo en nuestra lengua que en la vuestra, Seomán. Pertenezco a la casa reinante, pero no mando ni gobierno a nadie. Pero tampoco soy mandado, por fortuna, excepto en algunas cosas y en ciertos momentos. Y mis padres han dispuesto que éste sea uno de ellos.
A Simón le pareció detectar un toque de enojo en la voz de Jiriki.
-De cualquier forma, no te preocupes. Tú y Haestan no sois prisioneros. Los qanuc os respetan, y os dejarán marchar cuando queráis.
-Pero yo no me iré sin Binabik, ni sin Sludig -declaró el joven, retorciendo la tela de su capa entre los puños.
Una pequeña figura apareció en la entrada y tosió levemente, con educación. Jiriki miró hacia atrás y la invitó a pasar con un gesto. La vieja qanuc dio unos pasos adelante y colocó una humeante cazuela a los pies de Jiriki; luego abrió la capa de piel de oveja, semejante a una tienda de campaña, y sacó tres cuencos que distribuyó en semicírculo. Aunque sus diminutos dedos trabajaban con habilidad y su arrugada y redonda cara no expresaba nada, Simón descubrió un centelleo de temor en los ojos de la menuda mujer cuando sus miradas se encontraron por espacio de unos instantes. Una vez terminada su tarea, la vieja se retiró a toda prisa de la cueva y desapareció bajo la manta que cubría la puerta de manera tan silenciosa como había llegado.
"¿De qué tendrá miedo? -se preguntó Simón-. ¿De Jiriki? ¡Pero si Binabik dijo que los qanuc y los sitha siempre se habían entendido más o menos bien!"
Súbitamente pensó en sí mismo: el doble de alto que un gnomo, pelirrojo, con la primera barba del hombre en su rostro, y... delgado como una caña, también, aunque la vieja qanuc no podía saberlo, arrebujado como estaba en sus mantas... ¿Qué diferencia podía ver la gente de Yiqanuc entre él y un odiado rimmerio? ¿No había guerreado el pueblo de Sludig durante siglos enteros contra los gnomos?
-¿Quieres un poco, Seomán? -dijo Jiriki, sacando caldo de la cazuela-. Hay un cuenco para ti.
Simón alargó la mano.
-¿Más sopa?
-No. Es aka, como lo llaman los qanuc, o té, como decís vosotros.
-¡Té!
El muchacho agarró el cuenco con avidez. Judit, jefa de cocina de Hayholt, era una entusiasta del té. Al finalizar la larga jornada de trabajo, se sentaba a tomar un gran tazón de esa infusión, y toda la cocina se llenaba del aroma de aquellas hierbas que crecían en el sur de la isla. Cuando estaba de buen humor, invitaba a Simón. ¡Cuánto añoraba su hogar, Jesuris!
-Nunca pensé que... -empezó y tomó un gran sorbo... para escupirlo al momento en un acceso de tos-. ¿Qué es esto? -preguntó, aún medio atragantado-. ¡No es té!
Jiriki quizá se sonriera, pero era imposible de ver porque se había llevado el cuenco a los labios y bebía despacio.
-¡Claro que lo es! -contestó el sitha-. Lo que ocurre, es que los qanuc emplean otras hierbas que vosotros, los Sudhoda'ya ¿Cómo iba a ser de otra forma, cuando tienen tan pocos tratos con vuestro pueblo?
Simón se enjuagó la boca con una mueca.
-¡Pero si es salado!
A continuación, olió de nuevo el brebaje, e hizo otro mohín.
-Pues sí, le ponen sal, y también mantequilla -respondió el sitha, tomando otro trago.
-¿Mantequilla?
-¡Ah, sí, chico! "Maravillosas son las costumbres de los nietos de Mezumiiru, e infinitas en su variedad..." -cantó Jiriki con solemnidad.
Simón dejó el cuenco con un gesto de asco.
-¡Mantequilla! Que Jesuris me asista... ¡Qué desagradable experiencia!
Jiriki, en cambio, acabó tranquilamente el té. La mención de Mezumiiru hizo pensar de nuevo a Simón en su amigo el gnomo, que cierta noche había cantado, en el bosque, algo referente a la luna. Y volvió a ponerse de mal humor.
-Pero... ¿qué haremos para ayudar a Binabik? -insistió.
Jiriki levantó poco a poco los ojos, semejantes a los de un gato.
-Mañana tendremos ocasión de hablar en su defensa. Yo todavía no he descubierto en qué consiste su delito. Pocos qanuc hablan otra lengua que no sea la suya, y yo no domino la de ellos. Además, son gente poco amiga de compartir sus opiniones con otros. Tu compañero es un gnomo extraordinario de verdad.
-¿Qué pasa mañana? -preguntó Simón, dejándose caer otra vez sobre el lecho.
Le dolía la cabeza. ¿Por qué tenía que sentirse aún tan débil?
-Supongo que se celebrará un... juicio, en el que los jefes qanuc escucharán y decidirán.
-¿Y nosotros intervendremos a favor de Binabik?
-No es eso, Seomán -respondió Jiriki con amabilidad y, por espacio de unos instantes, una extraña expresión cruzó su flaco rostro-. Vamos porque tú te enfrentaste al Dragón de la Montaña... y sigues vivo. Los señores de los qanuc desean verte. No dudo de que los delitos de tu amigo serán expuestos, también, ante la totalidad del pueblo. Pero ahora descansa, porque después necesitarás todas tus energías.
Jiriki se puso de pie y estiró sus delgados miembros a la vez que meneaba la cabeza de aquella manera tan suya y desconcertante, con los ambarinos ojos fijos en la nada. Simón sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo, seguido de un profundo cansancio.
"¡El dragón!", recordó casi mareado, con una mezcla de asombro y horror. ¡Él había luchado con un dragón! Él, Simón, un pinche de cocina despreciado por chapucero y tonto, había desenvainado la espada ante un dragón y vivía aún, pese a quedar salpicado de su escaldante sangre... ¡Como en los cuentos!
Echó una mirada a la centelleante espada Thorn, apoyada en la pared, cubierta a medias y esperando como una hermosa serpiente de mordedura mortal. Hasta el propio Jiriki parecía poco dispuesto a tocarla, e incluso a hablar de ella. El sitha había desviado, sin alterarse, todas las preguntas de Simón respecto de la magia que, cual sangre, podía recorrer la misteriosa espada de Camaris. Los helados dedos del muchacho se deslizaron mejilla arriba hasta encontrar la todavía dolorosa cicatriz. ¿Cómo se había atrevido un simple marmitón como él a empuñar un arma tan potente?
Simón cerró los ojos. Tenía la sensación de que el enorme y despreocupado mundo giraba con gran rapidez debajo de él. Oyó los quedos pasos de Jiriki hacia la entrada, y un débil crujido cuando el sitha apartó la cortina para salir. Luego, el sueño volvió a apoderarse de él.
El chico soñó. El rostro de una niña pequeña, de ojos oscuros, flotó una vez más delante de él. Era una cara infantil, pero de mirada vieja y profunda como un pozo en un desierto cementerio. Parecía querer decirle algo. Se movían sus labios en silencio, mas cuando se desvanecía entre las lóbregas aguas del sueño creyó por un momento haber percibido su voz.
Al despertar a la mañana siguiente, Simón encontró a Haestan inclinado sobre él. El soldado enseñaba los dientes en una fea sonrisa, y en su barba relucía la nieve a medio derretir.
-¡Ya es hora de que te levantes, amigo! Hay mucho que hacer en el día de hoy, ¡mucho!
Al joven le costó un rato vestirse, pero pese a su considerable debilidad lo consiguió. Haestan lo ayudó a ponerse las botas, que no había llevado desde que había despertado en Yiqanuc. Parecían de madera, una vez calzadas, y la tela de sus prendas le raspaban la piel, extrañamente sensible. Sin embargo, se encontraba mejor de pie y vestido. Dio un par de cautelosos paseos por la cueva, y poco a poco empezó a sentirse nuevamente como un animal de dos patas.
-¿Dónde está Jiriki? -preguntó mientras se echaba la capa sobre los hombros.
-Se ha adelantado. Pero no tienes por que preocuparte. ¡Yo puedo llevarte, debilucho como aún estás!
-Ya me trajeron hasta aquí -replicó Simón, y en su voz hubo una inesperada frialdad-, pero eso no significa que tenga que ser transportado siempre.
El fornido erkyno soltó una breve risa, sin ofenderse.
-¡Para mí, mejor si caminas! Esos gnomos ya hacen los senderos suficientemente estrechos. Será un descanso no tener que cargar con nadie.
Simón se vio forzado a aguardar un momento junto a la boca de la cueva, para acostumbrarse a la claridad que penetraba por la puerta, cuya manta estaba ahora algo levantada. Aun así, al salir al exterior, el brillante reflejo de la nieve, incluso en una mañana nublada, resultó excesivo para él.
Se hallaban en una especie de porche de piedra, muy amplio, que por ambos lados se extendía casi más de veinte codos a partir de la cueva, como si quisiera abrazar la montaña. Simón vio las humeantes bocas de otras cuevas a lo largo del camino, que se perdía en una curva hacia las entrañas del Mintahoq. Había otros senderos igual de anchos en la parte superior de la ladera, uno encima de otro, cubriendo la cara de la montaña. De las cavernas más elevadas pendían escalas de mano, y, allí donde las irregularidades de la pendiente hacían imposible que los caminos enlazaran, muchos porches quedaban conectados a través del vacío mediante oscilantes puentes que casi parecían construidos con correas. Al mirar Simón hacia ellos, vio cómo los chiquillos, de los qanuc, vestidos de piel, correteaban por aquellas frágiles pasarelas, saltando como ardillas a pesar de que una caída equivaldría a una muerte segura. A Simón se le revolvía el estómago de verlos, de manera que miró hacia el otro lado.
Delante de él se abría el gran valle de Yiqanuc. Más allá, los pétreos vecinos del Mintahoq asomaban entre la nebulosa lejanía para penetrar en el cielo, gris y lleno de nieve. Diminutos agujeros negros cubrían los remotos picachos, y unas minúsculas formas, apenas distinguibles a través del oscuro valle, se movían incesantemente por los retorcidos caminos que los unían.
Tres gnomos, inclinados sobre sus sillas de cuero trabajado, bajaban montados en sus peludos moruecos. El muchacho dio un paso para apartarse de su camino y cruzó lentamente el porche hasta hallarse a poca distancia del borde. Al mirar abajo tuvo la misma momentánea sensación de vértigo que ya había sentido en Urmsheim. La base de la montaña, poblada aquí y allá de retorcidos arbustos, caía a pico cruzada por otros porches con escalas de mano como aquel en que él estaba. Simón notó un súbito silencio y se volvió para mirar a Haestan.
Los tres individuos montados en sendos moruecos se habían detenido en medio del ancho camino y lo contemplaban boquiabiertos. El soldado, casi escondido entre las sombras de la boca de la cueva, le hizo un saludo de burla por encima de las cabezas de los gnomos.
Dos de éstos llevaban ralas barbas, todos lucían collares de gruesas cuentas de marfil sobre sus pesadas capas e iban armados con lanzas talladas con el extremo en forma de gancho, como los cayados de los pastores, con las que guiaban a sus monturas de cuernos en espiral. Eran más altos que Binabik. Los pocos días pasados en Yiqanuc habían demostrado a Simón que Binabik era uno de los adultos más bajos de su raza. Estos gnomos parecían más primitivos y peligrosos que su amigo. Bien armados y de aspecto fiero, resultaban amenazadores pese a su poca estatura.
Simón miró fijamente a los gnomos, y ellos no apartaron la vista de el.
-Todos han oído hablar de ti -gritó Haestan, y los jinetes alzaron los ojos, asustados por la potencia de su voz-, pero casi ninguno te había visto hasta ahora.
Los gnomos miraron al soldado de arriba abajo; alarmados, espolearon a sus animales y salieron de estampía, para desaparecer enseguida en la curva de la montaña.
-¡Ya tienen algo de que hablar! -rió Haestan.
-Binabik me contaba particularidades de su hogar -dijo Simón-, pero se me hacía difícil entenderle. Las cosas nunca son como uno se las imaginaba, ¿verdad?
-Sólo Nuestro Señor Jesuris conoce todas las respuestas -respondió Haestan-. Y ahora, si quieres ver a tu pequeño amigo, será mejor que nos pongamos en marcha. Camina con cuidado, y no tan cerca del abismo.
Descendieron despacio por el serpenteante sendero, que se estrechaba o ensanchaba a medida que atravesaba la ladera. El sol estaba ya muy alto, pero escondido en un nido de oscuras nubes, y un viento cortante barría toda la cara del Mintahoq, cuya cima se hallaba cubierta de hielo, al igual que los picos vecinos del otro lado del valle. Más abajo, la nieve había caído de manera más desigual. Aquí y allá, blancos montones cubrían la vereda o formaban nidos entre las aberturas de las cuevas. No obstante, también abundaban las rocas secas y la tierra al descubierto. Simón ignoraba si tanta nieve era normal en los primeros días de tiyagar, en Yiqanuc, pero lo que sí sabía era que estaba harto de celliscas y frío. Cada copo que le caía en el ojo era como un insulto; la cicatriz de la mejilla le dolía a rabiar.
Ahora que al parecer habían abandonado la parte más populosa de la montaña, apenas se veían gnomos. Oscuras sombras atisbaban entre el humo de las bocas de algunas cuevas, y otros dos grupos de jinetes pasaron en la misma dirección que ellos, reduciendo la marcha para mirar a Simón y, como los primeros, salir luego disparados.
La pareja encontró en su camino a un grupo de niños que jugaban en un montón de nieve. Los pequeños gnomos, que apenas le llegaban a la rodilla a Simón, iban envueltos en gruesas chaquetas y polainas de piel y parecían erizos. Abrieron mucho los ojos al ver pasar a Simón y Haestan, y por unos momentos cesaron sus agudos parloteos, mas no echaron a correr ni demostraron tener miedo. Eso le hizo gracia a Simón, quien sonrió a pesar del dolor que sentía en la mejilla y los saludó con la mano.
Cuando una vuelta del camino los condujo hacia la parte norte de la montaña, llegaron a una zona donde ya no se oía a los habitantes del Mintahoq y se vieron solos con los aullidos del viento y los remolinos de nieve.
-¡Esto no me gusta nada! -gruñó Haestan.
-¿Qué es aquello? -inquirió Simón, señalando la pendiente.
Encima de un porche de piedra, a bastante altura, se alzaba una extraña construcción en forma de huevo, hecha de bloques de nieve cuidadosamente ordenados. Despedía un ligero resplandor, y los oblicuos rayos de sol le daban un suave color rosado. Delante había una fila de silenciosos gnomos con lanzas en sus manos protegidas con mitones y las capuchas muy hundidas sobre las caras.
-No los señales, muchacho -murmuró Haestan y tiró suavemente de la manga de Simón.
¿Los habrían mirado algunos de aquellos guardias?
-Según dijo tu amigo Jiriki, es algo muy importante -agregó el soldado-. Se llama la Casa de Hielo, todos los gnomos trabajaron en ella hasta este momento. Ni se por que, ni me interesa saberlo.
-¿Casa de Hielo? ¿Vive alguien en ella?
Haestan se encogió de hombros.
-Eso no lo dijo Jiriki.
Simón miró pensativo al compañero.
-¿Hablaste mucho con Jiriki, desde que llegaste? Quiero decir... ¿cuando yo no podía oíros?
-Oh, pues... No mucho, en realidad. El siempre parece estar pensando en algo grande, ¿me entiendes? En algo muy importante. Pero, a su modo, es muy agradable. No como una persona, diría yo, pero no es mal chico. No es como yo creía que sería un mago... -añadió Haestan con una sonrisa después de reflexionar-. Te tiene en un buen concepto. De la manera que habla, parece que te deba dinero.
Y rió dentro de su barba.
Fue un camino largo y fatigoso para un muchacho tan débil como Simón. Hacia arriba, primero, y luego hacia abajo, un ir y venir constante por la ladera de la montaña. Aunque Haestan lo sostenía por el codo con una mano cada vez que le flaqueaban las piernas, Simón había empezado a preguntarse si podría seguir adelante cuando de pronto rodearon un saliente que obstaculizaba en parte el camino, como una roca en un río, y se hallaron ante la amplia entrada de la gran caverna de Yiqanuc.
La gran abertura, que al menos medía cincuenta pasos de un extremo al otro, se abría en la ladera del Mintahoq como una boca dispuesta a pronunciar un solemne juicio. En la misma entrada había una fila de enormes estatuas, desgastadas por el paso del tiempo. Eran una figuras de aspecto humano y gorda barriga, grisáceas y amarillentas como dientes podridos, y que con sus cargadas espaldas sostenían el peso del techo de la entrada. Sus lisas cabezas estaban coronadas de cuernos de carnero, y entre sus labios asomaban unos tremendos colmillos. Los siglos y siglos de intemperie habían dejado sus caras sin facciones. Y eso, en opinión de Simón, no les confería un aire de antigüedad, sino más bien de rudimentaria novedad..., como si, ahora, las estatuas se creasen a sí mismas a base de la piedra original.
-Chidsik Ub Lingit -dijo una voz a su lado-. La Casa del Antecesor.
Simón se estremeció ligeramente y dio media vuelta, sorprendido, pero no era Haestan quien había hablado. Junto a él se hallaba Jiriki, contemplando las ciegas caras de piedra.
-¿Cuánto rato llevas aquí?
Simón, avergonzado por haberse asustado, miró hacia la entrada. ¿Quién iba a imaginarse que los diminutos gnomos fueran capaces de esculpir semejantes guardianes de roca?
-Salí para encontrarte -dijo Jiriki-. ¡Se te saluda, Haestan!
El soldado gruñó algo en respuesta. Simón volvió a preguntarse qué habría sucedido entre el erkyno y el sitha durante los largos días de su enfermedad. En ocasiones, al muchacho le costaba conversar con el enigmático y complicado príncipe Jiriki. ¿Cómo no iba a resultar difícil para un hombre sincero como Haestan, pues, que no había sido adiestrado en las exasperantes sinuosidades del doctor Morgenes?
-¿Es aquí donde vive el rey de los gnomos? -preguntó Simón en voz alta.
-Y también la reina -contestó Jiriki-, aunque en la lengua de los qanuc no se habla de reyes y reinas. Es más acertado decir "pastor" y "cazadora".
-Reyes, reinas, príncipes... -refunfuñó Simón, cansado, dolorido y muerto de frío-, y total, nadie es lo que se hace llamar... ¿Por qué es tan grande la cueva?
El sitha emitió una risa queda. Sus cabellos, de un pálido color lila, eran agitados por el fuerte viento.
-Porque, de ser menos amplia, amigo Simón, los gnomos hubiesen instalado su Casa del Antecesor en otra parte. Pero ahora debemos entrar, y no sólo para que puedas entrar en calor.
Jiriki los condujo por entre dos de las enormes estatuas, en dirección a una vacilante luz amarilla. Al pasar entre aquellas piernas como pilares, Simón echó una mirada a las caras sin ojos que coronaban las figuras de pulido y abombado vientre. Y de nuevo recordó las reflexiones del doctor Morgenes.
"Solía decir éste que nadie sabe lo que le espera. "No hay que hacer demasiados cálculos", era una de sus frases favoritas. ¿Y quién hubiese pensado que yo habría de ver cosas como éstas y vivir semejantes aventuras? Nadie sabe lo que le aguarda, en realidad..."
Sintió una fuerte punzada en el rostro, y luego un frío pinchazo en el cuerpo. El doctor, como tantas otras veces, no había dicho más que la verdad.
La gran caverna estaba llena de gnomos y de un denso olor agridulce a aceite y grasa. Mil luces amarillas resplandecían.
Alrededor de la rugosa cavidad del elevado techo, ardían lámparas de aceite en hornacinas de la pared y hasta en el mismo suelo. Centenares de esas lámparas, cada cual con su flotante mecha semejante a un delgado gusano blanco, daban a la cueva una luz que, con mucho, eclipsaba la grisácea del exterior. Incontables qanuc enchaquetados de cuero llenaban el lugar, convirtiéndolo en un océano de cabezas de negros cabellos, los niños pequeños, sentados a hombros de sus padres, parecían gaviotas que se mecieran plácidamente sobre las olas.
En medio de la caverna, una isla de roca sobresalía de aquel mar de gnomos. Y allí, sobre una plataforma de piedra esculpida en el mismo mineral del suelo, había dos personajes chiquitos en medio de un charco de fuego.
No se trataba exactamente de un charco de pura llama, como comprobó Simón momentos después, sino de una delgada zanja abierta en la roca a su alrededor y llena del mismo aceite que alimentaba las lámparas, las dos figuras situadas en el centro del círculo de fuego se recostaban, una al lado de la otra, en una especie de hamaca de cuero repujado sujeta mediante correas a un marco de marfil. La pareja permanecía inmóvil sobre un montón de pieles blancas y rojizas, y en sus redondos y plácidos rostros brillaban los grandes ojos.
-Ella es Nunuuika, y él se llama Uammannaq -explicó Jiriki en voz baja-. Son los señores de los qanuc.
Mientras hablaba, uno de los dos pequeños personajes hizo un breve gesto con su báculo. La apretujada masa de gnomos retrocedió por ambos lados y se estrechó todavía más para formar un pasillo que se extendía desde la plataforma de piedra hasta el punto donde se hallaban Simón y sus compañeros. Varios centenares de menudas y expectantes caras se volvieron hacia ellos. Los murmullos eran intensos. Simón miró sonrojado el camino de piedra que se abría ante ellos.
-La cosa está clara, ¿no? -gruñó Haestan, dándole un suave empujón-. ¡Adelante, muchacho!
-Todos nosotros - dijo Jiriki, y con uno de sus extraños gestos indicó a Simón que debía avanzar en primer lugar.
Tanto el eco de los susurros como el olor a cuero curtido parecieron aumentar a medida que el muchacho avanzaba hacia el rey y la reina...
"O, mejor dicho, el pastor y la cazadora. O lo que sea", pensó Simón.
De pronto, el aire de la caverna se hizo pesado y sofocante. Cuando el joven quiso respirar a fondo, tropezó y hubiese caído de no agarrarlo Haestan por la capa. Alcanzado el estrado, permaneció unos segundos con la vista fija en el suelo, luchando contra el mareo, antes de mirar a los personajes instalados en la plataforma. La luz de la curiosa lámpara se reflejaba en sus ojos. Simón estaba enojado, aunque no sabía con quién. ¿Acaso no había abandonado aquel mismo día el lecho por primera vez? ¿Qué esperaban de él? ¿Que se pusiera a dar saltos y a matar dragones?
Lo sorprendente de Uammannaq y Nunuuika, se dijo, era el enorme parecido entre ellos. Podían ser gemelos. Sin embargo, resultaba obvio quién era quién: Uammannaq, sentado a su izquierda, llevaba una delgada barba que le partía del mentón y formaba una larga trenza entretejida con finas correas rojas y azules. También tenía trenzados los cabellos, y unas peinetas de reluciente piedra negra sostenían la maraña de lazos y cordones de pelo. Mientras con sus dedos cortos y regordetes se atusaba la barba, con la otra mano sostenía su báculo de ceremonias, una gruesa y muy tallada lanza semejante a las que utilizaban los que montaban los carneros, curvada en un extremo.
Su esposa -si ésa era la costumbre de Yiqanuc- llevaba en la mano una lanza recta, una delgada y mortal vara con una punta de piedra afilada hasta la translucidez. Sus largos cabellos negros estaban sujetos en lo alto de la cabeza mediante una serie de peinetas de marfil. Los ojos de la soberana, brillantes detrás de sus oblicuos párpados, eran planos como la piedra pulida. Simón no se había encontrado nunca con una mujer que lo mirase con tanta frialdad y arrogancia. Recordó entonces que era llamada la Cazadora, y comprendió que aquello estaba más allá del límite de sus conocimientos. Uammannaq, en cambio, parecía menos amenazador. La gruesa cara del Pastor diríase hundida en una fláccida modorra, pero aun así había un asomo de sagacidad en su mirar.
Pasado el breve momento de mutua inspección, el rostro de Uammannaq se aclaró en una amplia y amarillenta sonrisa, y sus ojos casi desaparecieron en un alegre guiño. Alzó las palmas de las manos hacia los recién llegados, las juntó luego y dijo algo en la gutural lengua de los qanuc.
-Te da la bienvenida a Chidsik Ub Lingit y a Yiqanuc, las montañas de los gnomos -tradujo Jiriki,
Pero, antes de que pudiese añadir nada más, habló Nunuuika. Sus palabras sonaban más moderadas que las de Uammannaq, mas no por eso las entendió Simón mejor, Jiriki la escuchaba con gran atención.
-También la Cazadora te saluda. Dice que eres muy alto, pero, salvo que esté muy equivocada con respecto a los utku, tú pareces joven para matar a un dragón, pese a lo blondo de tus cabellos, Utku es como los gnomos llaman a los de las tierras bajas -agregó en tono quedo.
Simón miró durante unos instantes a la pareja real.
-Contéstales que agradezco su bienvenida, o lo que convenga decir. Y explícales, por favor, que yo no maté al dragón, sino que sólo lo herí, y que lo hice para proteger a mis amigos, del mismo modo que Binabik de Yiqanuc lo hizo por mí en muchas otras ocasiones.
Terminada la larga frase, Simón quedó unos momentos sin aliento, sintiendo casi vértigo. El Pastor y la Cazadora, que habían prestado gran atención a sus palabras, aunque no sin fruncir ligeramente el entrecejo al oír mencionar el nombre de Binabik, se volvieron interesados hacia Jiriki.
El sitha tardó unos segundos en hablar, pensativo, pero luego soltó una larga parrafada en la tosca lengua de los gnomos. Uammannaq hizo un desconcertado gesto afirmativo. Nunuuika, por su parte, escuchaba impasible. Cuando Jiriki hubo terminado, echó una rápida mirada a su consorte, y a continuación habló de nuevo.
A juzgar por lo que tradujo Jiriki, no había oído para nada el nombre de Binabik. Elogió a Simón por su valor, diciendo que, durante mucho tiempo, los qanuc habían tenido la montaña de Urmsheim -Yijarjuk, como ella dijo- por un lugar que convenía evitar a toda costa. Y que ahora quizás hubiese llegado el momento de volver a explorar las montañas del oeste, ya que, aunque el dragón hubiese sobrevivido, probablemente se hallara en la zona baja para cuidar sus heridas.
El discurso de Nunuuika parecía impacientar a Uammannaq y, tan pronto como Jiriki acabó de traducir sus palabras, el Pastor añadió algunas frases, señalando que ahora, recién pasado el terrible invierno, no era época para tales aventuras, sobre todo dada la malintencionada actividad de los diabólicos croohokuq, que no eran otros que los rimmerios. Y se apresuró a agregar que, desde luego, Simón y sus compañeros, el otro abajeño y el estimado Jiriki, podían permanecer entre ellos todo el tiempo que quisieran como huéspedes de honor, y que, si había algo que él o Nunuuika pudiesen hacer para que su estancia resultara más agradable, sólo tenían que pedirlo.
Incluso antes de que Jiriki acabase de verter sus palabras al idioma de las gentes del oeste, Simón ya se apoyaba ora en un pie ora en el otro, ansioso de responder.
-¡Sí! -le dijo a Jiriki-. Hay algo que pueden hacer. ¡Poner en libertad a Binabik y Sludig, nuestros compañeros! ¡Devolved la libertad a nuestros amigos, si deseáis que estemos contentos! -exclamó en voz bien alta, de cara a la real pareja envuelta en pieles, que lo miró llena de incomprensión.
El tono de sus palabras hizo que algunos de los gnomos amontonados alrededor del estrado de piedra murmurasen inquietos. Simón se preguntó aturdido si habría ido demasiado lejos, pero de momento se había preocupado innecesariamente.
-Escucha, Seomán -musitó Jiriki-. Me prometí a mí mismo no traducir mal lo que tú dijeras, ni interferir en tus palabras a los señores de Yiqanuc, pero ahora te pido, como un favor personal, que no expreses ese ruego.
-¿Por qué no?
-Te lo suplico. Hazme ese favor. Te lo explicaré más tarde. ¡Ten confianza en mí!
La indignada protesta brotó de los labios de Simón antes de que este pudiera controlarse.
-¿Esperas que abandone a un amigo como un favor a ti? ¿No salve ya tu vida? ¿No te arranqué la flecha blanca? ¿Quien debe aquí favores?
Pero apenas dicho eso se arrepintió, temeroso de haber levantado una irrompible barrera entre él y el príncipe sitha. Los ojos de Jiriki se clavaron en los suyos. La muchedumbre empezó a agitarse y cuchichear, dándose cuenta de que algo sucedía.
El sitha bajó la vista.
-Estoy avergonzado, Seomán. Exijo demasiado de ti.
De repente, Simón se sintió como una piedra que cayera en una charca fangosa. Todo ocurría excesivamente deprisa. Tenía demasiadas cosas en que pensar. ¡Ojalá pudiera acostarse y no saber nada de nada!
-¡No, Jiriki! -jadeó-. El avergonzado soy yo. Estoy avergonzado de lo que he dicho. ¡Soy un imbécil! Pregunta a los señores si puedo hablar con ellos mañana. Me siento mal...
Súbitamente, el mareo fue verdadero y terrible. Tuvo la sensación de que toda la caverna daba vueltas, y que la luz de las lámparas de aceite fluctuaba como si la azotara un vendaval. Se le doblaron las rodillas, y Haestan tuvo que sujetarlo por los brazos.
Jiriki se dirigió enseguida a Uammannaq y Nunuuika. Un murmullo de fascinada consternación recorrió la multitud de gnomos allí reunidos. ¿Estaba muerto el joven de la roja cresta, que parecía una cigüeña? A lo mejor, aquellas piernas tan largas y delgadas no podían sostener el peso de la persona durante mucho tiempo, como alguien sugirió. Pero... de ser así, ¿por qué continuaban de pie los otros dos individuos de las tierras bajas? Numerosos qanuc menearon la cabeza, extrañados, y los susurros eran incesantes.
-¡Nunuuika, la más maravillosa, y Uammannaq, inmejorable gobernante! El chico todavía está enfermo, y muy débil -dijo Jiriki quedamente.
La multitud, decepcionada por aquel tono, se acercó.
-Por la antigua amistad de nuestro pueblo, pido una gracia -prosiguió Jiriki.
La Cazadora inclinó la cabeza y esbozó una sonrisa.
-Habla, hermano mayor.
-Sé que no tengo derecho a interferir en vuestra justicia, y no es ésa mi intención. Sólo os suplico que el juicio contra Binabik de Mintahoq no tenga efecto hasta que sus compañeros, incluido este muchacho llamado Seomán, puedan declarar en su favor. Y que lo mismo le sea concedido a Sludig, el rimmerio. Os lo ruego en nombre de la Luna, nuestra común raíz.
Jiriki hizo una ligera reverencia, doblando únicamente la parte superior del cuerpo, sin que en su gesto hubiese sumisión.
Uammannaq golpeó suavemente el palo de su lanza, a la vez que miraba preocupado a la Cazadora. Por fin hizo un gesto de asentimiento.
-No podemos negarte el deseo, hermano mayor. Sea, pues. Esperaremos dos días a que el muchacho esté más fuerte, pero ni el hecho de que ese extraño joven nos trajera en una de sus alforjas la escamosa cabeza de Igjarjuk podrá cambiar lo que debe ser. Binabik, aprendiz del Hombre Cantor, cometió un espantoso crimen.
-Así me lo dijeron -replicó Jiriki-. Pero no fueron los bravos corazones de los qanuc lo único que les valió la estima de los sitha. También apreciamos siempre la amabilidad de los gnomos.
Dura la mirada, Nunuuika se llevó una mano a las peinetas que sujetaban sus cabellos.
-La amabilidad de unos seres nunca debe echar por tierra unas leyes justas, príncipe Jiriki, o todos los frutos de Sedda, tanto los sitha como los mortales, volverían desnudos a las nieves. Binabik será juzgado.
El príncipe Jiriki hizo otra breve inclinación antes de retirarse. Haestan casi sostenía al tambaleante Simón cuando retrocedieron a través de la cueva, abriéndose paso entre los curiosos gnomos hasta salir de nuevo al frío aire.



2 Máscaras y sombras

El fuego chasqueaba y escupía cuando los copos de nieve caían sobre las llamas para consumirse en un instante. Los árboles de alrededor aún recibían pinceladas de color anaranjado, pero la fogata del campamento se había reducido ya hasta quedar sólo las ascuas. Más allá de esta frágil barrera de luz, la niebla, el frío y la oscuridad esperaban con paciencia.
Deornoth acercó más las manos a los rescoldos y trató de hacer caso omiso de la vasta presencia viva del bosque de Aldheorte que los envolvía, con las enredadas ramas que escondían las estrellas, los troncos ocultos por la boira que se balanceaba en el gélido e incesante viento... Josua se hallaba sentado frente a él, la mirada apartada de las llamas, en dirección a la hostil negrura. El angular rostro del príncipe, teñido de rojo por el resplandor del fuego, estaba contraído en una silenciosa mueca. A Deornoth le dolía en el alma, pero en esos momentos era difícil mirarlo. Por eso apartó al vista, frotándose los helados dedos como si con ello pudiera eliminar todo el sufrimiento: el suyo, el de su amo y el del resto del lastimosos y derrengado grupo.
Alguien gimió cerca, pero Deornoth no hizo caso. Eran muchos de su partida los que sufrían, y un par de ellos -la pequeña sirvienta, que tenía una espantosa herida en el cuello, y Helmfest, uno de los hombres del condestable, mordido por las infernales criaturas- no llegarían, probablemente, a la mañana siguiente.

Sus apuros no habían terminado al escapar de la destrucción del castillo de Josua, en Naglimund. Apenas bajado el grupo a trompicones por los últimos y destrozados escalones del portillo, habían sido azuzados. A escasos metros del bastión exterior de Aldheorte, el suelo reventó a su alrededor, llenando de chirriantes gritos la falsa noche cargada de tormenta.
Por todas partes asomaban los excavadores o bukken, como el joven Isorn los llamaba, gritando histérico el nombre cuando estaba encima de uno con la espada. Incluso en su temor, el hijo del duque había dado muerte a muchos, aunque había recibido también una docena de superficiales heridas de los afilados dientes de los excavadores y de sus toscos cuchillos dentados. Y eso era algo a tener en cuenta: en el bosque, hasta las heridas pequeñas podían enconarse.
Deornoth se movió inquieto. Aquellas diminutas sombras se habían agarrado a su propio brazo cual ratas. En su horror, había estado a punto de cortarse la mano para sacarse de encima a los repelentes seres. Incluso ahora, el recuerdo lo hacía estremecer. De nuevo se frotó los dedos.
La sitiada compañía de Josua había logrado huir, al final, abriéndose paso hacia el bosque a base de hachazos. Cosa extraña, los repulsivos árboles parecían constituir una especie de santuario, porque la caterva de excavadores, demasiado numerosa para ser derrotada, no los siguió.
"¿Existe en este bosque algún poder que se lo impidiera? -se preguntó Deornoth-. ¿O tal vez vive aquí algo aún más temible que ellos mismos?"
Al escapar, habían dejado atrás cinco tristes bultos que antes habían sido seres humanos. El grupo de supervivientes del príncipe quizá sumase doce miembros, y a juzgar por la estertorosa respiración del soldado Helmfest, que yacía cerca del fuego envuelto en su capa, pronto habría uno menos.
Vorzheva enjugaba la sangre de la mortalmente pálida mejilla del herido.
Tenía ella el aspecto distante y enajenado de un loco que Deornoth había visto una vez en la plaza de Naglimund, vertiendo agua de una escudilla a otra durante horas enteras, sin derramar nunca ni una gota. Curar a aquel moribundo era algo igualmente inútil, en opinión de Deornoth, y así lo expresaban los oscuros ojos de Vorzheva.
El príncipe Josua no había prestado más atención a Vorzheva que a cualquier otro miembro de la maltrecha compañía. A pesar del terror y el cansancio que ella compartía con el resto de los supervivientes, resultaba evidente que la falta de deferencia del hombre la ponía furiosa. Deornoth había sido testigo, en suficientes ocasiones, de la tormentosa relación entre Josua y Vorzheva, pero no sabía qué opinar sobre ello. Había días en que temía que aquella mujer thrithinga distrajese al hombre y constituyera un obstáculo para el cumplimiento de sus deberes principescos; en otros momentos, en cambio, sentía compasión de Vorzheva, cuyo sincero apasionamiento sobrepasaba con frecuencia su paciencia. Josua podía ser desesperantemente inquieto y reservado, e incluso en sus mejores horas tendía a la melancolía. Deornoth se decía que, para una mujer, el príncipe debía de ser un compañero muy difícil.
Towser, el viejo bufón, y el arpista Sangfugol conversaban cerca, en un tono de desaliento. El odre de vino del bufón estaba vacío y flojo en el suelo. Era el último vino que los supervivientes verían durante algún tiempo. Towser acababa de vaciarlo de un par de tragos, ganándose con ello algunas duras palabras de sus camaradas. Sus lagrimosos ojos no habían cesado de parpadear mientras bebía, como un viejo gallo irritado que quisiera ahuyentar del gallinero a un intruso.
Los únicos dedicados en ese momento a una actividad útil eran la duquesa Gutrun, esposa de Isgrimnur, y el padre Strangyeard, archivero de Naglimund. Gutrun había abierto por delante y por detrás su falda de pesado brocado, y ahora cosía las piezas para convertirlas en un par de pantalones para ella, con los que iría más cómoda para atravesar el breñal de Aldheorte. Strangyeard, al darse cuenta de la buena idea de la duquesa, se rasgó la parte delantera de su hábito con el embotado cuchillo de Deornoth.
El caviloso rimmerio Einskaldir se hallaba sentado cerca del religioso, y entre ambos yacía una forma quieta, un bulto oscuro bajo el resplandor del fuego. Era la pequeña sirvienta cuyo nombre no lograba recordar Deornoth. Había huido con ellos del castillo, sin dejar de llorar en silencio durante todo el camino.
Había llorado hasta que los excavadores le dieron alcance. Se habían enganchado éstos a su cuello como los perros a un jabalí, incluso después que sus cuerpos hubiesen sido despedazados por las espadas de quienes la iban a rescatar. Ahora, la muchacha ya no lloraba. Permanecía callada, muy callada, agarrándose a la poca vida que le quedaba.
Deornoth sintió un escalofrío de horror. Piadoso Jesuris..., ¿qué habían hecho ellos para merecer tan espantoso castigo? ¿Qué abominable pecado habían cometido, para verse condenados a vivir la destrucción de Naglimund?
Trató de vencer el miedo que asomaba claramente a su rostro, y miró a su alrededor. Nadie se fijaba en él, gracias a Jesuris; nadie había observado su vergonzoso estado de ánimo. Semejante conducta no era propia de un caballero, al fin y al cabo. Estaba orgulloso de haber sentido sobre su cabeza la manopla de su príncipe y oído el honroso nombramiento. Ahora sólo deseaba sentir el limpio temor de la batalla contra enemigos humanos, y no tener que luchar con aquellos diminutos y chillones excavadores o con las horribles nornas de rostro pétreo y tez blanca como el pescado, que habían destruido el castillo de Josua. ¿Cómo era posible pelear contra criaturas que parecían salidas de un cuento de miedo?
Tenía que haber llegado el día del Juicio Final... Era la única explicación posible. Los seres a los que ahora combatían podían ser vivos -ya que sangraban y morían, cosa que no cabía afirmar de los demonios-, pero aun así eran igualmente fuerzas de la oscuridad. En efecto, había llegado el fin del mundo.
Cosa extraña, tal idea proporcionó algo más de energía a Deornoth. ¿No era, acaso, la obligación de todo caballero defender a su señor y a su país contra el enemigo, ya fuese incorpóreo o material? ¿No había dicho eso mismo el sacerdote, antes de la vigilia que precedía a la investidura? Deornoth se obligó a alejar de sí aquellos pensamientos. Siempre había estado orgulloso de su tranquila expresión, de su facilidad para contener y moderar el enojo. Precisamente por eso, nunca se había sentido incómodo a causa del reservado carácter del príncipe. ¿Cómo iba a desempeñar Josua el mando, sino gracias al dominio sobre su propia persona?
Al pensar en Josua, Deornoth lo miró de reojo y volvió a experimentar inquietud. Parecía que la coraza de paciencia del príncipe empezaba a romperse, vencida por unas fuerzas que ningún hombre podía soportar. Mientras su paladín lo observaba, Josua tenía la vista perdida en la ventosa oscuridad, y movía los labios en silencio hablando consigo mismo, fruncido el entrecejo en preocupada concentración.
La vigilancia se hizo demasiado fatigosa.
-Príncipe Josua -dijo finalmente Deornoth, con voz queda.
El príncipe dejó de hablar a solas, mas no prestó mayor atención al joven caballero. Deornoth lo intentó de nuevo.
-Josua...
-¿Sí, Deornoth?
-Mi señor -comenzó éste, pero entonces se dio cuenta de que no tenía nada que decir-. Mi señor, mi buen señor... -musitó
Cuando Deornoth se mordió el labio inferior en espera de que la inspiración aclarase sus ideas, Josua se inclinó de pronto hacia adelante, con los ojos fijos en el lugar que, momentos antes, sólo había recorrido vagamente con la vista, como si quisiera perforar la negrura que había detrás de los primeros árboles del bosque, enrojecidos por los restos del fuego.
-¿Qué hay? -inquinó Deornoth, alarmado.
Isorn, que dormitaba a sus espaldas, se incorporó con un grito incoherente al oír la voz del amigo.
Deornoth buscó a tientas su espada y la desenvainó, medio de pie.
-¡Silencio! -susurró Josua, con el brazo en alto.
Un estremecimiento de temor recorrió el campamento. Durante unos segundos interminables, no sucedió nada. Después, los demás lo oyeron también: algo se abría paso torpemente por la maleza junto al círculo de luz.
-¡Esas criaturas! -dijo Vorzheva, y su voz pasó de ser un murmullo a un grito titubeante.
Josua se volvió para agarrarla por el brazo y darle una breve pero enérgica sacudida.
-¡Calla, por lo que más quieras!
El ruido de las ramas rotas se aproximaba. Isorn y los soldados estaban todos levantados, con la mano en la empuñadura de la espada. Sólo algunos miembros de la compañía gemían y rezaban de manera reservada.
-Ningún habitante de los bosques sería tan escandaloso...-murmuró Josua.
Le costaba disimular su nerviosismo. Extrajo a Naidel de su funda.
-¡Y camina sobre dos piernas...! -añadió.
-¡Socorro! -resonó en esto una voz, desde la oscuridad.
La noche pareció hacerse todavía más impenetrable, como si las tinieblas fuesen a arrollarlos para aplastar el débil fuego.
Instantes más tarde, algo pasó a través del círculo de árboles y alzó los brazos ante los ojos cuando el resplandor de los restos de la fogata los cegaron.
-¡Que Dios nos asista! -exclamó Towser con voz ronca.
-¡Si es un hombre! -jadeó Isorn-. ¡Por Aedón, si está cubierto de sangre!
El herido dio otros dos vacilantes pasos hacia el fuego, hasta que se le doblaron las rodillas. Tenía el rostro casi negro, de tanta sangre seca. Sólo destacaban los ojos que, sin ver, miraban al grupo de gente boquiabierta.
-¡Ayudadme...! -gimió con voz lenta y espesa.
Casi no parecía una persona que hablara la lengua del oeste.
-¿Qué es esta locura mi señora? -gruñó Towser, el viejo bufón, que tiraba de la manga a la duquesa Gutrun, como podría haber hecho un niño-. ¡Decidme! ¿Es que nos han lanzado una maldición?
-Creo que conozco a este hombre -señaló Deornoth, y al momento sintió que lo abandonaba el paralizante miedo.
Dio un salto para asir al herido por su tembloroso codo y sostenerlo. El recién llegado iba envuelto en harapos. Todo cuanto quedaba de su cota de mallas era un fleco de retorcidos aros que pendían de un collar de cuero ennegrecido.
-¡Es el lancero que venía con nosotros como centinela! -le dijo Deornoth a Josua-. Cuando encontraste a tu hermano en la tienda, delante de las murallas...
El príncipe hizo un lento gesto de afirmación. Su mirada era intensa, y su expresión, impenetrable.
-Ostrael... -musitó Josua-. ¿No se llamaba así?
Y miró largamente al ensangrentado lancero, hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo que dar media vuelta.
-¡Toma, pobre hijo mío, toma...!
El padre Strangyeard se arrodilló junto al herido con un odre de agua. La cantidad que les quedaba no sobrepasaba apenas a la del vino, pero nadie protestó. El agua llenó la abierta boca de Ostrael y se derramó, cayendo por su barbilla. No parecía poder tragar.
-Los excavadores lo atraparon -dijo Deornoth-. Estoy seguro de haberlo visto en su poder, cuando salíamos de Naglimund.
Notó cómo el hombro del chucero se estremecía bajo su contacto, y oyó la estertorosa respiración del desdichado.
-¡Cuánto tiene que haber sufrido, por Aedón! -agregó.
Los ojos de Ostrael se alzaron hacia él, amarillentos y vidriosos pese a la poca luz, y su boca se abrió de nuevo.
-¡Ayudadme...! -jadeó con voz penosamente lenta, como si cada palabra tuviese que ser empujada garganta arriba, hasta la boca, antes de caer de sus labios.
-Me... duele... -musitó-. Es...
-¿Que podemos hacer por él? -murmuró Isorn-. ¡A todos nos duele todo!
Ostrael abrió todavía más la boca y levantó los ciegos ojos.
-Podemos vendarle las heridas -dijo Gutrun, madre de Isorn, que recobraba su considerable serenidad-. Traed una capa. Si vive hasta mañana, podremos hacer más por él.
Josua contemplaba de nuevo al joven lancero y asintió.
-Como de costumbre, la duquesa tiene razón. Mire si encuentra una capa, padre Strangyeard. Quizás uno de los menos maltrechos esté dispuesto a prescindir de la suya...
-¡No! -rugió Einskaldir-. ¡Esto no me gusta nada!
Un confuso silencio cayó sobre el grupo.
-No creo que te moleste... -empezó a decir Deornoth, pero quedó horrorizado al ver que Einskaldir daba un salto hacia el herido y, agarrando al exhausto Ostrael por los hombros, lo dejaba caer violentamente contra el suelo. Luego se sentó sobre el pecho del moribundo, y el largo cuchillo del barbudo rimmerio apareció de pronto para apoyarse en el sangriento cuello de Ostrael como una centelleante sonrisa.
-¡Einskaldir! -se indignó Josua, pálido de ira-. ¿Qué es esta locura?
El rimmerio lo miró por encima del hombro con una mueca de burla.
-¡No es un hombre de verdad! -contestó-. No me importa que creáis haberlo visto antes.
Deornoth alargó una mano hacia Einskaldir, pero la retiró enseguida porque el arma del rimmerio ya atacaba sus dedos.
-¡Mentecatos! ¡Mirad!-señaló Einskaldir hacia el fuego, con la empuñadura.
Uno de los desnudos pies de Ostrael alcanzaba los rescoldos del ruego. Su carne se consumía, quemada y humeante, pero el chucero yacía casi plácidamente bajo el peso de Einskaldir, respirando con un sonido sibilante.
Hubo un momento de silencio. Sobre el calvero pareció extenderse una niebla sofocante, que penetraba hasta los huesos. El momento era horriblemente extraño, pero inalterable como una pesadilla. Al huir de las ruinas de Naglimund podían haberse internado en el impenetrable campo de la demencia.
-Tal vez sus heridas... -comenzó Isorn.
-¡Imbécil! ¿No ves que no nota el fuego? -gruñó Einskaldir-. Y en el cuello tiene un tajo que hubiese matado a cualquier hombre. ¡Fijaos!
Y echó hacia atrás la cabeza de Ostrael hasta que quienes lo rodeaban pudieron ver los desgarrados y palpitantes labios de la herida, que iba de un extremo del carrillo al otro. El padre Strangyeard, que se inclinaba sobre el lancero, sintió náuseas y se apartó.
-¡Ahora decidme si no es un fantasma...! -prosiguió el rimmerio, pero por poco cayó al suelo al empezar a agitarse debajo de él el cuerpo del lancero-. ¡Sujetadlo! -bramó Einskaldir, intentando apartar su cara de la cabeza de Ostrael, que se movía de un lado a otro y abría la boca como si quisiera atrapar el aire con los dientes.
Deornoth se abrió paso para agarrar uno de los delgados brazos del hombre. Se notaba frío y duro como la piedra, pero aun así horriblemente flexible. Isorn, Strangyeard y Josua también luchaban por poder asir aquella serpenteante y escurridiza forma. La semioscuridad estaba llena de espantosas maldiciones, Cuando Sangfugol se adelantó para echarse encima del otro pie de Ostrael y lo agarró con ambos brazos, el cuerpo quedó quieto durante un momento. Deornoth aún sentía el movimiento de los músculos bajo la piel, cómo se tensaban y relajaban reuniendo fuerzas para otro intento. El aire entraba y salía sibilante por la boca del lancero, abierta como la de un idiota.
La cabeza de Ostrael se alzó sobre el cuello extendido, y su ennegrecida cara miró, por turnos, a todos los presentes. Luego, de manera horriblemente repentina, aquellos ojos parecieron oscurecerse y caer hacia dentro. Y, un instante después, un vacilante fuego brotó de las vacías cuencas, y la dificultosa respiración cesó. Alguien chilló; un débil llanto que pronto se apagó en el silencio.
Como la fría y estrujadora garra de un gigante, una sensación de repugnancia y descarnado miedo se apoderó de todo el campamento cuando, de pronto, el prisionero habló.
-Bien... -dijo, y en su tono no había ya nada de humano; sólo la horrible y gélida inflexión de los espacios vacíos...
Su voz zumbaba y soplaba como un viento negro y desatado.
-Eso hubiera sido una forma mucho más fácil -jadeó ahora el diabólico ser-, pero a vosotros os está negada una repentina muerte que llega en sueños.
A Deornoth se le disparó el corazón como a un conejo atrapado. Tanto, que creyó que le iba a saltar del pecho. Sintió, además, que la fuerza se le escapaba por los dedos, al agarrar el cuerpo que antes había sido Ostrael, el hijo de Firsfram. A través de la harapienta camisa notaba una carne fría como una lápida mortuoria que, no obstante, temblaba con escalofriante vitalidad.
-¿Qué eres? -gritó Josua, luchando por dominar la inseguridad de su voz-. ¿Y qué le has hecho a este pobre hombre?
El ser emitió una risa que casi hubiese resultado agradable de no ser por lo cavernoso del sonido.
-Yo no le hice nada a esta criatura. Ya estaba muerta, desde luego, o casi... No fue difícil encontrar cadáveres de mortales en las ruinas del castillo, príncipe de los escombros.
Las uñas de alguien se incrustaban en la piel del brazo de Deornoth, pero el destrozado rostro atraía su mirada como una vela que centellease en el fondo de un túnel largo y negro.
-¿Quién eres tú?-inquirió Josua.
-Soy uno de los dueños de tu castillo... y de la muerte que os aguarda -replicó el monstruo con venenosa gravedad-. No debo ninguna respuesta a un mortal. Y, de no ser por el astuto ojo del barbudo, esta noche os hubiésemos cortado el cuello en silencio, ahorrándonos mucho tiempo y muchos problemas. Cuando vuestros espíritus vuelen por fin, entre chillidos, el infinito espacio del que nosotras mismas escapamos, será por nuestra voluntad. Porque nosotras somos la Mano Roja, amazonas del Rey de la Tormenta..., ¡y El es el señor de todo!

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