("La tumba de Huma" (fragmento), novela de Margaret Weis y Tracy Hickman )
CANCIÓN DE LOS NUEVE HÉROES Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos. En los albores del invierno, la danza de un dragón asolaba las tierras, hasta que de los bosques, de las praderas, surgiendo de la materna tierra, el cielo se abrió ante ellos. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz de un atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. Uno surgió de un jardín de roca, de los paraninfos de los enanos, del tiempo y la sabiduría, donde el corazón y la mente se unen en la azulada vena de la mano. En sus paternales brazos, se concentraba el espíritu. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz de un atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. Uno de un cielo de chorreantes brisas, ligero como el viento, de los ondeantes prados, del país de los kenders, donde el grano surge de la pequeñez para crecer verde y dorado, y verde otra vez. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz de un atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. Una provenía de las praderas, la armonía de las extensas tierras, nutridas en la distancia de horizontes vacíos. Llegó portando una vara, y los rayos de luz y de misericordia iluminaron su mano. Sobrellevando las heridas del mundo, llegó ella. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz de un atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. Uno más de las praderas, a la luz de las lunas, con sus hábitos, sus rituales, siguiendo a la luna en sus fases, su cera y su mengua, que controlaban la marea de su sangre, y su mano de guerrero ascendió hacia las jerarquías del espacio hasta la luz Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz del atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. Una en el interior de las ausencias, conocidas por las partidas, la oscura espadachina en el corazón del fuego. Su gloria el espacio entre las palabras, la canción de cuna recordada con la edad, recordaba al límite del despertar y del pensamiento. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz del atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. Uno en el corazón del honor, formado por la espada, por los siglos de vuelo del martín pescador sobre las tierras, por Solamnia arruinada y ascendente, surgiendo de nuevo cuando el corazón se alza hacia el deber. Mientras danza, la espada es una herencia eterna. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz del atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. Otro en una simple luz que su hermano oscurecía, dejando que la mano de la espada intentara todas las sutilezas, hasta las intrincadas tramas del corazón. Sus pensamientos, estanques rotos por el cambiante viento... El no puede ver su fondo. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz del atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. El siguiente era el jefe, semielfo, traicionado mientras las sangres gemelas dividen la tierra, los bosques, el mundo de elfos y hombres. Llamado para la valentía, pero temeroso en el amor, y temiendo que, llamado a ambos, no llegue a realizar ninguno. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz del atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. El último, de la oscuridad, respirando la noche donde las abstractas estrellas esconden nidos de palabras, donde el cuerpo soporta la herida de las cifras, rodeado por el conocimiento, hasta que, incapaz de bendecir, sus bendiciones caen sobre los ignorantes. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz del atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. También se unieron a ellos una desgraciada muchacha, agraciada más allá de la virtud. Una princesa de semillas y arbolillos, llamada a un bosque. Un anciano tejedor de accidentes. Pero no podemos predecir a quién reunirá la historia. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas, bajo la luz del atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos. El campamento de invierno, el sueño del dragón ha poblado las tierras, pero de los bosques, de las praderas, surgen de la maternal tierra que define el cielo ante ellos. Eran nueve, nueve bajo las tres lunas bajo la luz del atardecer de otoño. Mientras el mundo caía, ellos se alzaban hacia el corazón de la historia. El mazo -¡El Mazo de Kharas! La triunfal exclamación resonó en el gran Salón de Audiencias del Rey de los Enanos de la Montaña. Le siguió un bullicioso alboroto -las profundas y resonantes voces de los enanos entremezcladas con los gritos algo más agudos de los humanos-, a la vez que las inmensas puertas del Salón se abrían de par en par para dar paso a Elistan, clérigo de Paladine. A pesar de que el Salón en forma de cuenco era grande, se hallaba completamente abarrotado. La mayor parte de los ochocientos refugiados de Pax Tharkas se alineaban en las paredes, mientras los enanos se apiñaban sobre los bancos de piedra labrada. Elistan apareció al pie de un largo pasillo central, sosteniendo respetuosamente en las manos el gigantesco mazo de guerra. Al ver al clérigo de Paladine, vestido con su túnica blanca, el griterío aumentó, retronando contra la inmensa cúpula del techo y reverberando por la sala hasta que pareció que el suelo temblaba debido a las vibraciones. Tanis se encogió, pues el ruido retumbaba en su cabeza. Se sentía sofocado en medio de tanta gente. Además, no le gustaba estar bajo tierra y, aunque el techo era tan alto que se alzaba sobre la llameante luz de las antorchas desapareciendo en la penumbra, el semielfo se sentía encerrado, atrapado. -Estaré bien cuando esto acabe -le susurró a Sturm que estaba a su lado. Sturm, siempre melancólico, parecía más preocupado y cavilante que de costumbre. -No me gusta nada todo esto, Tanis -murmuró cruzando los brazos sobre el reluciente metal de su antigua cota de mallas. -Lo sé -le respondió Tanis nervioso-. Ya lo has dicho, no una vez, sino varias. Ahora ya es demasiado tarde. Lo único que podemos hacer es intentar que esta situación se resuelva lo más satisfactoriamente posible. El final de esta frase se perdió en otro ruidoso vitor al levantar Elistan el Mazo sobre su cabeza, mostrándoselo a los asistentes antes de comenzar a avanzar por el pasillo. Tanis se llevó la mano a la frente. Empezaba a sentirse mareado, pues la fresca caverna subterránea iba caldeándose con el calor de los cuerpos. Elistan comenzó a caminar por el pasillo. En el centro del Salón, sobre una tarima, estaba Hornfel, Gobernador de los enanos de Hylar, quien se levantó para recibirlo. Tras él había siete tronos de piedra labrada, todos ellos desocupados; Hornfel estaba en pie frente al séptimo trono, el más suntuoso de todos, el trono del Rey de Thorbardin. Vacío durante mucho tiempo, volvería a ser ocupado cuando Hornfel aceptara el Mazo de Kharas. -Hemos luchado para recuperar ese Mazo -dijo Sturm , con lentitud, contemplando fijamente el reluciente objeto-. El legendario Mazo de Kharas, utilizado para forjar las lanzas dragonlance, teniendo como modelo la Dragonlance de Huma. Ha estado perdido durante cientos de años, encontrado y perdido de nuevo. ¡Y ahora lo entregamos a los enanos! -exclamó con repulsión. -Ya fue entregado a los enanos anteriormente -le recordó Tanis fatigado, sintiendo resbalar por su frente gotas de sudor-. Si has olvidado la historia pídele a Flint que te la cuente. De cualquier forma, ahora es realmente suyo. Elistan había llegado al pie de la tarima de piedra donde le esperaba el Gobernador, vestido con la pesada túnica y las gruesas cadenas de oro que los enanos adoran. Elistan se arrodilló al pie de la tarima; un gesto político, ya que de otra forma el clérigo hubiera estado cara a cara con el enano, a pesar de que la tarima se elevara algo más de tres pies de altura sobre el suelo. Los enanos lo vitorearon por ello. Tanis notó a los humanos más apagados y vio que algunos murmuraban entre sí, enojados al ver a Elistan postrado ante el enano. -Aceptad este regalo de los nuestros... -las palabras de Elistan se perdieron en un nuevo vitor de los enanos. -¡Regalo! -espetó Sturm-. La palabra «rescate» sería más adecuada. -A cambio del cual-prosiguió Elistan cuando pudo ser oído-, agradecemos a los enanos su generosa oferta de permitimos refugiamos en su reino. -Por el derecho a quedar sellados en una tumba... -murmuró Sturm. -¡y suplicamos el apoyo de los enanos si sobreviniera una guerra! -gritó Elistan. Los vítores resonaron por toda la sala, subiendo de tono cuando Homfel se inclinó para recibir el Mazo. Los enanos patearon el suelo y silbaron. Tanis comenzó a sentir náuseas. Miró a su alrededor. No los echarían de menos. Homfel iba a hablar; así como cada uno de los otros seis gobemadores, por no mencionar a los miembros del Consejo de Sumos Buscadores. El semielfo tocó a Sturm en el brazo, haciéndole un gesto para que lo siguiera. Ambos salieron en silencio de la sala, teniendo que agacharse al pasar bajo un estrecho arco. A pesar de seguir en el interior de la montaña, por lo menos estaban lejos del ruído. -¿Estás bien? -preguntó Sturm, advirtiendo la palidez de Tanis bajo su barba. El semielfo aspiraba largas bocanadas de aire fresco que se filtraba a través de algunas grietas de la montaña. -Ahora sí. Ha sido el calor ...y el ruido. -Pronto saldremos de aquí. Siempre que el Consejo de Sumos Buscadores apruebe que partamos hacia Tarsis. -Oh, no hay duda alguna de lo que votarán -dijo Tanis encogiéndose de hombros-. Ahora que ha traído a la gente a un lugar seguro, Elistan controla claramente la situación. Ninguno de los Sumos Buscadores osará llevarle la contraria, por lo menos cara a cara. No, amigo mío, tal vez antes de un mes estemos navegando en uno de los barcos de alas blancas de Tarsis, la Bella. -Sin el Mazo de Kharas -añadió Sturm con amargura y en voz baja, como recordando una leyenda, dijo: «Los dioses nunca abandonaron a los mortales y concedieron a un escogido, el Ser del Brazo de Plata, el poder de forjar una nueva Dragonlance como la del Caballero Huma y muchas más, capaces de derrotar a los Dragones. Y el Mazo de Kharas se devolverá al reino de los enanos...» -y ha sido devuelto -exclamó Tanis haciendo un esfuerzo por contener su creciente enfado. -¡Ha sido devuelto y va a quedarse aquí! -Sturm escupió las palabras-. Podríamos haberlo llevado a Solamnia para forjar nuestras propias lanzas dragonlance... -¡Y así tú te convertirás en un nuevo Huma, cabalgando hacia la gloria con una dragonlance en tus manos! Mientras tanto dejarías morir a ochocientas personas... -¡No, no las dejaría morir! -gritó Sturm con ira-. La primera posibilidad de que disponemos para poseer las lanzas dragonlance y... De pronto dejaron de discutir, al advertir repentinamente una silueta deslizándose entre las oscuras sombras que los rodeaban. -Shirak -susurró una voz y comenzó a resplandecer la brillante luz de una bola de cristal, incrustada en la dorada garra de un dragón y labrada sobre un sencillo bastón de madera. La luz iluminó la túnica roja de un mago. El joven mago caminó hacia ellos, apoyándose sobre su bastón y tosiendo levemente. La luz del bastón iluminaba un rostro esquelético, cuyos finos huesos estaban recubiertos por una reluciente y tirante piel metálica de color dorado. Sus ojos resplandecían también con un tono dorado. -Raistlin -dijo Tanis con voz tensa-, ¿querías algo? A Raistlin no parecieron preocuparle en absoluto las enojadas miradas que ambos hombres le dirigieron, aparentemente acostumbrado al hecho de que muy pocos se sentían cómodos en su presencia ni deseaban que estuviera a su alrededor. Se detuvo ante ellos y alargando una mano frágil dijo: -Akular-alan suh Tagolann Jistrathar. -y ante los atónitos Tanis y Sturm se perfiló la ténue imagen de un arma. Era una lanza de unos doce pies de altura. La punta estaba hecha de plata pura, afilada y reluciente, y el asta labrada en madera bruñida. El extremo inferior era de acero y estaba diseñado para poder ser clavado en el suelo. -¡Es preciosa! -exclamó Tanis admirado-. ¿Qué es? -Una Dragonlance -replicó Raistlin. Sosteniendo la lanza en su mano, el mago avanzó entre Sturm y el semielfo, quienes se hicieron a un lado para dejarle pasar, como si no quisieran ser tocados por él. Sus ojos estaban fijos en la lanza. En ese instante Raistlin se volvió y se la tendió a Sturm. -Aquí tienes tu Dragonlance, Caballero. Sin ayuda del Mazo ni del Ser del Brazo de Plata. ¿Cabalgarás con ella hacia la gloria, recordando que, para Huma, con la gloria: llegó la muerte? Los ojos de Sturm relampaguearon. Al alargar el brazo para asir la Dragonlance, contuvo la respiración, sobrecogido. Ante su asombro, ¡su mano la atravesó! Al querer tocarla, la Dragonlance se evaporó. -¡Otro de tus trucos! -le espetó al mago. Girando sobre sus talones, se alejó de allí intentando sofocar su ira. -Si pretendías gastarle una broma -dijo Tanis pausadamente-, no ha tenido ninguna gracia. -¿Una broma? Deberías conocerme mejor, Tanis. Sus extraños ojos dorados siguieron al caballero mientras éste se encaminaba hacia la espesa negrura de la ciudad de los enanos bajo la montaña. El mago rió con aquella extraña risa que Tanis había escuchado tan sólo una vez. Después, haciendo una sardónica reverencia ante el semielfo, Raistlin desapareció, perdiéndose en la penumbra tras el caballero. 1 Los barcos de alas blancas. Esperanza más allá de las Praderas de Arena. Tanis, el Semielfo, estaba presente en la reunión del Consejo de Supremos Buscado-res y escuchaba con el ceño fruncido. Aunque oficialmente la falsa religión de los Busca-dores ya había desaparecido, se seguía denominando de esta forma al grupo que ostentaba la jefatura política de los ochocientos refugiados de Pax Tharkas. -No es que no agradezcamos a los enanos que nos permitan vivir en su reino declaró Hederick agitando su mano, chamuscada en la chimenea de «El Último Hogar». Todos les quedamos muy reconocidos, de eso estoy seguro. Así como también estamos agradecidos a aquellos cuyo heroísmo al recobrar el Mazo de Kharas hizo posible que viniésemos aquí -Hederick se inclinó ante Tanis, quien le devolvió el saludo asintiendo ligeramente con la cabeza-. ¡Pero nosotros no somos enanos! Esta enfática declaración provocó murmullos de aprobación, lo que enardeció considerablemente a Hederick. -¡Nosotros los humanos no hemos sido hechos para vivir bajo tierra! Hubo más gritos de aprobación y algunos aplausos. -Somos granjeros. -¡No podemos hacer crecer alimentos en el interior de una montaña! Queremos tierras como las que nos vimos obligados a dejar atrás. ¡Y yo digo que aquellos que nos obligaron a abandonar nuestro hogar deberían proveemos de uno nuevo! -¿Se refiere a los Señores de los Dragones? -le susurró Sturm sarcásticamente a Tanis -. Estoy seguro de que estarían encantados... -¡Esos locos deberían dar gracias por estar vivos! -murmuró Tanis -. ¡Míralos, volviéndose contra Elistan como si fuese culpa suya! El clérigo de Paladine se puso en pie para responder a Hederick. -Precisamente porque necesitamos nuevos hogares -dijo Elistan con una profunda voz, que resonó en toda la caverna-, propongo que enviemos una delegación al sur, a la ciudad de Tarsis, la Bella. Tanis había oído el plan de Elistan con anterioridad por lo que su mente se dedicó a recordar el mes que había transcurrido desde que él y sus compañeros regresaran de la Tumba Derkin con el Mazo sagrado. Los diferentes territorios de enanos, reunidos ahora bajo el gobierno de Hornfel, se encontraban entonces preparándose para combatir el mal proveniente del norte. Su temor no era muy grande, ya que su reino en la montaña parecía inexpugnable. Habían mantenido la promesa que le habían hecho a Tanis a cambio del Mazo: los refugiados de Pax Tharkas podrían instalarse en la Puerta Sur de la montaña, el extremo más meridional del reino de Thorbardin. Elistan guió a los refugiados a Thorbardin. Éstos intentaron reconstruir sus vidas, pero la situación no era totalmente satisfactoria. Sin duda alguna estaban a salvo y seguros, pero los refugiados, granjeros en su mayoría, no eran felices viviendo bajo tierra en las inmensas cavernas de los enanos. En primavera podrían plantar sus cosechas en la ladera de la montaña, pero aquella tierra rocosa no produciría alimento alguno. Querían vivir bajo el sol, al aire libre. No querían depender de los enanos. Fue Elistan el que rememoró las antiguas leyendas de Tarsis, la Bella, y sus barcos alados. Pero eso era todo lo que eran, leyendas, tal como había señalado Tanis la primera vez que Elistan mencionó la idea. Ningún ser de esta parte de Ansalon había oído nada sobre la ciudad de Tarsis desde el Cataclismo, más de trescientos años atrás. En esa época, los enanos habían cerrado el reino de la Montaña de Thorbardin, interrumpiendo toda comunicación entre el norte y el sur, ya que la única forma de cruzar las Montañas Kharolis era atravesando Thorbardin. Tanis escuchó sombrío el voto unánime del Consejo de Supremos Buscadores aprobando la sugerencia de Elistan. Propusieron enviar a un pequeño grupo a Tarsis con instrucciones de averiguar qué barcos llegaban a puerto, a dónde se dirigían, y cuánto costaría reservar pasaje o, incluso, adquirir una nave. -¿ y quién va a guiar a ese grupo? -se preguntaba Tanis en silencio, a pesar de conocer perfectamente la respuesta. Todas las miradas se volvieron hacia él. Pero antes de que Tanis pudiese hablar, Raistlin, que había estado escuchando todo lo que se decía sin hacer comentario alguno, avanzó hacia el Consejo, se detuvo ante ellos y se los quedó mirando con sus relucientes ojos dorados. -Sois unos necios -dijo con un matiz de desprecio en su voz susurrante-, y estáis viviendo el sueño de un necio. ¿Cuántas veces debo repetirlo? ¿Cuán a menudo debo recordaros el portento de las estrellas? ¿ Qué os decís a vosotros mismos cuando miráis al cielo nocturno y veis esos dos negros agujeros en el lugar donde deberían estar las constelaciones? Los miembros del Consejo se agitaron en sus asientos y varios de ellos intercambiaron largas y expresivas miradas de aburrimiento. Raistlin lo advirtió y continuó en un tono cada vez más desdeñoso. -Sí, he oído decir a alguno de vosotros que no es más que un fenómeno natural, algo que ocurre, parecido a la caída de hojas de los árboles. Varios de los miembros del Consejo murmuraron entre ellos, asintiendo. Raistlin los observó en silencio durante un instante, con una mueca de escarnio en los labios. Después habló una vez más. -Os repito que sois unos necios. La constelación conocida como la Reina de la Oscuridad ha desaparecido del cielo porque la Reina está presente aquí, en Krynn. La constelación El Guerrero, que representa al viejo Dios Paladine, como nos revelan los Discos de Mishakal, ha regresado también a Krynn para combatirla. Raistlin hizo una pausa. Elistan, que estaba entre los Buscadores, era un clérigo de Paladine, y muchos se habían convertido a su nueva religión. Podía notar la creciente ira ante lo que algunos consideraban una blasfemia. ¡La idea de que los dioses pudieran involucrarse en los asuntos de los hombres! ¡Escandaloso! Pero a Raistlin nunca le había preocupado ser considerado un blasfemo. Elevó el tono de su voz. -¡Recordad bien mis palabras! Con la Reina de la Oscuridad han venido sus «hululantes huestes», como se dice en el «Cántico del Dragón». ¡Y sus hululantes huestes son dragones! -Raistlin pronunció la última palabra en un tono que, como dijo Flint, «helaba la sangre». -Eso lo sabemos todos -respondió Hederick con impaciencia. Hacía ya rato que había transcurrido la hora del diario vaso de vino caliente del Teócrata, y la sed le daba, coraje para hablar. No obstante se arrepintió de ello inmediatamente, cuando los ojos en forma de relojes de arena de Raistlin, parecieron atravesarlo como saetas negras. ¿Adóadónde quieres llegar? -Esa paz ya no existe en ningún lugar de Krynn. Buscad barcos, viajad donde queráis. Donde quiera que vayáis, cada vez que alcéis la mirada hacia el cielo nocturno, veréis esos dos grandes agujeros negros. ¡Dondequiera que vayáis habrá dragones! Raistlin comenzó a toser. Su cuerpo se encogía con los espasmos y estuvo a punto de caer, pero su hermano gemelo, Caramon, corrió hacia él y lo sujetó con sus enormes brazos. Después de que Caramon hubiese guiado al mago fuera de la reunión del Consejo, pareció como si hubiese desaparecido un oscuro nubarrón. Los miembros del Consejo volvieron a agitarse en sus asientos, rieron -un poco temblorosos- y comenzaron a hablar de temas superficiales. Imaginar que había guerra en todo Krynn era cómico porque, aquí en Ansalon, la guerra casi había terminado. El Señor del Dragón, Verminaard, había sido vencido y sus ejércitos de draconianos se habían retirado. Los miembros del Consejo se pusieron en pie, se desperezaron y dejaron la sala para dirigirse a la taberna o a sus casas. Olvidaron que nunca le habían preguntado a Tanis si accedería a guiar al grupo hacia Tarsis. Sencillamente supusieron que lo haría. Tanis, intercambiando una mirada ceñuda con Sturm, salió de la caverna. Era su noche de guardia. A pesar de que los enanos podían considerarse a salvo en su montaña, Tanis y Sturm insistieron en que debía realizarse una guardia en la Puerta Sur. Habían llegado a temer demasiado a los Señores de los Dragones para poder dormir tranquilamente... incluso bajo tierra. Tanis se apoyó en el muro exterior de la Puerta Sur con rostro serio y pensativo. Ante él se extendía una pradera cubierta de suave nieve en polvo. La noche era tranquila y callada. Tras él se erguía la inmensa mole de las Montañas Kharolis. La Puerta Sur era; en realidad, un gigantesco tapón en la ladera de la montaña. Era una de las zonas de defensa de los enanos que había mantenido incomunicado al mundo durante trescientos años tras el Cataclismo y las guerras de los enanos. Con una base de sesenta pies de anchura y casi el doble de altura, el portal se manipulaba a través de un inmenso mecanismo que lo impulsaba hacia adentro o hacia afuera de la montaña. El centro tenía más de cuarenta pies de grosor, por lo que la puerta era considerada la más indestructible de todas las conocidas en Krynn, a excepción de otra igual que había en el norte. Una vez cerradas no podían distinguirse de las laderas de la montaña, tal había sido el artesanal trabajo de los antiguos enanos constructores. No obstante, desde la llegada de los humanos a la Puerta Sur, en la abertura se habían colocado antorchas que facilitaban a hombres, mujeres y niños el acceso al exterior, necesidad humana que para los Enanos de las Montañas suponía una inexplicable debilidad. Mientras Tanis estaba ahí, contemplando los bosques que había tras la pradera y sin encontrar ninguna paz en su callada belleza, se le unieron Sturm, Elistan y Laurana. Evidentemente los tres habían estado hablando de él, lo cual creó un tenso silencio. -¡Qué solemne estás! -le dijo Laurana a Tanis dulcemente, acercándose a él y posando una mano sobre su brazo-. Opinas que Raistlin tiene razón, ¿verdad, Thanthal... Tanis? -Laurana enrojeció. Todavía le resultaba difícil pronunciar su nombre humano, a pesar de que le conocía lo suficiente para comprender que su nombre de elfo únicamente le producía dolor. Tanis bajó la mirada hacia la pequeña y esbelta mano posada sobre su brazo y la cubrió con la suya. Sólo unos pocos meses antes el roce de esa mano lo hubiera irritado, llenado de confusión y culpa, ya que su amor se debatía entre una mujer humana y, como él se decía a sí mismo, un enamoramiento de infancia hacia la doncella elfa. Pero ahora el contacto con la mano de Laurana lo llenaba de paz y calor, además de hacer bullir su sangre. Antes de responder a su pregunta, consideró brevemente esos nuevos y perturbadores sentimientos. -Hace tiempo que creo que el consejo de Raistlin es sensato -dijo, a pesar de saber que eso los preocuparía. No se equivocaba, el rostro de Sturm se ensombreció y Elistan frunció el ceño-. Creo que esta vez tiene razón. Hemos ganado una batalla, pero estamos muy lejos de haber ganado la guerra. Sabemos que hay guerra en el norte, en Solamnia. Pienso que es fácil deducir que las fuerzas de la Oscuridad no están luchando tan sólo para conquistar Abanasinia. -¡Pero eso son sólo especulaciones! -argumentó Elistan-. No dejes que el misterio que rodea al joven mago nuble tu pensamiento. Puede que tenga razón, ¡pero no es motivo para abandonar la esperanza, para seguir intentándolo! Tarsis es una gran ciudad portuaria, por lo menos eso es lo que nos han dicho. Allá encontraremos a aquellos que puedan decimos si la guerra se ha extendido por el mundo. Si así es, seguro que todavía quedan refugios donde podamos encontrar la paz. -Escucha a Elistan, Tanis -dijo Laurana en voz baja-. Es sabio. Cuando los nuestros dejaron Qualinesti no huyeron ciegamente. Viajaron hasta un pacífico refugio. Mi padre tenía un plan, aunque no osó revelarlo... Laurana dejó de hablar, alarmada al ver el efecto que causaban sus palabras. Tanis se apartó bruscamente de ella y volvió su mirada a Elistan, con los ojos llenos de rabia. -Raistlin dice que la esperanza es una negación de la realidad -declaró Tanis fríamente. Pero al ver la expresión de preocupación de Elistan y su triste mirada, el semielfo sonrió con fatiga-. Discúlpame, Elistan. Estoy cansado, eso es todo. Perdóname. Tu sugerencia es buena. Viajaremos a Tarsis con esperanza, ya que no se nos ocurre mejor solución... Elistan asintió y se volvió, disponiéndose a marcharse. -¿Vienes, Laurana? Sé que estás cansada, querida, pero hay mucho trabajo que hacer antes de poder entregar el mando al Consejo en mi ausencia. -Estaré contigo dentro de un instante, Elistan -dijo Laurana enrojeciendo-. Quiquiero hablar un momento con Tanis. Elistan, tras dirigirles a ambos una mirada de comprensión, desapareció en la oscuridad del portal con Sturm. Tanis comenzó a apagar las antorchas, preparándose para cerrar la inmensa puerta. Laurana se quedó cerca de la entrada, con la expresión cada vez más fría al hacerse obvio que Tanis la ignoraba. -¿Qué te ocurre? -dijo finalmente la elfa-. ¡Es como si te pusieses de parte de ese mago de alma oscura en contra de Elistan, uno de los humanos más sabios y mejores que nunca haya conocido! -No juzgues a Raistlin, Laurana. Las cosas no son tan blancas o tan negras como vosotros los elfos creéis. El mago ha salvado nuestras vidas en más de una ocasión. He llegado a confiar en su forma de pensar, la cual, admito, me parece más fácil de aceptar que esa fe ciega. -¡Vosotros los elfos! -gritó Laurana-. ¡Cuán típicamente humano suena esto! ¡Hay más de elfo en ti de lo que eres capaz de admitir, Thantalas! Solías decir que no te habías dejado la barba para ocultar tus orígenes, y yo te creí. Pero ahora no estoy tan segura ¡he vivido lo suficiente entre humanos para saber lo que piensan de los elfos! Pero estoy orgullosa de mi herencia. ¡Tú no! Tú te avergüenzas de ella. ¿Por qué? ¡Es por esa mujer humana de la que estás enamorado! ¿Cuál es su nombre, Kitiara? -¡Ya basta, Laurana! -exclamó Tanis. Dejando una antorcha sobre el suelo, se acercó a la doncella elfa-. Si quieres discutir relaciones, ¿qué me dices de ti y de Elistan? Puede que sea un clérigo de Paladine, pero es un hombre... ¡hecho que puedes, sin duda, testificar! Sólo te oigo decir -dijo imitando su voz-. «Elistan es tan sabio», «pregúntale a Elistan, él sabrá qué hacer», «escucha a Elistan, Tanis...» -¿Cómo te atreves a acusarme de tus propios errores? Quiero a Elistan. Lo venero. Es el hombre más sabio que he conocido, y el más amable. Se está sacrificando... dedica toda su vida a servir a los demás. Pero sólo hay un hombre al que amo, el único hombre al que he amado nunca, a pesar de que estoy empezando a preguntarme si tal vez no haya cometido un error. Tú me dijiste en aquel terrorífico lugar, el Sla-Mori, que me estaba comportando como una chiquilla y que lo que tenía que hacer era crecer. Pues bien, he crecido, Tanis Semielfo. En estos amargos meses pasados he visto muerte y sufrimiento. ¡He pasado más miedo del que nunca creí que pudiera pasar! He aprendido a luchar y he llevado a mis enemigos a la muerte. Todo ello me ha herido profundamente, insensibili-zándome hasta tal punto que ya no puedo sentir dolor. Pero lo realmente doloroso es verte con otros ojos... -Nunca he dicho que sea perfecto, Laurana -dijo Tanis pausadamente. Solinari y Lunitari habían aparecido, ninguna de las dos estaba llena aún, pero brillaban lo suficiente para que Tanis pudiese ver lágrimas en los luminosos ojos de Laurana. Alargó las manos para tomarla en sus brazos, pero ella dio un paso atrás. -Nunca lo has dicho -dijo ella desdeñosamente- ¡pero en verdad disfrutas sabiendo que así lo creemos! Ignorando sus brazos tendidos, tomó una antorcha de la pared y caminó hacia la oscuridad de la gruta, hacia el interior de la montaña de Thorbardin. Tanis la contempló mientras se alejaba admirando el ligero brillo de sus cabellos color miel, y su airoso caminar, tan airoso como los esbeltos álamos de su hogar elfo en Qualinesti. Mientras veía cómo desaparecía de su vista, estuvo mesándose la espesa barba pelirroja que ningún elfo de Krynn podía dejarse crecer. Reflexionó sobre la última frase de Laurana y, extrañamente, comenzó a pensar en Kitiara. Evocó imágenes de su rizada cabellera negra, de su sonrisa curva, de su ardiente e impetuoso carácter y de su cuerpo fuerte y sensual, el cuerpo de una experimentada espadachina. Pero ante su asombro descubrió que la imagen se disolvía, atravesada por la serena y clara mirada de un par de ojos elfos ligeramente sesgados. Se oyó un estruendo en la montaña. El eje que hacía mover la inmensa puerta de piedra comenzó a girar, haciendo que ésta se fuese cerrando. Tanis decidió no entrar. «Sellados en una tumba». Al recordar las palabras de Sturm, sonrió, pero sintió una punzada en el alma. Durante unos segundos permaneció mirando hacia la puerta, notando cómo su peso iba interponiéndose entre él y Laurana. La puerta se cerró con un sordo estampido. La faz de la montaña aparecía vacía, desierta, inabordable. Tanis suspiró, envolviéndose en su túnica comenzó a caminar en dirección al bosque. Era mejor dormir sobre la nieve que bajo tierra. Además debía comenzar a acostumbrarse, las Praderas de Arena que debían atravesar para llegar a Tarsis estarían probablemente cubiertas de nieve, a pesar de que el invierno acabase de comenzar. Mientras pensaba en el viaje, elevó la mirada al cielo. Estaba bellísimo, plagado de relucientes estrellas. Pero dos negros agujeros desfiguraban aquella belleza. Las constelaciones desaparecidas de Raistlin. Había brechas en el cielo y también en su interior. Tras su discusión con Laurana, a Tanis casi le alegró iniciar el viaje. Cada uno de los compañeros había decidido ir. Tanis sabía que ninguno de ellos se sentía totalmente en casa entre los refugiados. Los preparativos para el viaje le daban mucho en qué pensar. Podía decirse a sí mismo que no le importaba que Laurana lo evitase. Y, al principio, el mismo viaje resultó agradable. Parecía que estuviesen en los primeros días de otoño, en lugar de a principios de invierno. El sol brillaba caldeando el aire y Raistlin era el único que llevaba túnica de abrigo. Mientras los compañeros caminaban por la parte norte de las Praderas la conversación era alegre y ligera, cuajada de bromas, chanzas, y recuerdos de las risas compartidas en Solace en tiempos mejores. Nadie habló de los sucesos malignos y oscuros vividos recientemente. Era como si al vislumbrar un futuro más brillante, desearan que esos hechos no hubieran ocurrido jamás. Por las noches, Elistan les explicaba lo que iba aprendiendo acerca de los antiguos dioses en los Discos de Mishakal, que llevaba con él. Aquellas historias inundaban sus almas de paz y reforzaban su fe. Pero Tanis, que había pasado toda su vida buscando algo en qué creer, ahora que lo había encontrado, lo contemplaba con escepticismo. Quería asumir el mensaje de Mishakal, pero algo se lo impedía y, cada vez que miraba a Laurana, sabía lo que era. Hasta que no consiguiera resolver su propia agitación interna, nunca conocería la paz. El único que no compartía las conversaciones, la alegría, las chanzas y bromas y las charlas alrededor del fuego, era Raistlin. El mago pasaba los días estudiando su libro de encantamientos. Si alguien lo interrumpía, le contestaba con un grito. Después de las cenas, en las que comía poco, se sentaba solo, mirando al cielo, y contemplaba los dos negros agujeros que se reflejaban en sus pupilas con forma de relojes de arena. Tras varios días de viaje los ánimos comenzaron a flaquear. Gruesas nubes oscurecieron el sol, y empezó a soplar el frío viento del norte. Caía tanta nieve que un día ya no pudieron avanzar más y se vieron obligados a buscar refugio en una gruta hasta que se acabara la tempestad. Por la noche montaron doble guardia, a pesar de que nadie sabía exactamente por qué. Lo único que tenían era la impresión de que el peligro y la amenaza aumentaban. Riverwind contempló inquieto las huellas que habían dejado tras ellos en la nieve. Como dijo Flint, hasta un enano gully ciego podría seguirlas. La sensación de peligro aumentó, una sensación de ser observados y escuchados. ¿Pero quién podía acechar aquí, en las Praderas de Arena, donde nada ni nadie había habitado desde hacía más de trescientos años? 2 El Señor del Dragón. Un viaje funesto. El dragón suspiró, batió sus inmensas alas y alzó su pesado cuerpo de las cálidas y tranquilas aguas de los manantiales. Emergiendo de una ondulante nube de vapor, se impulsó para pisar el frío suelo. El penetrante viento invernal le escocía en sus delicados ollares y le picaba en la garganta. Tragando saliva con dificultad, resistió con firmeza la tentación de regresar a los estanques y comenzó a trepar hacia el alto saliente de roca que se alzaba ante él. El dragón, irritado, plantaba sus garras sobre las resbaladizas rocas cubiertas de hielo, ya que en aquella atmósfera gélida, los vapores que emanaban de las aguas termales se enfriaban casi instantáneamente. La piedra se resquebrajaba y rompía bajo sus garrudas patas, rebotando y resonando en el valle que se extendía más abajo. Resbaló una vez, perdiendo momentáneamente el equilibrio. Desplegando sus inmensas alas, consiguió recuperarlo con facilidad, pero el incidente sirvió para acrecentar su malhumor. El sol naciente iluminaba los picos de las montañas, rozando al dragón y haciendo que sus escamas azules reluciesen doradas, pero contribuyendo poco a caldear su sangre. La bestia se estremeció de nuevo, plantando las patas sobre el pavimento. El invierno no estaba hecho para los Dragones Azules, ni tampoco el tener que viajar por ese insondable país. Con este pensamiento en la mente, y después de una amarga e interminable noche pensando lo mismo, Skie miró a su alrededor en busca de su Señor. Lo encontró de pie sobre un saliente de roca. Era una imponente figura ataviada con un casco astado y una armadura de escamas azules. El Gran Señor, con la capa azotada por el aire helado, contemplaba con profundo interés la inmensa y llana pradera que yacía más abajo. -Venid, Señor, volved a vuestra tienda, «y permitidme regresar a los cálidos manantiales», añadió Skie mentalmente-. Este viento penetra hasta los huesos. ¿De todas formas, que hacéis aquí afuera? Skie podía haber supuesto que el Gran Señor estaba haciendo un reconocimiento, pensando en la disposición de las tropas, o en el ataque de los dragones voladores. Pero éste no era el caso. Hacía ya tiempo que la ocupación de Tarsis había sido planeada, planeada de hecho, por otro de los Señores de los Dragones, ya que estas tierras estaban bajo el dominio de los Dragones Rojos. «Los Dragones Azules y sus Grandes Señores controlan el norte. En cambio yo estoy aquí, en estas áridas tierras del sur y tras de mí hay toda una escuadrilla de compañeros», pensaba Skie irritado. Bajó la cabeza ligeramente, mirando a los otros Dragones Azules que batían las alas en la temprana mañana, agradecidos por el calor de los manantiales que aliviaba sus entumecidos tendones. «Necios», siguió pensando Skie desdeñosamente. «Lo único que esperan es una señal del Gran Señor para atacar, iluminar los cielos y arrasar las ciudades con sus mortales rayos de luz, eso es lo único que les preocupa. Tienen una fe ciega en Su Señor. Claro que no es extraño -admitió Skie-porque éste los condujo de victoria en victoria en el norte, sin que en su grupo se produjese baja alguna. Sin embargo, dejan las preguntas para mí, porque soy la cabalgadura del Gran Señor, porque estoy más cerca de él. Bien, que así sea. El Gran Señor y yo nos entendemos perfectamente.» -No hay razón alguna para que estemos en Tarsis -Skie expresó sus pensamientos claramente a su Señor, al que no temía. A diferencia de muchos de los dragones de Krynn, quienes servían a sus señores con repugnante aversión, sabiendo que éstos eran los verdaderos gobernantes, Skie servía al suyo con afecto y respeto-. Los Dragones Rojos no quieren que estemos aquí, eso seguro. Y no nos necesitan. Esa exquisita ciudad, que te atrae tan extrañamente, caerá con facilidad porque no tiene ejército. Este fue engañado y partió hacia la frontera. -Estamos aquí porque mis espías me han comunicado que ellos se encuentran en Tarsis o llegarán dentro de poco tiempo -fue la respuesta del Gran Señor. Hablaba en voz baja pero podía oírsele pese al ululante viento. -Ellos... ellos... refunfuñó el dragón, tiritando y paseando incesantemente de un lado a otro del amplio saliente-. Abandonamos la guerra del norte, malogramos un tiempo valioso, perdemos una fortuna en acero. ¿Y por qué...? Por un puñado de aventureros itinerantes. -Ya sabes que la riqueza no significa nada para mí. Podría comprar Tarsis si quisiera -el Señor del Dragón acarició el cuello del dragón con un helado guante de cuero que crujía con cada uno de sus gestos-. La guerra marcha bien en el norte. A Ariakus no le importó que me fuese. Bakaris es un comandante joven y experto que conoce mis ejércitos casi mejor que yo. Y no olvides, Skie, que son algo más que vagabundos. Esos «aventureros itinerantes» mataron a Verminaard. -¡Bah! Ése ya había cavado su propia tumba. Estaba obsesionado, perdió de vista el verdadero objetivo -el dragón lanzó una mirada a su señor-. Lo mismo puede decirse de otros. -¿Obsesionado? Sí, realmente Verminaard lo estaba, pero sé de algunos que deberían tomarse más en serio esa obsesión. El sabía el daño que podía causamos el que el conocimiento de los verdaderos dioses se difundiera. Ahora, de acuerdo con los informes que nos han llegado, la gente sigue a un humano llamado Elistan, que es clérigo de Paladine. Los adoradores de Mishakal han devuelto la curación a la tierra. No, Verminaard era previsor, todo esto es sumamente peligroso. Deberíamos reconocerlo e intentar detenerlo, no mofamos de ello. El dragón resopló burlón. -Ese Elistan no es el líder de todo el mundo sino sólo de ochocientos miserables humanos, esclavos de Verminaard en Pax Tharkas, que ahora están refugiados en la Puerta Sur con los enanos de las montañas -el dragón se tendió sobre el suelo de roca, sintiendo finalmente como el sol de la mañana proporcionaba algo de calor a su escamosa piel-. Nuestros espías comunicaron, además, que en estos momentos están viajando hacia Tarsis. Para esta noche, ese Elistan será nuestro y así acabará todo. ¡No volveremos a oír hablar de ese clérigo de Paladine! -Elistan no me sirve de nada. No es a él a quien busco. -¿No? ¿A quién, entonces? -Hay tres personajes en los que tengo especial interés. Te facilitaré la descripción de cada uno de ellos... -el Señor del Dragón se acercó más a Skie-, ya que nuestra participación en la destrucción de Tarsis, mañana, tiene la finalidad de capturarlos. Estos son los que busco... Tanis avanzaba por las heladas praderas, pisando ruidosamente con sus botas la gruesa capa de nieve alisada por el viento. A sus espaldas el sol comenzaba a elevarse, iluminando el valle pero sin caldearlo. Envolviéndose todavía más en su capa, el semielfo miró a su alrededor para asegurarse de que nadie quedara atrás. Los compañeros caminaban en fila india; los más débiles iban los últimos, siguiendo las huellas dejadas por los que marchaban en cabeza abriendo camino. Tanis los guiaba. Sturm caminaba tras él, tan constante y fiel como siempre, aunque continuaba apesadumbrado por la idea de tener que dejar atrás el Mazo de Kharas, el cual poseía una cualidad casi mística para el caballero. Parecía más preocupado y fatigado que de costumbre, pero no por ello dejaba de seguir a Tanis a buen paso. Esto no resultaba tan sencillo como pueda parecer, pues Sturm insistía en viajar ataviado con su antigua cota de mallas que, al no haber sido forjada por los enanos, pesaba considerablemente y hacía que sus pies se hundieran en la espesa capa de nieve. Tras ellos se encontraba Caramon, que avanzaba como un gran oso, arrastrando su cuantioso arsenal de armas, sus provisiones y las de su hermano gemelo, Raistlin. El mero hecho de contemplar a Caramon, agotaba a Tanis, ya que el inmenso guerrero no sólo avanzaba por la nieve con gran facilidad, sino que, además, se las arreglaba para ensanchar el camino para los que le seguían. El siguiente era Gilthanas, al cual de entre todos los compañeros, Tanis podía haberse sentido más cercano, ya que habían sido criados como hermanos. Pero aquél era el hijo más joven del Orador de los Soles, gobernador de los elfos de Qualinesti, mientras que Tanis era un bastardo y tan sólo un semielfo, producto de la brutal violación de una elfa por un guerrero humano. Para empeorar más las relaciones, Tanis había osado sentirse atraído -aunque fuese de modo infantil e inmaduro-, hacia la hermana de Gilthanas, Laurana. Por tanto, lejos de ser amigos, Tanis tenía siempre la incómoda sensación de que al elfo, posiblemente, le alegraría verle muerto. Tras el elfo caminaban Riverwind y Goldmoon. Para los bárbaros, envueltos en sus gruesas capas de pieles, el frío significaba poco. Hacía poco más de un mes que estaban casados, y el profundo amor que sentían el uno por el otro -un amor de sacrificio personal que había traído al mundo el descubrimiento de los antiguos dioses- se veía ahora acrecentado al hallar nuevas maneras de expresarlo. Los seguían Elistan y Laurana. Tanis encontró extraño que, al pensar con envidia en la felicidad de Riverwind y Goldmoon, su mirada hubiese topado con Elistan y Laurana. Siempre juntos. Siempre enzarzados en serias conversaciones. Elistan, clérigo de Paladine, avanzaba resplandeciente en su blanca túnica que relucía incluso en contraste con la nieve. De barba blanca y cabello cada vez más escaso, era aún una figura imponente, el tipo de hombre que podría perfectamente atraer a una joven. Pocos hombres o mujeres podían mirar a los fríos ojos azules de Elistan sin sentirse conmovidos, intimidados por la presencia de alguien que ha recorrido los senderos de la muerte y ha encontrado una fe más firme y renovada. Con él caminaba su fiel «ayudante», Laurana. La joven doncella elfa había huido de su hogar en Qualinesti para seguir a Tanis, impulsada por un enamoramiento adolescente. Se había visto obligaba a madurar rápidamente, se le habían abierto los ojos al dolor y al sufrimiento del mundo. Sabiendo que muchos del grupo -Tanis entre ellos-, la consideraban un estorbo, Laurana luchaba para probar su valía. Al lado de Elistan había encontrado su oportunidad. Hija del Orador de los Soles de Qualinesti, había nacido y se había educado en la política. Cuando Elistan luchaba por tratar de alimentar, vestir y controlar a ochocientos hombres, mu jeres y niños, fue Laurana la que facilitó su tarea. Se había hecho indispensable para él. Esto era algo que a Tanis le resultaba difícil de asimilar. El semielfo apretó los dientes, dejando que su mirada se apartase de Laurana para caer sobre Tika. La camarera, transformada en aventurera, avanzaba junto a Raistlin, pues Caramon le había pedido que acompañase al frágil mago ya que él debía permanecer en la vanguardia. Ni Tika ni Raistlin parecían satisfechos con ese arreglo. El mago envuelto en sus colorados ropajes caminaba malhumorado, con la cabeza agachada para defenderse del viento. Se veía obligado a detenerse a menudo debido a fortísimos ataques de tos que le hacían flaquear. En esos momentos Tika, dubitativa, lo rodeaba con el brazo, consciente de la preocupada mirada de Caramon. Pero Raistlin siempre se separaba de ella gritándole enojado. A continuación iba el anciano enano, que parecía rodar por la nieve; la punta de su casco y la borla «de melena de grifo» eran lo único que sobresalían de la blanca capa que cubría la tierra. Tanis había intentado explicarle que los grifos no tenían melena, que la borla era de pelo de caballo. Pero Flint mantenía testarudamente que su odio a los caballos provenía del hecho de que le hacían estornudar violentamente, por lo que no creía al semielfo. Tanis sonrió, sacudiendo la cabeza. Flint había insistido en caminar al frente de la línea. Sólo después de que Caramon lo hubo rescatado en tres ocasiones en las que quedó sepultado por la nieve, Flint accedió, refunfuñando, a quedarse en la «retaguardia». Deslizándose tras el enano iba Tasslehoff Burrfoot. Desde el frente de la línea, Tanis podía oír su aguda y estridente voz. Tas estaba deleitando al enano con un maravilloso re-lato sobre la ocasión en que encontró a un lanoso mamut al que dos transtornados hechiceros habían hecho prisionero. Tanis suspiró, Tass estaba consiguiendo ponerle los nervios de punta. Ya había reprendido al kender por golpear a Sturm en la cabeza con una bola de nieve. Pero sabía que era inútil. Los kenders viven buscando aventuras y nuevas experiencias. Tas estaba disfrutando cada minuto de ese funesto viaje. Sí, estaban todos ahí. Todos lo seguían. Tanis se volvió bruscamente, mirando hacia el sur. «¿Por qué me siguen a mí?», se preguntó con resentimiento. «Cuando yo apenas sé hacia dónde camina mi vida.» Se supone que debo guiar a otros. Yo no comparto la meta de Sturm de liberar la tierra de los dragones como hizo su héroe, Huma. Tampoco comparto la búsqueda religiosa de Elistan, el difundir entre la gente el conocimiento de los verdaderos dioses. Ni siquiera tengo la ardiente ambición de poder de Raistlin. Sturm le dio un codazo y señaló hacia delante. En el horizonte se divisaba una hilera de pequeñas colinas. Si el mapa del kender era exacto, la ciudad de Tarsis quedaba tras ellas. Tarsis, sus barcos de alas blancas, sus cúspides de reluciente blanco. Tarsis, la Bella. 3 Tarsis la Bella. Tanis extendió el mapa del kender. Habían llegado al pie de una hilera de desnudas y áridas colinas desde las cuales, de acuerdo con el mapa, debía verse la ciudad de Tarsis. -No podemos subir a esas montañas a la luz del día -dijo Sturm retirándose la bufanda de la boca-. Nos convertiríamos en una diana perfecta a cien metros a la redonda. -No -coincidió Tanis -. Acamparemos aquí, al pie. No obstante subiré a echarle un vistazo a la ciudad. -¡Esto no me gusta nada! -murmuró Sturm apesadumbrado-. Algo marcha mal. ¿Quieres que te acompañe? Al ver la expresión de cansancio del caballero, Tanis negó con la cabeza y le dijo: -Será mejor que te encargues de organizar a los demás. Ataviado con una capa de invierno blanca, el semielfo se preparó para trepar a las rocosas colinas cubiertas de nieve. Cuando se disponía a partir, notó la presión de una mano sobre su brazo. -Iré contigo -le susurró Raistlin. Tanis lo contempló asombrado y luego elevó la vista a las colinas. No sería fácil trepar por ellas, y sabía lo costosos que le resultaban al mago los grandes esfuerzos físicos. Raistlin notó su mirada y comprendió. -Mi hermano me ayudará -dijo haciéndole una seña a Caramon, quien pareció extrañarse pero se puso inmediatamente en pie para acudir a su lado-. Quisiera ver la ciudad de Tarsis, la Bella. Tanis lo miró con inquietud, pero el rostro de Raistlin aparecía tan impasible y frío como el metal al que se asemejaba. -Muy bien, pero en la cima de esa montaña, vas a resultar más visible que una mancha de sangre. Será mejor que te cubras con una capa blanca -la sonrisa sardónica del semielfo fue una perfecta imitación de la de Raistlin-. Pídele la suya a Elistan. Una vez en la cima de la montaña, desde la que se veía la legendaria ciudad portuaria de Tarsis, la Bella, Tanis comenzó a maldecir en voz baja. Con cada ardiente palabra salían de su boca pequeñas nubes de vapor. Bajándose la capucha de la pesada capa, contempló la ciudad con amarga desilusión. Caramon le dio un codazo a su gemelo. -¿Qué ocurre, Raistlin? No comprendo... -Tienes el cerebro en el brazo con el que manejas la espada -susurró Raistlin entre toses-. Mira. ¿Qué ves? -Bueno... Es una de las ciudades más grandes que he visto en mi vida, y, tal como nos dijeron, veo barcos... -Los barcos de alas blancas de Tarsis, la Bella -apuntó amargamente el mago-. Observa los barcos, hermano mío. ¿No notas nada extraño? -No están en muy buenas condiciones. Las velas están rasgadas y... -Caramon parpadeó y dio un respingo-. ¡No hay agua! -Una observación muy perspicaz. -Pero, en el mapa del kender ... -Era anterior al Cataclismo -interrumpió Tanis -. ¡Maldita sea, debería haber tenido en cuenta esa posibilidad! ¡Tarsis, la Bella, completamente cercada de tierra! -E indudablemente lleva así trescientos años -susurró Raistlin-. Cuando la montaña ígnea se desprendió del cielo, creó mares -como vimo s en Xak Tsaroth- pero también los destruyó. ¿ Qué hacemos ahora con los refugiados, Semielfo? -No lo sé -le respondió Tanis irritado. Contempló una vez más la ciudad y luego se volvió-. De cualquier forma, es inútil permanecer aquí. El mar no va a regresar para hacemos un favor a nosotros -dijo comenzando a descender lentamente por la ladera de la montaña. -¿Qué vamos a hacer? -le preguntó Caramon a su hermano-. No podemos regresar a la Puerta Sur. Sé que alguien o algo nos ha estado siguiendo -miró a su alrededor con expresión preocupada- y siento que, incluso ahora, nos están observando... Raistlin agarró a su hermano del brazo. Durante un extraño instante, ambos se parecieron terriblemente. Habitualmente se asemejaban tanto como la luz a la oscuridad. -Haces bien en confiar en tus sentimientos, hermano mío -dijo Raistlin en voz baja-. El peligro y el mal nos acechan. Desde que los refugiados llegaron a la Puerta Sur, lo he sentido cada vez más intensamente. Intenté advertirles... -sus palabras se vieron interrumpidas por un súbito ataque de tos. -¿Cómo lo sabes? -le preguntó Caramon. Raistlin sacudió la cabeza, incapaz de responder durante unos segundos. Después, una vez el espasmo hubo pasado, respiró profundamente e, irritado, contempló a su hermano. -¿Aún no te has enterado? ¡Lo sé! Pagué por mi conocimiento en las Torres de la Alta Hechicería. Pagué por ello con mi cuerpo y casi con mi mente. Pagué por ello con... -Raistlin se detuvo, observando a su gemelo. Caramon estaba pálido y silencioso como cada vez que se mencionaba la Prueba. Comenzó a decir algo, se atragantó y carraspeó. Raistlin suspiró y sacudió la cabeza, retirando la mano del brazo de su hermano. Después, apoyándose en su bastón, comenzó a descender por la colina. -Nunca lo entenderás. Trescientos años atrás, Tarsis, la Bella había sido la gran ciudad señorial de las tierras de Abanasinia. De allí partían las naves de alas blancas, en dirección a todas las tierras conocidas de Krynn. Y allí volvían, cargadas con todo tipo de objetos. valiosos y extraños, horrendos y delicados. El mercado de Tarsis era algo asombroso. Gran número de marinos poblaban sus calles y los dorados pendientes que llevaban relucían tanto como sus cuchillos. Los barcos traían a exóticas gentes de tierras lejanas que llegaban con la intención de vender sus mercancías; algunos de ellos vestían vaporosas sedas de alegre colorido adornadas con joyas. Vendían té y especies, frutas y perlas, y jaulas para pájaros de brillantes colores. Otros, ataviados con cuero, vendían lujosas pieles de animales tan extraños y chocantes como los que les habían dado caza. Desde luego en el mercado de Tarsis también había compradores. Eran casi tan raros, exóticos y peligrosos como los vendedores. Hechiceros ataviados con túnicas blancas, rojas o negras, recorrían los bazares en busca de los extraños componentes que re-querían sus mágicos encantamientos. Como incluso entonces se desconfiaba de ellos, caminaban entre la gente aislados y solitarios. Casi nadie hablaba con ellos, ni siquiera con los que vestían la túnica blanca, y nadie osaba estafarlos. También los clérigos buscaban ingredientes para sus pócimas sanadoras, ya que antes del Cataclismo había habido clérigos en Krynn. Algunos adoraban a los dioses del bien, otros a la neutralidad y otros finalmente a las divinidades del mal. Todos ellos tenían gran poder y sus rezos eran escuchados y entre toda la gente chocante y peregrina reunida en los bazares de Tarsis, la Bella, se hallaban los Caballeros de Solamnia: manteniendo el orden, guardando la tierra, viviendo sus disciplinadas vidas con estricta obediencia al Código y a la Medida. Eran seguidores de Paladine, y destacaban por su estricta obediencia a los dioses. La amurallada ciudad de Tarsis disponía de su propio ejército y -tal como se decía-nunca había caído ante una fuerza enemiga. La ciudad era gobernada bajo la atenta mirada de los caballeros por una familia noble, y había tenido la buena fortuna de estar bajo el mando de uno de estos linajes con sensibilidad y sentido de la justicia. Tarsis se convirtió en un centro de enseñanza; los sabios de tierras cercanas llegaban a ella para compartir sus conocimientos. Se fundaron escuelas y una gran biblioteca, así como templos dedicados a los dioses. Hombres y mujeres jóvenes sedientos de conocimientos viajaban a Tarsis para aprender. Las primeras guerras con los dragones no habían afectado a Tarsis. La inmensa ciudad, su formidable ejército, su flota de barcos de alas blancas y sus vigilantes Caballeros de Solamnia intimidaban incluso a la Reina de la Oscuridad. Antes de que ésta pudiera consolidar su poder y arrasar la ciudad, Huma aniquiló a sus dragones de los cielos. Por tanto Tarsis prosperó y se convirtió, durante la Era del Poder, en una de las ciudades más opulentas y orgullosas de Krynn y como ocurrió en muchas otras ciudades, con su esplendor aumentó su presunción. Tarsis comenzó a pedir más y más de los dioses: gloria, poder y riquezas. La gente adoraba al Sumo Sacerdote de Istar quien, viendo la amb ición reinante, pedía a los dioses con arrogancia lo que éstos le habían concedido a Huma en su humildad. Incluso los Caballeros de Solamnia -sujetos a las estrictas leyes de la Medida, cerrados a una religión que se había convertido en puro ritual con poca profundidad-cayeron bajo el dominio del poderoso Sumo Sacerdote. Entonces sobrevino el Cataclismo -una terrorífica noche en la que llovió fuego-. La tierra se rajó y resquebrajó cuando los dioses, furiosos con razón, lanzaron una montaña de roca sobre Krynn, castigando al Sumo Sacerdote de Istar y a los habitantes por su orgullo. La gente se dirigió entonces a los Caballeros de Solamnia. –¡Vosotros que sois justos, ayudadnos! -gritaban-. ¡Aplacad a los dioses! Pero los caballeros no podían hacer nada. De los cielos cayó fuego, la tierra se partió en dos. Las aguas del mar desaparecieron, las naves se tambalearon y zozobraron, la muralla de la ciudad se desmoronó. Cuando acabó aquella noche de horror, Tarsis estaba completamente rodeada de tierra. Sus barcos de alas blancas yacían sobre la arena cual aves heridas. Los sobrevivientes, ensangrentados y aturdidos, intentaron reconstruir la ciudad con la confianza de ver llegar, en cualquier momento, a los Caballeros de Solamnia, quienes dejarían sus inmensas fortalezas del norte y viajarían desde Palanthas, Solanthus, Vingaard Keep y Thelgaard hacia Tarsis, para ayudarles y protegerles una vez más. Pero no llegaron. Tenían sus propios problemas y no podían abandonar Solamnia. y aunque les hubiera sido posible hacerlo, un nuevo mar dividía las tierras de Abanasinia. Los enanos del reino de la montaña de Thorbardin cerraron sus puertas negando la entrada, por lo que los pasos entre las montañas quedaron bloqueados. Los elfos se retiraron a Qualinesti para curar sus heridas, maldiciendo a los humanos por la catástrofe. Tarsis pronto perdió todo contacto con el mundo del norte. Por tanto, tras del Cataclismo, cuando se hizo evidente que los caballeros no iban a proteger la ciudad, llegó el Día de la Proscripción. La situación llegó a ser muy delicada para el Señor de la ciudad, quien en realidad no creía en la corrupción de aquellos, pero comprendía que la gente necesitaba culpar a alguien. Si respaldaba a los caballeros, perdería el control de la ciudad, por lo que se vio obligado a cerrar los ojos cuando el enojado populacho atacó a los pocos que quedaban en Tanis, expulsando a unos y asesinando a otros. Tiempo después volvió a restablecerse el orden. El Señor y su familia consiguieron organizar un nuevo ejército. No obstante, muchas cosas habían cambiado. Ahora, todos creían que los antiguos dioses, a quienes habían adorado durante tanto tiempo, los habían abandonado. Encontraron nuevos dioses a los que reverenciar, a pesar de que éstos raramente respondían a sus oraciones. El poder clerical presente en aquellas tierras antes del Cataclismo se pervirtió y comenzaron a proliferar clérigos que pregonaban falsas promesas y esperanzas. La tierra se pobló de charlatanes sanadores que vendían sus falsos cura-lo-todo. Tiempo después, muchos de los sobrevivientes abandonaron Tarsis. Ya no había marinos vagando por el mercado; ya no llegaban elfos, enanos ni seres de otras razas. Los que continuaban viviendo en Tarsis, lo preferían así porque comenzaron a temer y a desconfiar del mundo exterior, y los extranjeros no eran bien recibidos. Pero Tarsis había sido durante tanto tiempo un centro de comercio, que aquellos de los alrededores que aún podían llegar a ella, continuaron haciéndolo. Las afueras de la ciudad se reconstruyeron, y el centro -los templos, escuelas y -la gran biblioteca- se dejó en ruinas. Volvió a abrirse el mercado, sólo que ahora era un mercado para granjeros y un lugar al que acudían los falsos clérigos para predicar las nuevas religiones. La paz envolvió la ciudad como una manta. Las gloriosas épocas pasadas eran como un sueño del que se hubiese podido dudar a no ser por las evidentes ruinas del centro. Por supuesto, en Tarsis circulaban ahora rumores de guerra que, en general, eran desestimados, a pesar de que el Señor de la ciudad hubiera enviado al ejército a vigilar las llanuras del sur. Cuando alguien le preguntaba por qué lo había hecho, respondía que sólo se trataba de una serie de prácticas militares. Después de todo, los rumores provenían del norte, y todos sabían que los Caballeros de Solamnia intentaban desesperadamente recuperar su antiguo poder. Era impresionante lo lejos que podían llegar esos traidores, ¡osando incluso inventar historias sobre el regreso de los dragones! Aquella era Tarsis, la Bella, la ciudad a la que los compañeros llegaron esa mañana poco después del amanecer. 4 ¡Arrestados! Separan a los héroes. Una despedida llena de presagios. Los pocos soldados, medio dormidos, que vigilaban las murallas aquella mañana, despertaron de golpe al ver a un grupo bien armado, pero de aspecto agotado, pidiendo entrada. No se la negaron. Ni siquiera les hicieron demasiadas preguntas. Un semielfo pelirrojo y de hablar calmo -hacía muchas décadas que en Tarsis no veían a un ser parecido dijo que llevaban mucho tiempo viajando y que buscaban cobijo. Sus compañeros aguardaron silenciosamente tras él, sin hacer ningún gesto amenazador. Bostezando, los guardias les indicaron una posada llamada «El Dragón Rojo». La cuestión podía haber acabado ahí. Después de todo, a medida que los rumores de guerra se extendían, comenzaban a llegar a Tarsis personajes más y más extraños. Pero al atravesar la verja, el viento levantó la capa de uno de los humanos, y un guardia vislumbró el brillo de una reluciente cota de mallas iluminada por el sol de la mañana. El guardia vio el odiado y denigrado símbolo de los Caballeros de Solamnia sobre la antigua cota. Frunciendo el ceño, desapareció entre las sombras, deslizándose tras el grupo que avanzaba por las calles de la ciudad. El guardia los vio entrar en «El Dragón Rojo». Aguardó fuera hasta estar seguro de que ya debían encontrarse en las habitaciones. Entonces, entrando sigilosamente, intercambió unas palabras con el posadero. Le echó un vistazo a la sala, y al ver al grupo sentado, cómodamente instalado, corrió a informar a sus superiores. -¡Esto es lo que ocurre por confiar en el mapa de un kender! -exclamó irritado el enano, apartando a un lado el plato vacío y restregándose la boca con la mano-. ¡Que te lleva a una ciudad portuaria sin mar! -No es culpa mía -protestó Tas-. Tanis me preguntó si tenía algún mapa en el que figurara Tarsis. Le dije que sí y le entregué éste en el que estaban dibujados Thorbardin, el reino subterráneo de los Enanos de la Montaña, la Puerta Sur y Tarsis... pero ya le advertí que era anterior a la época del Cataclismo. Todo está donde el mapa decía que estaba. Insisto ¡no es culpa mía que el océano haya desaparecido! Yo... -Ya está bien, Tas -suspiró Tanis -. Nadie te echa las culpas. No es culpa de nadie. Sencillamente teníamos demasiadas esperanzas. El kender, algo más calmado, retiró el mapa, lo enrolló y lo deslizó en una caja con el resto de sus valiosos mapas de Kyrnn. Luego apoyó la barbilla entre las manos y per- maneció sentado, contemplando a sus abatidos compañeros de mesa. Estos comenzaron a discutir qué podían hacer ahora, hablando sin demasiado entusiasmo. Tas se aburría cada vez más. Quería explorar la ciudad. Estaba llena de todo tipo de extraños sonidos e imágenes -desde que llegaron a Tarsis, Flint, prácticamente se había visto obligado a arrastrarlo-. Había un fabuloso mercado completamente abarrotado de cosas maravillosas que aguardaban ser contempladas. Además, había visto a más de un kender, y quería hablar con ellos. Su hogar le preocupaba. De pronto Flint le dio una patada por debajo de la mesa, y Tas, suspirando, volvió a prestar atención a Tanis. -Pasaremos la noche aquí para descansar, averiguaremos lo que podamos y enviaremos un mensaje a la Puerta Sur -estaba diciendo Tanis -. Tal vez exista otra ciudad portuaria más al sur. Algunos de nosotros podríamos investigarlo. ¿Qué te parece, Elistan? El clérigo retiró a un lado un plato lleno de comida. -Supongo que es nuestra única elección, pero yo regresaré a la Puerta [...] |