(Fragmento de "Darwinia", novela de Robert C. Wilson. Derechos de autor 1998, Robert C. Wilson)
Las tripulaciones de los barcos de vapor supervivientes habían inventado sus propias leyendas. Grandes historias, todas ellas flagrantemente ente falsas, y Guilford Law había oído ya la mayor parte de ellas cuando el Odense cruzó el meridiano quince. Un camarero de cubierta borracho le había hablado del lugar donde se encuentran los dos océanos: el Viejo Atlántico de las Américas y el Nuevo Atlántico de Darwinia. La división, decía el camarero, era tan nítida como una línea de cambio climático y dos veces más traidora. Un mar era más viscoso que el otro, como aceite, y los animales que intentaban cruzar del uno al otro morían inevitablemente. En consecuencia, la zona estaba sembrada con los cuerpos de animales tanto familiares como extraños: delfines, tiburones, rorcuales, ballenas azules; anguilatos, barriles de mar, peces vesicantes, peces bandera. Flotaban con sus lechosos ojos muy abiertos, flanco contra flanco y boca contra cola. Estaban innaturalmente conservados por las heladas aguas, un solemne augurio a los barcos lo bastante temerarios como para cruzar sus apretadas y hediondas filas. Guilford sabía perfectamente bien que la historia era un mito, una historia de horror para asustar a los crédulos. Pero como cualquier mito, tomado en su momento correcto, era fácil de creer. Se inclinó sobre la desgastada barandilla del Odense al anochecer, en medio del Atlántico. El viento arrastraba latigazos de espuma de un crestado mar, pero al oeste las nubes se habían abierto y el sol arrojaba largos dedos sobre el agua. En alguna parte más allá del horizonte oriental estaba la amenaza y la promesa del nuevo mundo, la Europa transformada, el continente milagro que los periódicos todavía llamaban Darwinia. Puede que no hubiera peces vesicantes junto a la quilla del barco, y la misma agua salada lamía todas las orillas terrestres, pero Guilford sabía que había cruzado una auténtica frontera, y su centro de gravedad cambió de lo familiar a lo extraño. Se alejó de la barandilla, con las manos tan heladas como el latón sobre el que habían estado apoyadas. Tenía veintidós años y nunca había estado en el mar antes del último viernes. Demasiado alto y delgado para ser un buen marinero, a Guilford no le gustaba maniobrar por los angostos laberintos del Odense, como había hecho como pañolero de guardia para un barco de pasajeros danés en los años anteriores al Milagro. Pasaba la mayor parte del tiempo en la cabina con Caroline y Lily o, cuando el frío no era demasiado intenso, aquí en cubierta. El meridiano quince era el extremo occidental del gran círculo tallado en el globo, y más allá de este punto esperaba poder captar un atisbo de alguna vida marina darwiniana. No un millar de anguilatos muertos "enredados como el cabello de una mujer muerta", sino quizás un pez barril saliendo a la superficie para llenar sus sacos pulmonares. Estaba ansioso por ver alguna muestra del nuevo continente, incluso un pez, aunque sabía que su ansia era ingenua y le costaba ocultarla de los demás miembros de la expedición. La atmósfera bajo cubierta era opresiva y asfixiante. Guilford y su familia habían conseguido un diminuto camarote en la parte media del buque; Caroline apenas salía de él. Había estado mareada desde el día mismo en que partieron del puerto de Boston. Ahora estaba mejor, insistía, pero Guilford sabía que no se sentía feliz. Nada de aquel viaje la hacía feliz, pese a que había subido de buen grado a bordo. De todos modos, entrar en el lugar donde ella se hallaba era como enamorarse de nuevo. Caroline estaba sentada con la espalda arqueada en el borde de la cama, peinándose el cabello con un peine de madreperla, y el peine seguía la curva de su cuello en lentos y meditativos golpes. Sus grandes ojos estaban entrecerrados. Parecía una princesa en un sueño de opio: reservada, soñadora, perpetuamente triste. Simplemente, pensó Guilford, era hermosa. Sintió, no por primera vez, la urgencia de fotografiarla. Lo había hecho poco antes de su boda, pero el resultado no le había satisfecho. Las placas secas no reflejaban los matices expresivos, la suntuosidad de su pelo, los siete matices de negro. Se sentó al lado de ella y resistió el deseo de acariciar su hombro desnudo por encima de su camisola. Últimamente no había recibido muy bien sus contactos. - Hueles como el mar -le dijo. - ¿Dónde está Lily? - Respondiendo a una llamada de la naturaleza. Se adelantó para besarla. Ella le miró, luego le ofreció la mejilla. Estaba fría. - Deberíamos vestirnos para cenar -dijo. La oscuridad envolvía el barco en una especie de capullo. Las escasas luces eléctricas estrechaban en sombras los pasillos. Guilford llevó a Caroline y Lily a la poco iluminada estancia que pasaba por comedor y se unieron a un puñado de los científicos de la expedición en la mesa del cirujano del barco, un danés corpulento y alcohólico. Los naturalistas discutían de taxonomía. El médico estaba hablando de queso. - Pero si creamos un sistema linneano completamente nuevo... - ¡Que es lo que requiere la situación! - ...está el riesgo de sugerir una conectividad de descenso, la familiaridad de especies por otra parte bien definidas... - ¡Queso gjedsar! En estos días tenemos queso gjedsar incluso en la mesa del desayuno. Naranjas, jamón, salchichas, pan de centeno con caviar rojo. Cada comida es un auténtico frokost. No es que esto -signifique indulgencia. ¡Ah! -El doctor vio a Guilford-. Nuestro fotógrafo. Y su familia. ¡Encantadora dama! ¡La pequeña señorita! Los comensales se pusieron en pie e hicieron sitio. Guilford había hecho amigos entre los naturalistas, en particular el botánico llamado Sullivan. Caroline, aunque evidentemente era una presencia bienvenida, tenía poco que decir en esas comidas. Pero era Lily quien se había ganado la mesa. Lily tenía apenas cuatro años, pero su madre le había enseñado los rudimentos del decoro, y a los científicos no les importaba su carácter inquisitivo..., con la posible excepción de Preston Finch, el naturalista de mayor edad de la expedición, que no tenía buena mano con los niños. Pero Finch se hallaba en el extremo opuesto de la larga mesa, monopolizando a un geólogo de Harvard. Lily se sentó al lado de su madre y abrió metódicamente su servilleta. Sus hombros apenas alcanzaban el plano de la mesa. El doctor radiaba..., un poco ebriamente, pensó Guilford. - La joven Lilian parece hambrienta. ¿Te gustaría una costilla de cerdo, Lily? ¿Sí? No es muy abundante, pero está comestible. ¿Y un poco de compota de manzana? Lily asintió, intentando no titubear. - Bien. Bien. Lily, estamos a medio camino en medio del gran mar. A medio camino hacia el gran territorio de Europa. ¿Te sientes feliz? - Sí -condescendió Lily-. Pero nosotras sólo vamos a Inglaterra. Es papá quien va a Europa. Lily, como la mayoría de la gente, había empezado a distinguir entre Inglaterra y Europa. Aunque Inglaterra estaba tan cambiada por el Milagro como Alemania o Francia, eran los ingleses quienes habían hecho valer con mayor efectividad sus reclamaciones territoriales, reconstruyendo Londres y los puertos costeros y manteniendo un estrecho control de su flota naval. Preston Finch empezó a prestar atención. Desde el pie de la mesa, frunció el ceño a través de su bigote recio como si estuviera hecho de alambres. - Su hija hace una falsa distinción, señor Law. Las conversaciones en la mesa en el Odense no habían sido tan enérgicas como Guilford había anticipado. Parte del problema era el propio Finch, autor de Apariencia y revelación, el texto seminal de naturalismo noachiano incluso antes del Milagro de 1912. Finch era alto, canoso, carente de humor, e hinchado por su propia reputación. Sus credenciales eran impecables; había pasado dos años a lo largo de los ríos Colorado y Rouge recogiendo evidencias de una inundación global, y había sido una fuerza importante en el renacimiento noachiano desde el Milagro. Todos los demás evidenciaban la avergonzada actitud de los pecadores reformados, en uno u otro grado, excepto el botánico, el doctor Sullivan, que era más viejo que Finch y se sentía lo bastante seguro como para importunarle con una cita ocasional de Wallace o Darwin. Los evolucionistas reformados con menos seguridad en sus convicciones tenían que ser más cuidadosos. En conjunto, la situación exigía una charla un tanto tensa y cautelosa. El propio Guilford se mantenía en general discreto. No se esperaba que el fotógrafo de la expedición diera opiniones científicas, y quizás eso era lo mejor. El cirujano del barco frunció el ceño a Finch y llamó la atención de Caroline. - ¿Dispone ya de alojamiento en Londres, señora Law? - Lily y yo nos alojaremos con un familiar- dijo Caroline. - ¡Vaya! ¡Un primo inglés! ¿Soldado, trampero o tendero? Sólo hay esos tres tipos de personas en Londres. - Estoy segura de que tiene usted razón. Mi familia tiene una tienda de ferretería y mercería. - Es usted una mujer valiente. La vida en la frontera... - Es sólo por un tiempo, doctor. - ¡Mientras los hombres cazan tiburones! -Algunos de los naturalistas le miraron con ojos inexpresivos-. ¡Lewis Carroll! -les dijo-. ¡Un inglés! ¿Son todos ustedes ignorantes? Silencio. Finalmente, Finch dijo: - Los autores europeos no son tenidos en alta estima en América, doctor. - Por supuesto. Disculpen. Una persona olvida. Si es afortunada. -El cirujano miró desafiante a Caroline-. En su tiempo Londres fue la ciudad más grande del mundo. ¿Sabía usted eso, señora Law? No esa cosa primitiva que es ahora, todo cabañas, retretes comunes y barro. Pero me gustaría poder mostrarle Copenhague. ¡Eso era una ciudad! Eso era una ciudad civilizada. Guilford había conocido a personas como el cirujano. Había una en cada bardel puerto en Boston. Europeos varados en Norteamérica brindando hoscamente por Londres o París o Praga o Berlín, [ ] |