CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Nueve príncipes de Ámbar", novela de Roger Zelazny. Derechos de autor 1970, Roger Zelazny)

I


Después de lo que me pareció una eternidad, todo llegaba a su conclusión.
Intenté mover los pies, y lo conseguí. Me encontraba tendido en una cama de hospital, con las piernas escayoladas; pero al menos seguían siendo mías.
Cerré los ojos y los volví a abrir tres veces.
La habitación comenzó a estabilizarse.
¿Dónde demonios me encontraba?
Entonces lentamente empezó a desaparecer la niebla, y parte de aquello que llamamos memoria volvió a mí. Recordé noches y enfermeras y agujas. Entonces, cada vez que las cosas parecían aclararse un poco, venía alguien y me inyectaba algo. Así había sido. Sí. Aunque ya me iba sintiendo ligeramente bien. Tendrían que detenerse.
¿Lo harían?
Me asaltó este pensamiento: Quizá no.
Parte del escepticismo de toda motivación humana me alcanzó y se alojó en mi pecho. Repentinamente, supe que me habían estado drogando. Tal como lo veía, no había existido ninguna razón para ello, y no había ninguna razón para que se detuvieran si fueron pagados para hacerlo. Trata de jugar fríamente y permanecer dopado, dijo una voz en mi interior, que no era lo mejor de mí mismo, pero sí lo más sabio.
Así lo hice.
Diez minutos después, una enfermera asomó la cabeza por la puerta y yo estaba, por supuesto, durmiendo. Se marchó.
Durante ese tiempo, conseguí reconstruir en parte lo sucedido. Recordé vagamente que había tenido una especie de accidente. Lo ocurrido después de aquello era una sucesión de imágenes borrosas; de lo que pudiera haber pasado antes no tenía la más mínima idea. Pero primero, así lo recordaba, había estado en un hospital, para ser trasladado después a este sitio.
¿Por qué? No lo sabía.
De cualquier modo, las piernas estaban bastante bien. Lo suficiente como para sostenerme, aunque no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que se rompieran... sabía que se habían roto.
Me senté. Me costó un verdadero esfuerzo, ya que mis músculos estaban entumecidos. Afuera estaba oscuro, y un puñado de estrellas brillaba intensamente más allá de la ventana. Parpadeé al mirarlas y saqué las piernas por el borde de la cama.
Me sentí mareado, pero después de un tiempo aquello pasó, y me levanté, agarrándome a la cama, y di el primer paso.
Perfecto. Las piernas me sostenían.
Teóricamente me encontraba en condiciones de dar un paseo.
Regresé a la cama, me tumbé, y pensé. Estaba sudando y temblaba.
Visiones de dulces ciruelas, etc...
Algo huele a podrido en Dinamarca...
Recordé que había sido un accidente de automóvil. Y bastante serio...
Se abrió la puerta, dejando entrar la luz, y, con los ojos entornados, vi a una enfermera con una hipodérmica en la mano.
Se aproximó a la cama; era una chica de caderas anchas, cabello oscuro y grandes brazos.
Cuando se acercó a mí, me senté.
- Buenas noches -le dije.
- ¡Oh!... Buenas noches -replicó.
- ¿Cuándo me marcho? -pregunté.
- Tendré que preguntárselo al doctor.
- Hágalo -dije.
- Por favor, levántese la manga.
- No, gracias.
- Tengo que ponerle una inyección.
- No, no tiene por qué hacerlo. No la necesito.
- Me temo que eso tiene que decidirlo el doctor.
- Dígale que venga y que decida. Mientras tanto, no lo consentiré.
- Tengo mis órdenes.
- También las tenía Eichmann, y mire lo que le ocurrió -y negué lentamente con la cabeza.
- Muy bien -dijo ella-. Tendré que informar de esto... -Hágalo, por favor -insistí-, y, de paso, diga que he decidido marcharme por la mañana.
- Eso es imposible. Ni siquiera puede caminar... Además, tuvo lesiones internas.
- Ya veremos -dije-. Buenas noches.
Se marchó sin contestar.
Volví a tenderme sobre la cama y reflexioné. Parecía encontrarme en una clínica privada... Eso quería decir que alguien estaba pagando mis facturas. ¿Alguien a quien yo conocía? Aunque lo intenté, no me vino visión alguna de familiares. Tampoco amigos. ¿Qué me quedaba? ¿Enemigos?
Pensé durante un rato.
Nada.
Nadie que pudiera favorecerme de aquel modo.
Repentinamente, recordé que había caído con mi coche por un precipicio a un lago. Y aquello era cuanto recordaba.
Yo estaba...
Me esforcé en tratar de recordar y me puse a sudar de nuevo.
No sabía quién era.
Para mantenerme ocupado, me senté y comencé a quitarme todas las vendas. Cuando terminé, parecía encontrarme perfectamente, así que me pareció que había hecho lo correcto. Utilizando un puntal que cogí de la cabecera de la cama, rompí el molde de mi pierna derecha. Tuve la repentina sensación de que debía marcharme inmediatamente; de que había algo que tenía que hacer.
Comprobé la pierna, y pareció encontrarse en perfecto estado.
Destrocé el molde de la pierna izquierda y me levanté, dirigiéndome al armario.
No había nada de ropa.
En aquel momento escuché unos pasos. Regresé a la cama y cubrí los moldes y las vendas.
La luz inundó la habitación. Y allí, con la mano en el interruptor de la pared, pude ver a un tipo corpulento con chaquetilla blanca.
- ¿Qué es eso que oí de que andaba entorpeciendo el trabajo de la enfermera? -preguntó, y ya no tuve ninguna excusa para seguir durmiendo.
- No lo sé -dije-. ¿De qué se trata?
Aquello le molestó durante un segundo o dos, ya que frunció el ceño. Luego dijo:
- Es la hora de su inyección.
- ¿Es usted médico? -le pregunté.
- No, pero estoy autorizado para inyectarle.
- Y yo me niego -dije-, pues la ley me protege. ¿Qué le parece?
- Le pondrán la inyección -dijo, y se acercó al lado izquierdo de la cama. En la mano que había permanecido oculta hasta entonces, tenía una hipodérmica.
Fue un golpe muy duro, unos diez centímetros debajo del cinturón, si no me equivoco, el que le hizo caer de rodillas.
- ¡................!-, dijo después de un tiempo.
- Acércate lo suficiente la próxima vez -dije-, y verás lo que sucede.
- Tenemos nuestros métodos para tratar con pacientes como usted -dijo jadeando.
Entonces supe que había llegado el momento de actuar.
- ¿Dónde está mi ropa? -pregunté.
- ¡................! -repitió.
- Creo que entonces tendré que tomar las tuyas. Dámelas.
Se hizo aburrido con la tercera repetición, por eso le arrojé las sábanas a la cabeza y le di un golpe con el puntal metálico.
En un par de minutos ya estaba vestido completamente de blanco: el color de Moby Dick y del helado de crema. Feo.
Le arrastré hasta meterlo dentro del armario y luego miré por la ventana enrejada. Vi a la Vieja Luna con la Luna Nueva en sus brazos, flotando inmóvil sobre una hilera de álamos. La hierba era plateada y brillaba, y la noche negociaba débilmente con el sol. Nada que me indicara dónde estaba situado aquel lugar. Hacia mi izquierda, abajo, se proyectaba un cuadro de luz, que parecía indicar una ventana de la planta baja con alguien despierto tras de ella.
Salí de la habitación y eché un vistazo al corredor. A la izquierda terminaba en una pared con una ventana enrejada y cuatro puertas más, dos a cada lado. Probablemente, eran más habitaciones como la mía. Me acerqué a la ventana y vi más tierra, más árboles, más noche: nada nuevo. Dando la vuelta, me dirigí en la otra dirección.
Puertas, puertas, puertas sin ninguna luz bajo ellas. El único ruido lo producían mis pisadas, debido a los zapatos demasiado grandes que había tomado prestados. El Sonriente Muchacho del reloj me dijo que eran las cinco y cuarenta y cuatro minutos. Llevaba el puntal de metal en el cinturón, bajo la limpia chaquetilla blanca, y al caminar me rozaba la cadera. Cada veinte pasos había una plafón en el techo que proyectaba unos cuarenta vatios de luz.
Llegué a una escalera, a la izquierda, que bajaba. Descendí. Estaba enmoquetada y era silenciosa.
El segundo piso parecía como el mío: hileras de habitaciones; continué bajando.
Cuando llegué al primer piso, giré a la derecha, buscando la puerta por la que debía filtrarse luz.

[...]