CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Rey de las espadas [el]", novela de Michael Moorcock. Derechos de autor 1971, Michael Moorcock)

LIBRO PRIMERO
En que el Príncipe Córum ve convertida la paz en guerra

1

LA FORMA EN LA COLINA

No hacía tanto tiempo que habían muerto allí muchos hombres mientras otros muchos esperaban la muerte. Pero el palacio del Rey Onald había sido restaurado nuevamente, pintado, cubierto de flores y sus almenas quedaron ocultas otra vez tras las enredaderas. Mas el Rey Onald de Lywm-an-Esh no vería renacer su arruinada Halwyg-nan-Vake, pues había muerto en el asedio de la ciudad, y era su madre quien gobernaba como regente hasta que el hijo del fallecido monarca llegara a la mayoría de edad. Todavía se veían andamios por algunas partes de la Ciudad de las Flores, pues el Rey Lyr-a-Brode, la había destruido casi por completo. Se erguían nuevas estructuras y fuentes y, a simple vista, se percibía que la callada magnificencia de Halwyg-nan-Vake resultaría mucho más refinada que antes. E igual ocurría con todas las tierras de Lywm-an-Esh. Como en la región que se extendía más allá del mar, Bro-an-Vadhagh. Los Mabdén fueron forzados a retroceder hasta las tierras de las que vinieron en un principio, Bro-an-Mabdén, el yermo continente del noroeste. Y su temor hacia el poder de los Vadhagh había renacido.
De la dulce tierra de suaves colinas llenas de espesura y reconfortantes bosques, plácidos ríos y alegres valles que fuera Bro-an-Vadhagh, sólo quedaban las ruinas de la lóbrega Kalenwyr, unas ruinas que se evitaban, pero que eran recordadas. Y, más allá de la costa, en las Islas Nhadragh, los supervivientes de las matanzas Mabdén, unas criaturas asustadas y degeneradas vivían plácidamente sus vidas. Quizá aquellos miserables Nhadragh dieran a luz hijos más orgullosos y su raza florecería de nuevo, como lo hizo en sus siglos de gloria, antes de enfrentarse al inexorable paso de los años.
Volvía la paz. Las gentes que regresaron a la mágica Gwlas-cor-Gwrys, la Ciudad en la Pirámide, pusieron manos a la obra para restaurar los destruidos castillos y las roturadas tierras de los Vadhagh. Abandonaron la extraña ciudad de metal para volver a los tradicionales hogares de sus antepasados Vadhagh. La propia Gwlas-cor-Gwrys no estaba desierta, y se alzaba en medio de los pinos de un frondoso bosque, no muy lejos de una abandonada fortaleza Mabdén.
Parecía como si una nueva era -maravillosa, llena de paz- amaneciera tanto para los Mabdén de Lywm-an-Esh como para los Vadhagh, que resultaron ser los salvadores de aquella tierra. La amenaza del Caos había sido olvidada. Dos de los tres Reinos, diez de los Quince Planos, eran gobernados nuevamente por la Ley. ¿Era la Ley la más fuerte antagonista de la contienda?
La Reina Criet, la regente de Lywm-an-Esh, así lo creía, y así se lo dijo a su nieto, el Rey Analt, y el joven Rey se lo dijo a sus súbditos. El Príncipe Yurette Hasdun Nury, ex comandante de Gwlas-cor-Gwrys, lo creía también firmemente. El resto de los Vadhagh, también lo creía. Sin embargo, había un Vadhagh que no estaba seguro. Era distinto a los miembros de su raza, aunque tenía la misma noble belleza, la cabeza erguida y afilada, la piel rosada con pecas doradas, y los cabellos rubios y ojos almendrados, dorados y púrpuras. Pero en el lugar del ojo derecho, exhibía un objeto con joyas incrustadas, semejante al ojo de una mosca; y, en lugar de la mano izquierda, llevaba algo parecido a un guantelete de seis dedos, también engarzado con joyas oscuras. Sobre los hombros, llevaba una túnica escarlata. Su nombre era Córum Jhaelen Irsei, y no deseaba otra cosa que la paz, aunque no pudiera fiarse de ella; y odiaba la mano y el ojo que llevaba injertados, pese a que le hubiesen ayudado a salvar su vida muchas veces y también salvaran Lywm-an-Esh y Bro-an-Vadhagh, ayudando a la causa de la Ley.
Incluso él, Córum, con la carga de su destino, gozaba al ver renacer su viejo hogar, pues de nuevo se estaba reconstruyendo el Castillo Erórn, en el mismo peñón en que se alzara durante siglos, antes de ser arrasado por Glandyth-a-Krae. Córum recordaba cada detalle de su antiguo hogar y su placer crecía junto con el castillo. De nuevo, se recortaban contra el cielo las cautivadoras y esbeltas torres que miraban a un mar blanco y verde brillante, cuyas olas saltan ya alrededor de las rocas que se extienden al pie del castillo, entrando y saliendo de las grandes cuevas marinas como si bailase de alegría por el regreso de Erórn.
Y con la ingenuidad y la destreza de los artesanos de Gwlas-cor-Gwrys, se forjaron las sensitivas paredes que variaban su forma y color con cada cambio de los elementos, los cristalinos instrumentos de música y las fuentes que tocaban melodías acordes con la manera en que estuvieran dispuestas. Pero todo aquello no podía reemplazar las pinturas, las esculturas, los manuscritos que Córum y sus antepasados creasen en tiempos menos violentos, pues Glandyth-a-Krae los destruyó cuando mató al padre de Córum, el Príncipe Khlonskey, a su madre. Colatalarne, a sus hermanas gemelas, a su tío, a sus primos y sus criados.
Cuando pensaba en todo lo que había perdido, Córum sentía renacer su antiguo odio hacia el Conde Mabdén. El cuerpo de Glandyth no había sido hallado entre los que cayeron en Halwyg-nan-Vake, como tampoco se encontraron los cuerpos de sus esbirros, los Denledhyssi. Glandyth había desaparecido o, tal vez, él y sus hombres murieron en alguna desconocida batalla. Córum necesitaba un autodominio absoluto para obligar a su mente a que pensase en algo distinto de Glandyth y en lo que Glandyth había hecho. Prefería pensar en el modo de reconstruir el Castillo Erórn aún más bello que antes, para que su amada Rhalina, la Margravina de Allomglyl, se sintiese feliz y olvidara el estado en que lo encontró después de que Glandyth diese cuenta de él y lo arrasase, dejando tan sólo visibles algunas de las piedras que formaban el Monte Moidel.
Jhary-a-Conel, que raramente admitía tales cosas, estaba impresionado por el Castillo Erórn. Le inspiraba, decía, y no hacía más que componer sonetos que, un tanto insistentemente, leía mientras comían. Y pintaba retratos de Córum con la túnica escarlata, y de Rhalina con trajes de brocado azul, y una considerable cantidad de autorretratos que fueron abarrotando los salones del Castillo. Jhary se pasaba el tiempo diseñando ropas espléndidas, incluso nuevos sombreros (aunque se sentía tan apegado al suyo, ya viejo, que siempre acababa por volver a él). Su gato blanco y negro, de alas blancas y negras, volaba por las habitaciones, pero casi siempre se le descubría durmiendo en lugares donde no era conveniente que lo hiciera.
Y así pasaban los días.

La costa en que se alzaba el Castillo Erórn era famosa por sus suaves veranos y templados inviernos. Dos, a veces tres cosechas, podían crecer cada año y, por lo general, había pocas heladas, y tan sólo una nevada en el mes más frío. A menudo, ni siquiera nevaba. Pero al invierno siguiente, cuando las obras de Erórn hubieron terminado, la nieve empezó a caer muy pronto, y no dejó de hacerlo hasta que las encinas, pinos y abedules se doblegaron bajo la enorme carga de blanco resplandeciente o quedaron completamente cubiertos por ella. La nieve era tan profunda que un hombre montado a caballo no podía ver en algunos sitios lo que había al frente y, aunque el sol brillara durante el día, no conseguía derretir toda la nieve y, la poca que lo lograba, era reemplazada rápidamente.
Córum sentía la insinuación de una amenaza en aquel tiempo imprevisto. El castillo resultaba francamente cómodo y no les faltaban provisiones y, de vez en cuando, una Nave Celeste llevaba hasta ellos a algún visitante de otro de los reconstruidos castillos. Los recientemente restablecidos Vadhagh no habían perdido sus Naves Celestes cuando dejaron Gwlas-cor-Gwrys. Con ellas se había vencido el peligro de perder el contacto con el exterior. Pero Córum aún se turbaba; Jhary le miraba con cierta diversión, mientras que Rhalina se preocupaba seriamente por su estado mental y trataba de aliviarle lo más posible, pues temía que nuevamente pensase en Glandyth.

Un día en que Córum y Jhary se encontraban en el balcón de una sala de los torreones del castillo, mirando hacia el exterior, hacia la ancha extensión blanca, Córum le preguntó a Jhary-a-Conel:
- ¿Por qué me iba a preocupar por las inclemencias del tiempo? Sospecho que en todo esto deben haber influido los dioses, pero, ¿por qué molestarse en hacer que nieve?
Jhary se encogió de hombros.
- Recordarás que, bajo la Ley, se decía que el mundo era redondo. Quizá sea redondo de nuevo y el resultado de esa redondez sea un cambio en el tiempo que pudiera esperarse en esta región.
Córum movió la cabeza, confuso, casi sin oír las palabras de Jhary. Se apoyó en un parapeto nevado, entornando los ojos a causa del resplandor de la nieve.

[...]