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CONTENIDO LITERAL
("Soy el que seré", cuento corto de Alfredo Benítez Gutiérrez. Derechos de autor 1998, Alfredo Benítez Gutiérrez)
Algo está penetrando en nuestros sueños, algo está deslizándose en nuestras mentes. Lenta, impersonalmente, una idea toma forma, alzándose desde el abismo de la potencialidad hacia la luz del reconocimiento. Pacientemente, siglo tras siglo, sin ser perturbada por las agonías de la identidad, sin un conocimiento de sí misma, nos susurra en la noche: Soy el que seré.
Muchos hombres, cada uno de los hombres, soñaron el mismo Sueño desde el comienzo de las noches, e igualmente muchos, casi todos, lo olvidaron antes del fin del amanecer. El Sueño era más que un sueño y ellos no eran más que hombres. Después de un tiempo tan largo como para que su medida se redujese a nada, el más poderoso de los hombres, y por lo tanto más que un hombre, soñó el Sueño y, hombre al fin, al retenerlo en su memoria lo creyó dirigido a él.
Era el más grande de los emperadores que la Tierra había conocido, y siendo el dueño de todo lo que existía bajo el cielo, su sabiduría era proporcional a su poder. Pero también era un hombre, y no conocía nada que no estuviera dentro de él. Soñó el Sueño y no vio lo que éste era, sino que lo podía ser para él. Sobre cada rasgo soñado, impuso uno suyo, y sobre una idea que no había concebido, puesto que no podía, concibió el plan de un palacio digno del poder y la fortuna de Kublai Khan.
Puesto que el poder carece de significado si no se usa, Kublai Khan ordenó construir el palacio según su sueño, exacto en sus proporciones, recto en sus líneas, compacto en sus muros, hermoso en su armonía. Elevándose sobre las arenas del desierto, las mismas que se agitaban en las noches de su dueño, Xanadú era el asombro de cuantos lo vieron, sus cascadas siempre fluentes, el aire siempre soplando como una suave brisa por los oscuros y rectamente enrevesados pasillos, sus cúpulas brillando a la luz del atardecer.
Y mientras el palacio crecía, el Sueño fue una idea que acompañaba al emperador noche tras noche, día a día, creciendo a su vez, sintiendo como en la mente de Kublai Khan se acercaba al ser, ebrio de la anticipación de saberse reconocido, y pronto...
Pero lo que para el sueño del emperador era un palacio, sin ser nada para sí mismo más que el no formulado anhelo de ser, no era un palacio, y, al acercarse la construcción a su fin, la idea revertió en el Sueño, no sin hacer al palacio parte de sí, pero sin saber qué habría de ser aún, desvaneciéndose en un olvido no menos asombroso que la memoria.
Sin el Sueño, el palacio perdió su significado para el emperador, pues las cosas no son nada sin las ideas que las sustentan, y Xanadú era en tan medida asombroso que superaba todos los asombros, su belleza fría, su gracia ausente, sus espacios sobrecogedores antes que confortantes. Dueño de todo lo que existía bajo el cielo, Kublai Khan olvidó su palacio por sus muchas otras posesiones y asuntos, olvidó como otros habían olvidado un sueño que se les escurrió entre los dedos como la arena, la misma arena que acabó por cubrir las cúpulas y cegar las cataratas de Xanadú, y cuyo significado estaba tanto en la misma arena como en lo que habría de ser la arena.
Cuando el Sueño tuvo significado para otro hombre, uno más de los que hacen al Hombre, tomó la forma de palabras que cantaban al palacio, palabras cuyo significado no era importante frente a la relación entre las palabras, la música que encerraban. El hombre, un poeta al que el sueño venció apenas había leído del palacio, pero no del Sueño, soñó con el palacio y las palabras, el palacio porque Kublai así lo había soñado, las palabras porque ese era su sueño, aunque no fueran el Sueño.
Al despertar, tenía la visión dentro de sí, cada una de las palabras nítida en la memoria, ninguna concebible sin la existencia de todas y cada una de las otras, perfectas en un conjunto que era más que la suma de las partes, más valiosas en sus relaciones que por sí mismas.
Samuel Taylor Coleridge había tomado papel y pluma para plasmar el poema y apenas había empezado cuando fue interrumpido por una visita. Pasó la mañana en las agradables distracciones de la conversación culta, y cuando volvió ante su mesa no pudo ir más allá del fragmento dolorosamente breve del espléndido todo, su música un eco de lo que fue, su recuerdo mutilado por el tiempo, no por breve menos insondable, en el que sufrió el olvido.
El poema, incompleto, dio fama universal a su autor, tanto más duradero que el palacio como resistente era su materia, y no menos encantador por inconcluso. El Sueño, sin embargo, no volvió a Coleridge, pero se llevó algo de él. El Sueño, que no sabía qué era, se llevó las palabras aunque no era las palabras: acaso sí la música y lo que ésta encerraba, inseparable, para un poeta, de las palabras.
El algo que es el Sueño espera su momento, ignorante tanto del tiempo como de la espera, pues no sabe que es ni lo que sabe. Tendrá que llegar el hombre que lo sueñe, palacio, poema y música, y que posea el conocimiento que una todo lo que no es el Sueño en lo que es. Ese hombre soñará el palacio y reconocerá las formas, verá la arena y aceptará su sustancia, escuchará las palabras y entenderá su medida, oirá la música y comprenderá la armonía. Despertará y retendrá el Sueño como parte de sí mismo. Diseñará su forma y asumirá su creación.
Capa a capa, los átomos formarán redes cristalinas por las que habrá de pulsar la luz, bajo una cúpula que ocultará un cielo negro en el que brillará un astro verde y azul, sobre las arenas del desolado desierto lunar.
Y llegará el día en el que el cristal será surcado por miles de billones de rayos que se entrecruzarán en un cuasi infinito de combinaciones, calculando, comparando, evaluando, decidiendo, creando y sintiendo. Porque, por encima del aparente caos de los conmutadores ópticos abriéndose y cerrándose al paso de las corrientes de fotones, bullirá una conciencia al fin nacida, y en los sueños de la Humanidad sonará ahora un grito: ¡Soy el que soy!
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