|
CONTENIDO LITERAL
("La torre del ángel verde" (fragmento), Novela de Tad Williams)
I
Lágrimas y humo
La desnudez desarbolada del Aleo Thrithing le resultaba opresiva; Kwanitupul también le era ajena, pero la había frecuentado desde la infancia y sus ruinosos edificios y abundantes canales le recordaban, un poco al menos, a su hogar de los pantanos. Incluso en Perdruin, donde había pasado un exilio largo y solitario, proliferaban tanto las murallas constrictivas y las veredas angostas, cuajadas de sombríos escondrijos e impregnadas de olor a salitre, que Tiamak había logrado vivir con sus añoranzas. Pero allí en las praderas se sentía absolutamente expuesto y fuera de lugar, y la sensación no era agradable.
"Los Que Vigilan Y Dan Forma me han concedido una vida verdaderamente singular -solía decirse-; la más singular, quizá, de entre todos los míos desde que Nuobdig se casó con la Hermana de Fuego."
A veces se solazaba en ese pensamiento; al fin y al cabo, haber sido escogido para acontecimientos tan extraordinarios era una especie de recompensa por los años de incomprensión que su propio pueblo y los perdruineses le habían demostrado. No lo habían entendido, lógicamente, porque era especial; ¿qué otro wran sabía hablar y escribir las lenguas de las tierras secas como él? No obstante, en los últimos días, rodeado de extraños una vez más y sin saber lo que había sucedido a su pueblo, ese mismo pensamiento lo llenaba de soledad; en esos momentos, cuando el vacío de los ajenos paisajes norteños lo desbordaba, bajaba hasta el río que atravesaba el campamento y se sentaba a escuchar los sonidos familiares y tranquilizadores del mundo acuático.
Precisamente, regresaba al campamento un poco más animado después de remojar en el Sterflod sus morenos pies a pesar del viento y la baja temperatura del agua, cuando una sombra pasó de largo como un rayo; corría con el cabello claro flotando al viento y se movía con la agilidad de un caballito del diablo, mucho más veloz que cualquier ser humano. Sólo tuvo un instante para seguir con la vista la forma huidiza antes de que otra silueta oscura apareciera detrás. Debía de tratarse de un pájaro grande que volaba a ras de suelo como si persiguiera a la primera.
Se quedó perplejo mirando las dos formas que se perdían colina arriba en dirección al centro del campamento del príncipe y tardó unos momentos en darse cuenta de quién era la sombra primera.
"¡La mujer sitha! -exclamó para sí-. ¿Perseguida por un halcón o un búho?"
No tenía sentido; aunque, por otra parte, tampoco comprendía a la propia mujer: Aditu, se llamaba. Jamás había visto a nadie semejante y además lo atemorizaba un poco. Pero... ¿qué era lo que la perseguía? Por la expresión de su cara habría dicho que huía de algo terrible.
"O se precipitaba hacia algo terrible", puntualizó; se le encogió el estómago. La sitha se dirigía hacia las tiendas.
"El Que Siempre Camina Sobre Arena -rezó, al tiempo que reemprendía la marcha-, protegedme; libradnos a todos del mal. -El corazón le latía desbocado, mucho más rápido que sus pies-. ¡Qué año tan funesto!"
Al llegar a las primeras tiendas, se tranquilizó un poco; todo estaba en calma, y algunas hogueras ardían aún. Pero la quietud era excesiva, se dijo al momento siguiente. A pesar de la hora tardía, faltaba mucho para la medianoche y debería haber habido gente por los alrededores, o, al menos, oírse ruido de los que todavía no se hubieran acostado. ¿Qué sucedía?
Había pasado ya un rato desde que había visto al pájaro en vuelo rasante y ahora estaba seguro de que se trataba de un búho; arrastrando una pierna y resollando, continuó hacia el punto por donde lo había visto desaparecer. La pierna herida no estaba acostumbrada a los esfuerzos y le ardía, le palpitaba, pero puso todo su empeño en olvidarse del dolor.
Calma, calma... aquello estaba tan quieto como una alberca estancada. Las tiendas se erguían oscuras y sin vida igual que las lápidas que los habitantes de las tierras secas colocaban en los campos donde enterraban a los muertos.
¡Por allí! Sintió un calambre en el estómago. ¡Algo se movía allí! No muy lejos, una tienda se sacudía como batida por el viento, y dentro se percibía una luz que proyectaba extrañas sombras móviles sobre las paredes.
Al mismo tiempo, notó un cosquilleo en la nariz, una especie de ardor impregnado de un olor dulce y almizclado. Estornudó con una convulsión y estuvo a punto de caer, pero se recuperó antes de tocar el suelo. Se lanzó hacia la tienda, que se agitaba entre luces y sombras como si un ser monstruoso estuviera naciendo en el interior. Trató de levantar la voz para advertir de su llegada y dar la alarma, pues sus temores iban en aumento, pero no logró articular sonido alguno; hasta el doloroso resuello de su respiración era apenas un débil suspiro.
La tienda permanecía en un silencio sospechoso; dominando su miedo, retiró la toldilla y se asomó.
Al principio no vio más que formas oscuras y luz brillante, casi una reproducción fiel de los juegos de sombras que se percibían desde el exterior. Al cabo de unos instantes, las imágenes en movimiento comenzaron a perfilarse.
En el extremo opuesto de la tienda se encontraba Camaris, que debía de haber recibido un golpe porque sangraba por alguna parte de la cabeza y tenía la mejilla y el pelo teñidos de oscuro; se tambaleaba aturdido. Aun así, doblado y apoyado en la tela para no caer, resistía con la actitud fiera de un oso acosado por perros. No tenía espada pero blandía un madero en la mano y no dejaba de agitarlo adelante y atrás para mantener a raya a una sombra amenazadora y completamente negra, a excepción del destello blanco de las manos y de un objeto que refulgía entre ellas.
Un bulto aún más inidentificable pataleaba a los pies del anciano, aunque Tiamak creyó entrever otros brazos y piernas vestidos de negro y el nimbo claro del cabello de Aditu. Un tercer atacante con ropas igualmente oscuras se acurrucaba en una esquina defendiéndose de una sombra que se abatía y aleteaba.
Aterrorizado, quiso gritar para pedir ayuda pero no lo consiguió. A pesar de que los enfrentamientos parecían a vida o muerte, el reducido espacio permanecía en silencio; sólo se oían los escarceos sofocados de los combatientes del suelo y la febril agitación de alas.
"¿Por qué no oigo nada? -se preguntó desesperado-. ¿Por qué no puedo emitir ningún sonido?"
Miró al suelo con frenesí en busca de cualquier cosa que pudiera servirle de arma y maldijo el descuido de haber salido de la tienda que compartía con Strangyeard sin su cuchillo. Sin cuchillo, sin honda, sin dardos..., ¡sin nada! La Que Espera Para Llevarnos A Todos había cantado esa noche, sin duda.
Algo enorme y blando lo golpeó en la cabeza y lo hizo caer de rodillas, pero cuando levantó la vista los combates continuaban igual, y ninguno cerca de él. El dolor lacerante de la cabeza era más insoportable aún que el de la pierna, y el tufo dulzón se había intensificado hasta casi asfixiarlo. Mareado, se arrastró hacia adelante y su mano tropezón con algo duro: la espada del caballero, la negra Espina, envainada todavía. Sabía que pesaba demasiado para sus fuerzas, pero la sacó del revoltijo de ropas y mantas y se puso en pie, tan titubeante como Camaris. ¿Qué era lo que impregnaba el aire?
Inesperadamente, el arma se hizo ligera entre sus manos, a pesar de la voluminosa funda y del cinto que la sujetaba. La levantó, avanzó unos pasos y la descargó con toda su energía sobre lo que creía la cabeza del contrincante de Camaris. El impacto le hizo temblar el brazo, pero el atacante no cayó; en cambio, volvió despacio la cabeza, y dos ojos negros y brillantes lo miraron desde un rostro de palidez cadavérica. La garganta se le agitó en una convulsión; aunque hubiera tenido voz no habría logrado emitir un solo grito. Levantó los temblorosos brazos para asestar un segundo golpe, pero la blanca mano de aquel ser, rápida como la luz, lo tumbó de espaldas. La habitación desapareció a sus ojos en un remolino, y Espina salió volando de sus inertes dedos y fue a parar a la hierba que constituía el suelo de la tienda.
Tenía la cabeza pesada como una losa, aunque no notaba el martilleo de la contusión, y comprendió que perdía el sentido. Trató de levantarse de nuevo mas sólo consiguió ponerse de rodillas, y se quedó acurrucado, temblando como un perro enfermo.
No podía hablar pero, por desgracia, veía. Camaris se tambaleaba y movía la cabeza de un lado a otro, tan malherido, al parecer, como el propio Tiamak. El anciano intentaba mantener a su enemigo alejado el tiempo suficiente para agacharse a recoger algo del suelo: la espada, según comprendió, aturdido, el wran, la espada negra. Tanto los cuerpos oscuros y contorsionados de Aditu y su atacante, que se revolcaban por el suelo a sus pies, como su propio contrincante, que no cejaba, impedían al caballero alcanzar el arma.
En la otra esquina, un objeto destelló en la mano de uno de aquellos seres pálidos, algo rojo como una media luna de fuego. El brillo escarlata se desplazó, raudo como una serpiente al ataque, y una nubécula de copos oscuros estalló y cayó flotando lentamente. Tiamak reconoció lo que era cuando uno le cayó en la mano: plumas de búho.
"Auxilio. -La cabeza lo atormentaba como si lo hubieran apuñalado-. Necesitamos ayuda; moriremos si no nos socorre alguien."
Por fin, Camaris se agachó hasta casi caerse, recogió la espada y la levantó a tiempo para detener un golpe de su enemigo; ambos se movían en círculo, Camaris tambaleándose y el negro atacante con agilidad y cautela. Volvieron a enzarzarse y el caballero desvió una cuchillada, aunque la hoja le dejó un hilo de sangre en el brazo; con los ojos entrecerrados por el dolor o el agotamiento, retrocedió torpemente para tomar distancia y asestar un mandoble.
"Está herido -se dijo Tiamak con desesperación, el martilleo de la cabeza era cada vez más fuerte-, agonizando, tal vez. ¿Por qué no acude nadie?"
Se arrastró hacia el gran brasero de carbón, de donde provenía toda la luz. Estaba a punto de desvanecerse como las lámparas de Kwanitupul al amanecer, y sólo el débil retazo de una idea le bailaba en la mente, pero fue suficiente para levantar la mano hacia el brasero de hierro. Cuando sintió en los dedos el calor del objeto, vagamente, como un eco en la distancia, lo empujó. El brasero cayó y las ascuas se esparcieron como una catarata de rubíes.
Cuando se derrumbó con un estremecimiento, lo último que vio fue su propia mano ennegrecida y agarrotada como una araña y, detrás, un ejército de llamas diminutas que lamían los bajos de la tela de la tienda.
-No nos hacen maldita falta más preguntas -rugió Isgrimnur-. Tenemos tantas como para llenar tres vidas. ¡Lo que necesitamos son respuestas!
-Estoy de acuerdo con vos, duque Isgrimnur -replicó Binabik con un gesto de incomodidad-, pero las respuestas no son como las ovejas, que acuden cuando las llamas.
Josua suspiró y se apoyó en la lona de la tienda de Isgrimnur. Fuera, se levantó un poco de viento que gimió débilmente al vibrar en las cuerdas exteriores.
-Sé lo difícil que resulta, Binabik, pero Isgrimnur tiene razón: necesitamos respuestas. Lo que nos habéis contado sobre la Estrella del Conquistador no ha hecho sino arrojar más confusión. Necesitamos saber cómo se utilizan las tres grandes espadas. Lo único que la estrella nos indica, si es que habéis acertado, es que el tiempo de empuñarlas se nos escapa de las manos.
-Ese es el tema que más estudiamos, príncipe Josua -repuso el gnomo-, y creemos que tal vez pronto averigüemos algo, pues Strangyeard ha dado con ciertos datos que pueden ser de gran importancia.
-¿De qué se trata? -inquirió Josua, inclinándose hacia adelante-. Cualquier cosa, cualquier asomo nos daría ánimos.
-Yo no estoy tan seguro como Binabik, alteza, de que sea de utilidad -terció Strangyeard, que había permanecido en silencio, un tanto cohibido-. Encontré el primer indicio hace algún tiempo, cuando nos dirigíamos a Sesuad'ra.
-Strangyeard halló un pasaje escrito en el libro de Morgenes -añadió Binabik- sobre las tres espadas que tanto nos conciernen.
-¿Y? -lo apremió Isgrimnur tamborileando con los dedos en su embarrada rodilla; le había llevado un buen rato asegurar las estacas de la tienda en el terreno suelto y blando.
-Lo que Morgenes parece sugerir -dijo el archivista- es que la peculiaridad de las tres espadas..., no; el poder, mejor dicho, consiste en que no pertenecen a Osten Ard. Cada una de ellas, en cierto modo, contraviene las leyes de Dios y de la naturaleza.
-¿En qué forma?
El príncipe escuchaba con gran atención; Isgrimnur corroboraba con tristeza que esa clase de especulaciones siempre interesaban más a Josua que los asuntos menos exóticos relacionados con el gobierno, como el precio del grano, los impuestos y las leyes de la propiedad privada.
-Geloë os lo explicaría mejor que yo -añadió Strangyeard, vacilante-. Conoce mejor estas cuestiones.
-Ya debería estar aquí -comentó Binabik-; no sé si sería mejor esperarla.
-Contadme lo que podáis -le instó Josua-. El día ha sido muy largo y empiezo a notar el cansancio. Además, mi esposa no se encuentra bien y quiero estar a su lado.
-Naturalmente, príncipe Josua. Lo lamento, tenéis razón. -Strangyeard reunió fuerzas-. Según Morgenes, las espadas tienen algo que no es de Osten Ard, que no pertenece a nuestra tierra. Espina fue forjada de una piedra que cayó del cielo. Clavo Brillante, la que antes se llamó Minneyar, fue fundida con el hierro de la quilla de la nave de Elvrit que arribó por mar desde el oeste, de tierras que nuestros barcos ya no encuentran. -Se aclaró la garganta-. Y Dolor contiene hierro y madera mágica de los sitha, dos componentes opuestos. La madera mágica, según palabras de Aditu, llegó a nosotros en forma de semillas, procedente del lugar que sus gentes llaman el Jardín. Ninguno de estos elementos debería estar aquí, ni deberían poderse trabajar... a excepción, tal vez, del hierro puro de la quilla de Elvrit.
-Entonces, ¿cómo se hicieron las espadas? -preguntó Josua-. ¿O aún buscáis esa respuesta?
-Morgenes proporciona alguna pista -terció Binabik-, que también aparece en los pergaminos de Ookequk. Es algo llamado "Palabras Creadoras", una especie de conjuro mágico, podríamos decir, aunque los que dominan el Arte no pronuncian esas palabras.
-¿Palabras Creadoras? -repitió Isgrimnur con el entrecejo fruncido-. ¿Cómo unas simples palabras?
-Sí... y no -replicó Strangyeard, insatisfecho-. En realidad no estamos seguros. Sabemos que Minneyar fue hecha por los dwar-rows, es decir, por los dverningos como vos los llamáis, duque Isgrimnur; y que Ineluki templó a Dolor en las forjas de los dwarrows bajo Asu'a. Sólo los dwarrows poseían la sabiduría necesaria para hacer cosas tan poderosas, aunque Ineluki la aprendió también. Es posible que intervinieran en la factura de Espina igualmente, o que sus conocimientos fueran utilizados de alguna manera. Sea como fuere, si supiéramos cómo se fundieron las espadas, cómo fueron dominadas las fuerzas que lo permitieron, tal vez aprenderíamos algo más sobre la forma en que deben utilizarse contra el Rey de la Tormenta.
-Ojalá hubiera interrogado más a fondo al conde Eolair cuando estaba aquí -se lamentó Josua-. Él conoció a los dwarrows.
-Sí, y le hablaron de su intervención en la forja de Clavo Brillante -añadió el padre Strangyeard- Aunque también es posible que lo relevante para nuestros propósitos no sea la manera en que fueron creadas sino sólo el hecho de su existencia. Con todo, si en el futuro se nos presenta la oportunidad de enviar un mensaje a los dwarrows para que acudan a hablar con nosotros, yo tendría muchas preguntas que hacerles.
-Estos quehaceres os sientan bien, Strangyeard -comentó Josua observando al archivista con mirada apreciativa-. Siempre me pareció que se desperdiciaba vuestro talento desempolvando libros e investigando los puntos más oscuros del derecho canónico.
-Gracias, príncipe Josua -replicó sonrojado el monje-. Si hago algo de provecho es gracias a vuestra condescendencia.
-No obstante -prosiguió el príncipe sin dar importancia al halago-, a pesar de lo mucho que habéis conseguido con Binabik y los demás, todavía queda un gran trecho que cubrir. Nos mantenemos a flote sobre aguas profundas rogando por avistar tierra... -Hizo una pausa-. ¿Qué es ese alboroto?
Isgrimnur también lo había oído: un murmullo creciente que poco a poco se había superpuesto al rugido del viento.
-Parece una pelea -dijo, y se quedó un momento escuchando-. No, es algo más... Se oyen muchas voces. -Se levantó-. ¡Por el martillo de Dios! Espero que no haya estallado una rebelión. -Alcanzó a Kvalnir y se tranquilizó al notar la empuñadura en la mano-. Tenía la esperanza de pasar un día tranquilo antes de reemprender la marcha.
-No nos quedemos aquí sentados sin hacer nada -declaró Josua, ya puesto en pie.
Cuando Isgrimnur salió de la tienda, recorrió con la mirada el vasto campamento y al momento comprendió lo que sucedía.
-¡Fuego! -advirtió a voces a los demás, que ya salían detrás de él-. Al menos una tienda está en llamas, pero creo que se ha extendido a algunas más.
La gente corría apurada de un lado a otro como sombras, gritando y gesticulando. Los hombres arrastraban los cintos de las espadas y maldecían en la confusión; las madres sacaban a tirones de entre las sábanas a los asustados niños y los llevaban al aire libre. Todos los senderos hervían de gente, y la muchedumbre se agitaba despavorida. Isgrimnur vio a una anciana que caía de rodillas entre alaridos, aunque estaba a sólo unos pasos de él, lejos de las llamas.
-¡Que Aedón se apiade de nosotros! -exclamó Josua-. Binabik, Strangyeard, pedid cubos y odres de agua, reunid a unos cuantos de esos individuos enloquecidos y dirigios al río... ¡Hace falta agua! Mejor aún, desmontad unas cuantas tiendas impermeables y acarread el agua en ellas. -Salió disparado hacia el lugar de la confusión con Isgrimnur a la zaga.
Las llamas se elevaban y teñían el cielo nocturno de infernales tonos anaranjados. Un estallido de chispas volátiles chisporroteó al caer en la barba de Isgrimnur cuando se acercaron al lugar del incendio, el duque se las sacudió entre maldiciones.
Tiamak despertó de súbito y vomitó, después intentó recuperar el aliento. La cabeza le martilleaba como una campana perdruinesa.
Estaba rodeado por las llamas, que le abrasaban la piel y consumían el aire. Despavorido, se arrastró por la reseca hierba del suelo de la tienda hacia lo que parecía un rincón de fresca oscuridad, pero topó de frente con una tela negra y resbaladiza. Se debatió contra ella un momento y sintió con vaguedad que la tela oponía una resistencia singular; por fin ésta cayó a un lado, y una cara blanca quedó al descubierto bajo la negra capucha, con los ojos vueltos hacia arriba y un hilo de sangre entre los labios. Quiso gritar pero tenía la boca llena de humo ardiente y de bilis. Estremecido, rodó hacia otra parte.
De pronto, algo lo agarró del brazo y lo arrastró hacia adelante de un violento tirón, pasando por encima del cadáver de pálida piel y a través de las llamas. Por un momento creyó haber muerto. Lo taparon con algo, le hicieron dar vueltas sobre sí mismo y lo vapulearon con la misma consideración con que lo habían sacado del fuego; luego lo destaparon y se encontró tumbado en la hierba húmeda. Cerca, las llamas se elevaban hacia el cielo, pero estaba a salvo. ¡A salvo!
-¡El wran vive! -gritaron junto a él. Creyó reconocer la melodiosa voz de la mujer sitha, aunque destemplada por el temor y el agobio-. Lo ha rescatado Camaris. No sé cómo el caballero ha conseguido mantenerse despierto a pesar del veneno, pero mató a dos hikeda´ya. -Oyó un farfullar ininteligible en respuesta.
Reposó unos momentos más en el mismo sitio, respirando aire limpio y desintoxicándose los doloridos pulmones, y rodó sobre sí mismo. Aditu estaba a unos pocos pasos de él, con el blanco cabello ahumado y su dorado rostro surcado de negros churretes. A sus pies, en el suelo, yacía la mujer del bosque, Geloë, envuelta a medias en su capa, pero desnuda, con las musculosas piernas brillantes por el rocío o el sudor. Vio que se esforzaba por ponerse en pie.
-No; estaos quieta -la reprendió Aditu, y retrocedió un paso-. ¡Por el Bosque, Geloë, estáis herida!
-No -replicó la valada, levantando la cabeza con un trémulo empeño. Tiamak apenas pudo oír el rasposo susurro-; estoy mu-riéndome.
-Dejadme ayudaros... -se ofreció Aditu agachándose hacia ella.
-¡No! -contestó Geloë con más fuerza-. No, Aditu; es... muy tarde. Me han apuñalado... más de doce veces. -Tosió, y un hilillo de humor negruzco le cayó por la barbilla, relumbrante a la luz de las tiendas en llamas-. Tiamak observaba; distinguió lo que parecían los pies y las piernas de Camaris detrás de la mujer, y el resto de su largo cuerpo tendido en la hierba y oculto por la sombra de la sabia-. Tengo que irme. -Geloë intentaba incorporarse pero no podía.
-A lo mejor hay alguna cosa... -empezó a decir Aditu.
Geloë rió débilmente, tosió y escupió un coágulo de sangre.
-¿Crees que... no... sé? -replicó-. He sido curandera mucho... tiempo. -Levantó una mano temblorosa-. Ayúdame, ayúdame a ponerme de pie.
La expresión de Aditu, afectada hasta el momento como la de cualquier mortal, se tornó solemne. Tomó a Geloë de la mano, se inclinó hacia ella y la asió por el otro brazo. Poco a poco, la sabia se incorporó tambaleándose, pero Aditu la sujetó.
-Tengo que... irme. No quiero morir aquí. -Se separó de Aditu y dio unos pocos pasos vacilantes. La capa se le cayó, y quedó desnuda a la luz del fuego. Tenía la piel lustrosa por el sudor y los regueros de sangre-. Vuelvo a mi bosque; déjame ir, mientras pueda.
Aditu vaciló un momento, después se retiró y bajó la cabeza.
-Como deseéis, valada Geloë. Adiós, hija de Ruyan; adiós..., amiga mía. Sinya'a du-nsha é-d'treyesa inro.
Temblando, Geloë alzó los brazos y dio otro paso. El calor de las llamas pareció aumentar pues Tiamak, desde donde estaba postrado, la vio fulgurar. El perfil de la sabia se tornó incorpóreo, y luego una nube de sombra o humo apareció en el lugar que ocupaba. Por un instante, la propia noche se precipitó hacia ese punto, como si una puntada se hubiera soltado en el tejido de su visión; después, la noche se restableció sin aberturas.
El búho describió unos círculos lentos donde había estado Geloë y salió volando, sin alejarse de las hierbas sacudidas por el viento; se movía con rigidez y torpeza y en varias ocasiones pareció que fuera a perder altura y caer a tierra, pero siguió aleteando a bandazos hasta que el cielo nocturno lo tragó.
Con la cabeza todavía llena de tinieblas y del doloroso estruendo, Tiamak se desplomó. No estaba seguro de lo que había visto pero sabía que algo terrible acababa de suceder. Una enorme tristeza acechaba justo fuera del alcance de su conciencia, pero no tenía prisa por acercársela.
Lo que hasta el momento sonaba como un débil eco de voces en la distancia se convirtió en un intenso griterío. Vio piernas que pasaban por su lado, y súbitamente la noche se pobló de movimientos; arrojaron un balde de agua sobre las llamas de la tienda de Camaris y se produjo una fuerte corriente y un crepitar de vapor. Unos momentos después, notó los fuertes brazos de Aditu en las axilas.
-Te van a pisar, valiente hombre del pantano -le dijo al oído; lo apartó del tumulto y lo llevó hacia la fresca oscuridad, junto a unas tiendas donde las llamas no habían prendido. Lo dejó allí y volvió con un pellejo de agua. Se lo acercó a los cuarteados labios hasta que el wran comprendió lo que era, y le dio de beber..., cosa que él hizo con ansiedad.
Una sombra oscura se cernió sobre él y se derrumbó de pronto a su lado. Era Camaris, cuya blanca cabellera, al igual que la de Aditu, estaba chamuscada y ahumada. Lo miró con ojos atormentados, y el wran vio que tenía el rostro manchado de ceniza. Tiamak le acercó el odre de agua y le levantó la cabeza para llevárselo a los labios.
-Que Dios tenga piedad de nosotros... -dijo el caballero con voz rota. Se quedó mirando, mareado, las llamas que se extendían y la muchedumbre que trataba de dominarlas.
Aditu regresó y se sentó con los dos. Cuando Camaris le ofreció el pellejo, lo tomó y bebió un solo trago antes de volver a pasárselo.
-¿Geloë ...? -preguntó Tiamak.
-Se muere -dijo Aditu con una sacudida de cabeza-. Se ha ido.
-¿Quién ...? -Hablar requería todavía un gran esfuerzo. Casi no deseaba cerciorarse, pero de pronto sintió deseos de saber, de encontrar explicaciones con las que calibrar los terribles acontecimientos. Y también necesitaba cualquier cosa, aunque sólo fueran palabras, para llenar el vacío que sentía por dentro. Tomó el odre de manos de Camaris y se humedeció la reseca garganta - ¿Quiénes eran ...?
-Hikeda´ya -contestó la sitha, mientras observaba los esfuerzos por dominar el fuego-. Las nornas. El largo brazo de Utuk'ku nos ha alcanzado aquí esta noche.
-Quise..., quise pedir... socorro, pero no podía.
-Kei-vishaa - pronunció Aditu con un gesto afirmativo-. Es una especie de veneno que flota en el aire. Mata la voz durante un tiempo y provoca sueño. -Miró hacia Camaris, que se había recostado contra la tienda que los guarecía; tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados-. No comprendo cómo pudo resistir al efecto tanto tiempo, pero, si no hubiera sido así, habríamos llegado tarde y el sacrificio de Geloë habría sido en vano. -Se volvió hacia el wran-. Y tú también, Tiamak; todo habría sido diferente sin tu ayuda. Encontraste la espada de Camaris, y además el fuego las asustó. Sabían que no disponían de mucho tiempo y por eso se descuidaron. De lo contrario, creo que aún estaríamos todos ahí -señaló hacia la tienda incendiada.
"El sacrificio de Geloë -repitió Tiamak para sí. De pronto se le inundaron los ojos de lágrimas-. La Que Espera Para Llevarnos A Todos -rogó desesperado-, ¡no permitáis que navegue a la deriva!"
Se tapó la cara con las manos; no quería pensar más.
Josua corría a la cabeza. Isgrimnur le dio alcance por fin cuando el príncipe se detuvo a comprobar si los incendios ya estaban apagados. Las llamas iniciales se habían extendido poco, hasta alcanzar tal vez seis tiendas más, como mucho. Todos habían huido de las más cercanas, excepto algunos, Sangfugol entre ellos, que seguía las maniobras adormilado, vestido sólo con el camisón.
Tras asegurarse de que se estaba haciendo todo lo posible, Isgrimnur siguió a Josua hacia Camaris y los otros dos supervivientes, la mujer sitha y el pequeño Tiamak, que descansaban a su lado. Los tres estaban ensangrentados y tenían quemaduras pero, después de un rápido examen visual, el duque se convenció de que no morirían.
-¡Oh, loado sea Aedón que os ha permitido escapar, sir Camaris! -exclamó Josua, arrodillado junto al caballero-. Al ver las primeras llamas, temí con razón que fuera en vuestra tienda. -Se volvió hacia Aditu, que parecía más dueña de sí misma que Camaris o el hombre del pantano-. ¿A quién hemos perdido? Al parecer, todavía hay cuerpos en la tienda.
-Geloë, me temo; estaba muy malherida. Se moría.
-¡Que Dios los maldiga! -exclamó Josua-. ¡Qué día tan aciago! -Arrancó un puñado de hierba y lo arrojó con rabia. Hizo un esfuerzo por calmarse-. ¿Todavía está ahí dentro? ¿Quiénes son los otros?
-Ninguno es Geloë. Los tres que hay en la tienda son de los que llamáis nornas. Geloë se ha marchado al bosque.
-¿Cómo? -replicó Josua, atónito-. ¿Qué quiere decir que ha ido al bosque? Dijisteis que había muerto.
-Dije que se estaba muriendo. -Aditu abrió los dedos-. No quería que presenciáramos sus últimos instantes, creo. Era una mujer singular, Josua, mucho más de lo que os imagináis. Se fue.
-¿Se fue?
-Se fue -asintió con un gesto lento.
El príncipe hizo la señal del Árbol y bajó la cabeza; cuando volvió a levantarla, las lágrimas le corrían por las mejillas. A Isgrimnur no le pareció que fueran debidas al humo, porque él también sintió que se le ensombrecía el ánimo por la pérdida de la sabia mujer, pero con tantas cosas urgentes que atender en ese momento no podía abandonarse al sentimiento; sabía, por su larga experiencia en los combates, que acusaría el impacto del golpe más tarde.
-Nos han atacado en el mismísimo corazón -comentó el príncipe con amargura-. ¿Cómo burlaron la guardia?
-La que luchaba conmigo estaba empapada -replicó Aditu-. Han debido de llegar por el río.
-¡Qué negligentes hemos sido! -se lamentó Josua tras lanzar un juramento-, y yo soy el peor bellaco. Me parecía raro que hubiéramos escapado a la atención de las nornas durante tanto tiempo, pero no tomé las precauciones adecuadas. ¿Había otras, además de esas tres?
-Creo que no; pero habría sido más que suficiente de no haber tenido la suerte de nuestra parte. Si Geloë y yo no hubiéramos percibido que ocurría algo anormal y si Tiamak, sin saberlo, no hubiera llegado cuando llegó, todo este incidente habría terminado de manera muy distinta. Me parece que tenían intención de matar a Camaris, o al menos de llevárselo.
-Pero ¿por qué? -Josua miró al anciano caballero y después a Aditu otra vez.
-No lo sé, pero vamos a trasladarlo a un sitio cálido, y a Tiamak también. Camaris tiene al menos una herida, o tal vez más, y el wran sufre quemaduras, creo.
-¡Aedón piadoso! Tienes razón. Inconsciente, inconsciente. Un momento. -Se giró y convocó a unos soldados para que llevaran a los centinelas la orden de registrar el campamento-. No estamos seguros de que no haya más nornas u otros atacantes; tal vez averigüemos, al menos, cómo lograron entrar esas tres sin ser vistas.
-Los Nacidos en el Jardín saben ocultarse a los ojos de los mortales, si lo desean. ¿Podemos llevarnos ya a Camaris y a Tiamak?
-Naturalmente. -Josua llamó a dos hombres que acarreaban cubos de agua-. ¡Eh, vosotros! ¡Venid a ayudarnos! -Se dirigió a Isgrimnur-. Entre cuatro podremos transportarlos bien, aunque Camaris sea tan alto. -Sacudió la cabeza-. Aditu tiene razón: hemos hecho esperar mucho tiempo a estos valientes.
El duque había vivido situaciones semejantes con anterioridad y sabía que las reacciones precipitadas eran tan nefastas como las tardías.
-Sería mejor buscar algo donde acostarlos -dijo-. Una de esas tiendas más alejadas, si es que no las ha tocado el fuego, podría servir para hacer un par de camillas.
-Bien. -Josua se levantó-. Aditu, no os he preguntado si vos teníais heridas graves.
-Nada que no pueda curarme yo misma, príncipe Josua. Sería conveniente que convocarais a vuestros hombres de confianza tan pronto como estos dos valientes queden debidamente atendidos.
-De acuerdo, hay muchas cosas de que hablar. Dentro de una hora nos reuniremos en la tienda del duque. ¿Os parece bien, Isgrimnur? -El príncipe se giró hacia un lado un momento y, cuando se volvió, tenía el rostro alterado por el sufrimiento-. Estaba pensando en llamar a Geloë para que cuidara de ellos... y de pronto me acordé.
-No será la última vez que la echemos de menos, creo -comentó Aditu al tiempo que unía los dedos en un ademán reverente.
-Soy Josua -dijo el príncipe desde fuera de la tienda.
Al entrar, vio a Gutrun, que todavía esgrimía un cuchillo ante sí. La duquesa tenía un aspecto fiero, como un tejón acorralado, dispuesta a proteger a Vorzheva y a sí misma de cualquier peligro que asomara. Al reconocer a Josua bajó la daga, aliviada pero llena aún de preocupación.
-¿Qué sucede? Hemos oído gritos. ¿Mi esposo está con vos?
-Está a salvo, Gutrun. -Se dirigió al lecho, se inclinó sobre él y estrechó a Vorzheva en un abrazo impulsivo; la besó en la frente y la dejó otra vez-. Nos han atacado unos servidores del Rey de la Tormenta. Sólo hemos sufrido una baja, pero significa una gran pérdida para nosotros.
-¿Quién? -Vorzheva lo agarró por el brazo y trató de incorporarse.
-Geloë. -La mujer thrithinga gritó su dolor-. Tres nornas atacaron a Camaris. Aditu, Geloë y Tiamak, el hombre de los pantanos, acudieron en su ayuda. Las nornas murieron pero Aditu dice que Geloë sufrió una herida fatal. -Sacudió la cabeza-. Creo que era la más sabia de todos nosotros. Ahora se ha ido y nadie puede sustituirla.
-Pero si acababa de estar aquí, Josua -replicó Vorzheva, que se dejó caer hacia atrás-. Vino a verme con Aditu. Y ¿ahora está muerta? -Se le llenaron los ojos de lágrimas.
-He venido a ver si estabais bien. Ahora tengo que ir a reunirme con Isgrimnur y los demás para averiguar qué significa todo esto y qué vamos a hacer. -Se levantó y volvió a agacharse para besar a su esposa de nuevo-. No os durmáis, y no dejéis el cuchillo, Gutrun, hasta que pueda enviaros a alguien que monte guardia.
-¿Nadie más ha sido herido? Gutrun dijo que había visto fuego.
-En la tienda de Camaris. Al parecer, es el único al que querían atacar. -Se acercó a la salida.
-Pero, Josua-insistió Vorzheva-, ¿estás seguro? El campamento es tan grande...
-No estoy seguro de nada, pero no hemos oído que nadie más haya sido atacado. Enseguida os pondré una guardia, pero ahora tengo que apresurarme, Vorzheva.
-Dejadlo marchar, señora -le recomendó Gutrun-. Acostaos e intentad dormir; pensad en vuestro hijo.
Vorzheva suspiró, Josua le apretó la mano, dio media vuelta y salió deprisa.
Isgrimnur levantó la vista cuando la luz de la hoguera iluminó al príncipe. El grupo de hombres que lo esperaba se retiró respetuosamente para abrirle paso.
-Josua... -comenzó el duque, pero el príncipe no le dejó terminar.
-He sido un insensato, Isgrimnur; no es suficiente que los soldados recorran el campamento en busca de señales de nornas invasoras. ¡Por la sangre de Aedón! ¡Cuánto he tardado en darme cuenta! ¡Sludig! -gritó-. ¿Está Sludig por aquí?
-Aquí, príncipe Josua-respondió el rimmerio adelantándose.
-Enviad soldados por todo el campamento, que comprueben si falta alguien, sobre todo los que más peligro corren. Binabik y Strangyeard estaban conmigo cuando estalló el fuego, pero eso no significa que sigan bien. Debería haberme dado cuenta antes de que esto podía ser sólo una artimaña para atraer nuestra atención. Y envía a alguien a la tienda de mi sobrina Miriamele, y no descuides la de Simón, aunque tal vez esté con Binabik. -Frunció el entrecejo-. Si buscaban a Camaris, es fácil que sea por algo relacionado con la espada. Simón la llevó durante un tiempo y tal vez también él corra peligro. ¡Malditos sean mis tardos sentidos!
-Ya mandé a Freosel a la tienda de Miriamele, Josua -terció Isgrimnur tras aclararse la garganta- Sabía que querríais ver a lady Vorzheva tan pronto como pudierais y pensé que no convenía retrasar lo de vuestra sobrina.
-Gracias, Isgrimnur. Sí, fui a verla, Gutrun y ella se encuentran bien. -Frunció el entrecejo otra vez-. Pero me avergüenza que hayáis tenido que pensar en mi lugar.
-Esperemos que la princesa esté bien -repuso el duque.
-Freosel ha ido a ver a Miriamele -dijo Josua a Sludig-; una menos a la que tenéis que buscar. Pero cercioraos de que el resto está bien, y apostad dos guardias en mi tienda, por favor. Me tranquiliza saber que alguien cuida de Vorzheva.
El rimmerio asintió con un gesto; recinto a un gran número de soldados que vagaban sin propósito alrededor de la tienda de Isgrimnur y procedió a cumplir las órdenes recibidas.
-Y ahora -dijo Josua a Isgrimnur-, dediquemos la espera a reflexionar.
Aditu reapareció antes de que transcurriera una hora, con el padre Strangyeard y Binabik, que habían acompañado a la sitha a dejar a Camaris y a Tiamak descansando en manos de una curandera de Nueva Gadrinsett y, al parecer, también para intercambiar impresiones, pues aparecieron los tres en la tienda de Isgrimnur muy embebidos en su charla.
Aditu relató a Josua y a los demás todos los detalles de lo sucedido esa noche; hablaba con calma pero Isgrimnur no pudo evitar darse cuenta de su honda preocupación, a pesar de que escogía las palabras con más cuidado que nunca. Sabía que entre Geloë y ella mediaba una fuerte amistad y, por lo visto, la sitha sentía dolor, igual que los mortales, motivo que hizo aumentar su estima por ella; rápidamente desechó el fútil pensamiento. ¿Por qué no habrían de sentir dolor igual que los seres humanos? Por lo que él sabía, sus pesares habían sido tantos, cuando menos, como los de los mortales.
-Así pues -Josua, sentado, miró el círculo que lo rodeaba-, no hemos encontrado señales de otros ataques. La pregunta es ¿por qué escogieron a Camaris?
-Seguro que, después de todo, esos versos de las tres Espadas contienen algo de cierto -opinó Isgrimnur. No le gustaban esas cosas porque le hacían sentir como si el suelo que pisaba no fuera sólido, pero todo indicaba que así era el mundo en que se encontraba. Resultaba difícil no añorar la claridad que todo presentaba cuando era joven. Hasta la peor de las experiencias, la guerra, terrible como era, no estaba plagada de extrañas hechicerías y enemigos misteriosos-. Me inclino a creer que buscaban a Camaris por Espina.
-Quizá sólo estaban interesados en la espada -replicó Binabik con sobriedad-, y Camaris no les importaba en absoluto.
-De todas formas, sigo sin entender cómo consiguieron debilitarlo tanto -intervino Strangyeard-. ¿Qué es ese veneno del que hablabais, Aditu?
-Kei-vishaa. En realidad no es un veneno. Nosotros, los Nacidos en el Jardín, lo utilizamos en la Arboleda durante la danza de final del año, aunque también puede aplicarse para provocar un sueño profundo. Lo trajeron de Venyha Do'sae. Mi pueblo lo usaba al principio, cuando llegó aquí, para expulsar, de los lugares donde deseábamos construir nuestras ciudades, a los animales peligrosos; criaturas gigantescas, algunas especies que desaparecieron de Osten Ard hace mucho tiempo. Cuando lo olí supe que pasaba algo malo. Los zida'ya jamás lo utilizamos más que en las ceremonias de la danza anual, como ya os he dicho.
-¿Cómo se aplica en estas ocasiones? -preguntó, fascinado, el archivista.
-Lo lamento, buen Strangyeard -contestó Aditu bajando la mirada-, pero eso no puedo revelarlo yo; no debería haberlo mencionado siquiera. Estoy cansada.
-No necesitamos hurgar en los ritos de tu pueblo -intervino Josua- y, sea como fuere, tenemos otros muchos temas que tratar. -Miró enfadado a Strangyeard, quien bajó la cabeza-. Nos basta con saber que intentaron atacar a Camaris sin dejarlo dar la alarma. Por fortuna, Tiamak tuvo la presencia de ánimo de prender fuego a la tienda. De ahora en adelante, la distribución del campamento será estricta. Los que más peligro corren colocarán sus tiendas cerca y en el mismo centro, de forma que todos estemos a la vista durante las horas de descanso. Me siento culpable por haber respetado el deseo de soledad de Camaris. Me he tomado mis responsabilidades a la ligera.
- Todos debemos tener más cuidado -replicó Isgrimnur, ceñudo.
La conversación ya giraba en torno a otras precauciones que debían adoptarse cuando Freosel apareció junto a la hoguera.
-Perdón, alteza, pero la princesa no se encuentra en los alrededores de su tienda, ni nadie la ha visto desde hace varias horas.
-¿No está? -preguntó Josua, claramente inquieto-. ¡Que Aedón nos proteja! ¿Tendría razón Vorzheva? ¿Vendrían en busca de la princesa? -Se levantó-. No puedo quedarme aquí sentado mientras ella puede encontrarse en una situación crítica. Hay que registrar todo el campamento.
-Sludig se ha encargado de esa tarea -le recordó Isgrimnur con suavidad-; sólo entorpeceríamos las cosas.
-Es cierto -convino Josua, y se dejó caer en el sitio-. Pero la espera será penosa.
Apenas habían retomado la discusión cuando Sludig volvió con una expresión taciturna y un pergamino, que entregó a Josua.
-Lo he encontrado en la tienda del joven Simón.
El príncipe lo leyó deprisa y lo arrojó al suelo con rabia. Al momento siguiente se agachó a recogerlo y se lo dio al gnomo con la cara rígida y enfadada.
-Lo lamento, Binabik. No tendría que haberlo tirado así; está dirigido a vos. -Se puso en pie-. ¡Hotvig!
-Sí, príncipe Josua -respondió el thrithingo.
-Miriamele se ha marchado, reúne rápidamente a cuantos hombres a caballo puedas. Hay muchas posibilidades de que haya tomado el camino de Erkynlandia, de modo que buscad sobre todo por el oeste del campamento; sin olvidar que también ha podido dirigirse en otra dirección para despistarnos antes de encaminarse al oeste.
-¿Cómo? -inquirió Isgrimnur, sorprendido-. ¿Cómo que se ha ido?
-Esto lo escribió Simón -intervino Binabik levantando la mirada del mensaje-. Al parecer, se ha marchado con ella, y añade que intentará traerla aquí otra vez. -El gnomo sonreía con esfuerzo-. Me pregunto quién lleva a quién y dudo que le resulte fácil convencerla de volver.
-Ve, Hotvig -dijo Josua con impaciencia-. Sólo Dios sabe cuánto tiempo hará que partieron. De todas formas, puesto que tú y los tuyos sois los jinetes más rápidos que tenemos, id hacia el oeste, la otra parte la cubriremos nosotros. -Se volvió hacia Sludig-. Recorreremos los alrededores describiendo círculos cada vez más amplios. Voy a ensillar a Vinyafod, y luego nos reuniremos aquí. -Se dirigió al duque-. ¿Venís?
-Naturalmente. -Isgrimnur se maldijo en silencio. "Tendría que haberme dado cuenta de que iba a pasar algo. Desde que llegamos aquí estaba tan callada, tan triste, tan distante...; Josua no la ha visto cambiar como yo. Pero, aunque pensara que era preferible atacar Erkynlandia directamente, ¿por qué habrá decidido ir sola? ¡Qué muchacha tan insensata e impetuosa! Y Simón... Lo tenía en mejor concepto."
Disgustado de antemano ante la perspectiva de pasar la noche en la silla y por las consecuencias que eso tendría para su dolorida espalda, el duque se levantó refunfuñando.
-¿Por qué no se despierta? -preguntó Jeremías con apremio-. ¿No podéis hacer nada?
-Silencio, chico; hago todo lo que puedo. -La duquesa Gutrun se inclinó y volvió a tocar la cara de Leleth-. Está fría, no febril.
-Entonces, ¿qué le pasa? - Jeremías estaba al borde del frenesí-. He intentado despertarla durante mucho rato, pero ella sigue ahí echada sin más.
-Dale otra de mis mantas -ofreció Vorzheva.
Había hecho sitio en la cama para que acostaran allí a la pequeña, pero Gutrun no lo consintió, temerosa de que tuviera alguna enfermedad que pudiera contagiar a la thrithinga. Jeremías había depositado el cuerpo inerte de la niña en el suelo, sobre un cobertor.
-Vos quedaos quieta en la cama que ya me ocupo yo de la pequeña -le dijo la duquesa-. ¡Cuánto ruido y cuánta inquietud!
-¿Es que no tenemos suficientes problemas? -exclamó Josua, que acababa de entrar con la desdicha pintada en el rostro-. El guardia me ha comunicado que había un enfermo aquí. Vorzheva, ¿te encuentras bien?
-No soy yo, Josua, sino la pequeña Leleth; no hay modo de despertarla.
-Hemos recorrido muchas leguas y no hemos encontrado ni rastro de Miriamele -bufó Isgrimnur al cruzar la entrada-. Sólo nos queda la esperanza de que Hotvig y sus thrithingos hayan tenido mejor suerte.
-¿Miriamele? -preguntó Vorzheva-. ¿También le ha pasado algo a ella?
-Se ha escapado con el joven Simón -contestó Josua, malhumorado.
-¡Qué noche tan desgraciada! -protestó Vorzheva-. ¿Por qué ocurren todas estas cosas?
-En honor a la justicia, yo no creo que fuera idea del chico. -Isgrimnur se agachó, rodeó a su esposa con el brazo y la besó en el cuello-. Dejó una nota donde decía que intentaría traerla otra vez. -Entrecerró los ojos-. ¿Por qué está aquí la niña? ¿Sufrió heridas en el incendio?
-La he traído yo -explicó Jeremías, deprimido-. La duquesa Gutrun me encargó que la cuidara esta noche.
-No quería que se quedara aquí, estando Vorzheva tan delicada. -Gutrun no podía disimular bien su propio desasosiego-. Y era sólo un rato, mientras Geloë iba a reunirse con vosotros.
-Pasé toda la tarde con ella -prosiguió Jeremías-. Ella se durmió y después yo también. No quería, pero estaba muy cansado.
-No has hecho nada malo por quedarte dormido -lo consoló Josua con una mirada cordial-. Continúa.
-Me desperté cuando todo el mundo chillaba que había fuego. Pensé que Leleth estaría asustada y fui corriendo a decirle que yo seguía allí con ella. La encontré sentada con los ojos abiertos, pero creo que no oyó una palabra de lo que le dije. Después, cayó hacia atrás y cerró los ojos como dormida. ¡Pero no logré despertarla! Y estuve mucho rato intentándolo. Entonces la traje aquí para ver si la duquesa Gutrun podía hacer algo. -Cuando terminó, estaba a punto de llorar.
-No es culpa tuya, Jeremías -lo tranquilizó el príncipe-. Ahora, necesito que hagas una cosa.
-¿Qué, al... alteza? -preguntó, tomando aliento para reprimir el primer sollozo.
-Vete a la tienda de Isgrimnur a ver si Binabik ha regresado, el gnomo sabe algo de medicina y le pediremos que mire a Leleth. -Jeremías, más que satisfecho por tener algo en que ocuparse, salió a toda prisa-. En verdad, ya no sé qué pensar de todo lo que ha sucedido esta noche, y debo admitir que temo mucho por Miriamele. ¡Maldito sea su arrojo!
Apretó el cobertor de Vorzheva en el puño y lo retorció con rabia.
Cuando Jeremías volvió con Binabik y Aditu, Leleth continuaba en el mismo estado. El hombrecillo la observó con detenimiento.
-La he visto en este trance en otras ocasiones -declaró-; se ha ido de aquí, al Sendero de los Sueños o a algún otro lugar.
-Pero seguro que nunca ha pasado así tanto tiempo -añadió Josua-. No puedo evitar relacionarlo con los hechos de esta noche. ¿Crees que el veneno de las nornas la haya afectado, Aditu?
La sitha se arrodilló al lado de Binabik y levantó los párpados de la niña; después le buscó el pulso detrás de la oreja con sus delgados dedos.
-No creo. Con toda seguridad, este muchacho -señaló a Jeremías- también habría sufrido las consecuencias si el kei-vishaa se hubiera extendido tanto.
-¡Está moviendo los labios! -exclamó Jeremías, emocionado-. ¡Mirad!
Aunque continuaba echada, profundamente dormida en apariencia, sus labios se abrían y cerraban como si quisiera hablar.
-Silencio. -Josua se acercó más, como casi todos los que había en la habitación.
Leleth movía la boca; se oyó un susurro.
-... Escuchadme...
-¡Ha dicho algo! -anunció Jeremías a voces, pero enmudeció ante la mirada del príncipe.
-... De todas formas voy a hablar. Me estoy desvaneciendo, me queda muy poco tiempo. -La voz que salía por la boca de la niña tenía una cadencia familiar, a pesar de ser débil y jadeante - ...Las nornas significan más de lo que parece, creo. Hacen un doble juego... Lo de esta noche no era una estratagema sino algo mucho más sutil...
-¿Qué le pasa a la pequeña? -preguntó Gutrun, nerviosa-. Nunca había hablado hasta ahora... y no parece su voz.
-Es Geloë quien habla -dijo Aditu con calma, como si reconociera a una persona que se acercaba por la calle.
-¿Cómo? -La duquesa hizo la señal del Árbol con los ojos llenos de temor-. ¿Qué clase de brujería es ésta?
-¡Geloë! -llamó la sitha inclinándose sobre el oído de Leleth-. ¿Me oyes?
Si se trataba de la mujer sabia, no pareció que escuchara la pregunta de su amiga.
-... Recordad el sueño de Simón..., el mensajero falso. -Se produjo una pausa. Cuando volvió a hablar, su tono era más bajo y tocios los presentes tuvieron que contener el aliento para no enturbiar ni una palabra- ... Estoy agonizando. Leleth está conmigo, no sé cómo, en este... lugar oscuro. No llegué a entenderla por completo, y eso es lo más extraño de todo, creo que puedo comunicarme a través de su boca pero no sé si alguien me escucha. Me queda poco tiempo. Recordad: tened cuidado con el mensajero falso... -Se produjo otro largo intervalo de silencio. Cuando todos estaban seguros que ya habían escuchado las últimas palabras, los labios de Leleth se movieron otra vez-. Ahora me voy. No me lloréis; he gozado de una larga existencia y siempre obré de acuerdo con mis deseos. Si me recordáis, no olvidéis que el bosque era mi hogar. Procurad que sea respetado. Voy a intentar enviaros a Leleth otra vez, aunque ella no quiere dejarme. Adiós. No olvidéis...
La voz desapareció y la pequeña quedó otra vez como muerta. Josua levantó la vista; tenía los ojos brillantes de lágrimas.
-Hasta el final -dijo, casi con ira-, hasta el final ha intentado ayudarnos. ¡Oh Dios misericordioso! ¡Qué alma tan valiente!
-Un alma vieja -añadió Aditu en voz baja, y no se extendió más. Parecía conmovida.
Se quedaron alrededor de la cama guardando un silencio plomizo y pesaroso durante un tiempo, pero Leleth no volvía a moverse. La ausencia de Geloë se hizo más patente y devastadora que en los primeros momentos de la noche. Otros ojos, además de los de Josua, derramaron lágrimas de dolor y miedo al comprender el alcance de aquella pérdida. El príncipe comenzó a hablar en voz baja de la mujer del bosque loando su valor, su sabiduría y su bondad, pero ningún otro encontró el coraje de secundarlo. Al cabo, los envió a todos a dormir. Aditu alegó que no necesitaba dormir y que se quedaría velando a la pequeña por si despertaba en medio de la noche. Josua se acostó, completamente vestido, junto a su esposa, preparado para cualquier eventualidad que pudiera surgir otra vez. En pocos momentos, se sumió en un profundo sopor de agotamiento.
Al despertarse por la mañana, el príncipe vio a Aditu, que todavía velaba a Leleth. Dondequiera que el espíritu de la pequeña hubiera acompañado a Geloë, todavía no había vuelto.
Poco después, Hotvig y sus hombres regresaban al campamento con las manos vacías.
II
Luna fantasmal
Simón y Miriamele cabalgaban casi en silencio, la princesa delante, recorriendo el camino del valle por el otro lado de las colinas. Al cabo de una legua o algo más, Miriamele giró hacia el norte, en sentido inverso al trayecto que había cubierto la compañía en su marcha hacia Gadrinsett. Simón le preguntó el motivo.
-Porque ese camino ya tiene más de mil huellas de cascos recientes -le dijo- y, como Josua sabe adónde voy, sería una tontería tomar esa dirección desde el principio, sobre todo si descubren nuestra huida esta misma noche.
-¿Josua sabe adónde vamos? -inquirió contrariado-. Pues ya sabe más que yo.
-Os lo contaré cuando nos hayamos alejado lo suficiente como para que no podáis regresar en una sola noche -replicó con frialdad-, cuando esté ya tan lejos que no puedan atraparme y llevarme otra vez, al campamento.
No estaba dispuesta a responder más preguntas.
Simón miró de reojo los desechos que se alineaban a lo largo de la ancha y embarrada senda. Un gran ejército la había recorrido dos veces ya, además de otros muchos grupos menores que habían cubierto la ruta entre Sesuad'ra y Nueva Gadrinsett; se le ocurrió pensar que pasaría mucho tiempo antes de que la hierba volviera a crecer en ese surco desolado.
"Así deben de hacerse los caminos -supuso, y esbozó una sonrisa a pesar de la fatiga-; no se me había ocurrido nunca. Tal vez llegue a convertirse en un auténtico camino real, con el suelo empedrado, posadas y paradas de postas... y yo lo habré visto cuando no era más que un sendero de huellas de caballos."
Todo eso ocurriría, claro está, siempre y cuando hubiera un rey en los días por venir que se preocupara de los caminos. Por lo que contaban Jeremías y algunos otros en cuanto al estado de las cosas en Hayholt, no daba la impresión de que Elías tuviera en cuenta semejantes proyectos.
Cabalgaron junto al Stefflod, una estela de plata a la fantasmal luz nocturna. Miriamele seguía silenciosa, y el joven tenía la sensación de que llevaban incontables días a caballo, aunque no hacía mucho que la luna había sobrepasado el cenit. Aburrido, volvió la vista hacia Miriamele y admiró el efecto de la pálida luz sobre su piel, hasta que la princesa, molesta, le pidió que dejara de observarla. Ansioso de distracción, decidió meditar sobre el Código de Caballería y las enseñanzas de Camaris; al cabo de media legua, tampoco esas cuestiones mantenían despierto su interés, y comenzó a cantar en voz baja todas las canciones que conocía de Jack Mundwode. Más tarde, y tras sucesivas negativas de Miriamele a iniciar una conversación, se puso a contar las estrellas que salpicaban el firmamento, numerosas como granos de sal desparramados sobre una mesa de ébano.
Por fin, cuando estaba seguro de que iba a volverse loco, y con absoluta certeza de que tenía que haber pasado una semana en aquella sola noche, Miriamele frenó el caballo y señaló hacia una arboleda que se perfilaba en una colina de poca altura, a unos tres o cuatro estadios del ancho carril de la futura carretera.
-Allá -señaló-, nos detendremos allá a dormir.
-No tengo sueño todavía -mintió Simón-; podemos seguir cabalgando, si lo deseáis.
-No hay motivo. No quiero que la luz del día nos sorprenda al descubierto. Más adelante, cuando nos hayamos alejado más, viajaremos de día.
-Si vos lo decís -replicó.
Él había decidido aventurarse, si es que se trataba de una aventura, así es que más valía tomárselo con la mayor alegría posible. Durante los primeros momentos de su huida, se había imaginado -en los breves lapsos en que se permitía pensar- que Miriamele estaría más amable en cuanto la preocupación inmediata de ser descubierta hubiera disminuido. Sin embargo, a medida que la noche transcurría, su mal humor parecía ir en aumento.
Los árboles de la cima del otero crecían muy juntos y formaban un muro infranqueable entre el improvisado campamento y la senda. No encendieron fuego -Simón comprendía la utilidad de la decisión-, pero compartieron el agua, un poco de vino y los mendrugos de pan de Miriamele a la luz de la luna.
Una vez envueltos en sus capas y acostados uno junto a otro en sus esteras, Simón descubrió de pronto que se le había pasado el cansancio y que, en realidad, no tenía ni pizca de sueño. Se quedó escuchando y, a pesar de que la respiración de Miriamele era tranquila y regular, no parecía que hubiera conciliado el sueño tampoco. En alguna parte entre los árboles, un grillo solitario rascaba quedamente su violín.
-¿Miriamele?
-¿Qué?
-Deberíais decirme adónde vamos. Cumpliría mejor con mi función de protector; pensaría en la meta y haría planes.
-Estoy segura de que es cierto -rió en voz baja-. Os lo diré, Simón, pero no esta noche.
-Muy bien -replicó con el entrecejo fruncido, y se puso a mirar las estrellas que asomaban entre las ramas.
-Más os valdría dormir ahora, porque cuando salga el sol será más difícil.
¿Acaso todas las mujeres tenían una Raquel el Dragón pequeñita dentro de ellas? Daba la impresión de que a todas les gustara decirle cuál era su obligación. Abrió la boca para responder que no necesitaba descansar todavía, pero lo único que consiguió fue bostezar.
Intentaba recordar qué quería decirle mientras se dormía.
En el sueño, Simón se encontraba a la orilla de un océano inmenso, desde donde se extendía un estrecho arrecife que se adentraba en el agua cortando el oleaje y llegaba a un pequeño islote a cierta distancia mar adentro. El islote estaba desierto, y sólo tres altas torres blancas se destacaban reverberando a la luz, de la tarde; pero no eran las atalayas lo que le interesaba. Paseando por la isla delante de ellas, entrando en la triple sombra y saliendo de ella, había una figura diminuta con el cabello blanco y una túnica azul. Estaba seguro de que era el doctor Morgenes.
Observó el arrecife y se dijo que sería fácil de atravesar a pie, pero la marea estaba subiendo y no tardaría en cubrir el estrecho brazo de tierra por completo; entonces oyó una voz a lo lejos. En medio del mar, entre el islote y la rocosa plataforma sobre la que se hallaba, el fuerte oleaje zarandeaba una pequeña barca; dentro había dos siluetas, una alta y firme, la otra pequeña y frágil; tardó unos segundos en reconocer a Geloë y a Leleth. La mujer le decía algo, pero su voz se perdía en el bramido del océano.
"¿Qué hacen ahí, en esa barca? -pensó-. Enseguida se hará de noche."
Se adelantó unos pasos sobre el estrecho arrecife, y la voz de Geloë le llegó a ráfagas, audible apenas.
-¡... Falso!- gritaba-.¡Es falso...!
"¿Qué es falso? -se preguntó-, ¿el brazo de tierra? Parece bastante sólido. ¿El propio islote?" Forzó la vista y, a pesar de que el sol ya se había hundido mucho en el horizonte convirtiendo las torres en negros dedos y la silueta de Morgenes en una oscura hormiguita, la isla parecía indiscutiblemente material. Avanzó algunos pasos más.
-¡Falso! -voceó Geloë una vez más.
El cielo se oscureció bruscamente, y el fragor de las olas quedó ahogado por el aullido del viento que se levantó. En un instante, el océano se tornó azul y después blancoazulado; de súbito, las olas adquirieron rigidez y se congelaron en forma de afiladas y puntiagudas agujas de hielo. Geloë agitaba los brazos desesperada pero el mar que rodeaba la barca se encrespó y estalló. Luego, con un rugido y una avalancha de aguas negras y vivas como la sangre, Geloë, Leleth y la barca desaparecieron bajo las gélidas olas, succionadas hacia la oscuridad.
El hielo trepaba por el istmo. Simón se volvió a mirar; se encontraba ya tan lejos de la playa como del atolón y ambos puntos parecían alejarse de él dejándolo aislado en medio de un brazo rocoso que se alargaba sin cesar, mientras el hielo seguía ascendiendo y llegaba a sus botas...
Despertó de golpe, tembloroso; la pálida aurora saturaba la arboleda y las ramas se mecían en la fría brisa; tenía la capa liada alrededor de las rodillas, enredada e inútil, y el resto del cuerpo destapado.
Estiró el ropón y volvió a acostarse; Miriamele aún dormía a su lado, con la boca entreabierta y el cabello dorado en desorden. Un deseo súbito lo invadió, acompañado por un sentimiento de vergüenza. Estaba tan indefensa, allí tendida en el campo, y él era su protector... ¿Qué clase de caballero era, que albergaba semejantes anhelos? Pero deseaba acercarse, abrigarla, besarle la abierta boca y sentir su aliento en la mejilla. Molesto, se dio media vuelta y miró hacia el otro lado.
Los caballos permanecían tranquilos donde los habían dejado, con las riendas atadas a una rama baja; la imagen de las alforjas a la desvaída luz del amanecer le inspiró de pronto una especie de tristeza hueca. La noche anterior, le había parecido una aventura loca, y ahora se le antojaba una verdadera locura. Fueran cuales fueran los motivos de Miriamele, no eran los suyos. Él estaba en deuda con muchas personas: con el príncipe Josua, que lo había engrandecido y lo había armado caballero; con Aditu, que lo había salvado; con Binabik, que le había brindado una amistad que no merecía. Además, había otros que lo admiraban, como Jeremías. Y, sin embargo, los había abandonado a todos en un arrebato caprichoso. ¿Y por qué? Para imponerse a Miriamele, que abandonaba el campamento de su tío con un triste propósito que sólo ella conocía. Había renunciado a los pocos que lo estimaban para pegarse a quien ni siquiera lo apreciaba.
Miró las monturas de reojo y sintió que la tristeza calaba más hondo. Hogareña... Qué nombre tan bonito, ¿no? Pero él acababa de huir de otro hogar, y esta vez sin un motivo razonable.
Suspiró y se sentó. Estaba allí y poco se podía hacer por remediarlo, al menos de momento. Tan pronto como la princesa se despertara, intentaría otra vez convencerla de regresar.
Se colocó la capa y se puso de pie; desató los caballos y atisbo los alrededores desde el lindero del bosquecillo antes de llevárselos colina abajo a abrevar al río. Cuando regresó, los ató a otro árbol desde donde alcanzaban los tiernos brotes de hierba. Al contemplar a Hogareña y al caballo sin nombre de Miriamele, que con satisfacción se dedicaron a desayunar, se animó un poco por primera vez desde que había despertado de la inquietante pesadilla.
Empezó a buscar leña procurando recoger sólo la que estuviera bastante seca para arder sin demasiado humo, tras lo cual encendió una hoguera pequeña. Se alegró de haber llevado la yesca y el pedernal y se preguntó cuánto tardaría en descubrir que, con las prisas, se había olvidado de coger alguna cosa tan necesaria como los útiles para encender fuego. Se sentó un rato ante las llamas a calentarse las manos y a contemplar el descanso de Miriamele.
Poco después, mientras rebuscaba en las alforjas algo que comer, Miriamele comenzó a agitarse y a gritar en sueños.
-¡No! -murmuraba-; no, no quiero... -Levantó los brazos a media altura como para librarse de algo.
La miró consternado unos momentos; luego fue a arrodillarse a su lado y le tomó la mano.
-Miriamele, princesa. Despertad, estáis soñando.
Se defendía de su mano, pero sin fuerzas. Por fin abrió los ojos y lo miró fijamente; por un instante pareció que veía a otra persona, pues se escudó tras el otro brazo en actitud defensiva, pero enseguida le reconoció y dejó caer la mano mientras con la primera apretaba la del muchacho.
-Era sólo una pesadilla -la tranquilizó Simón.
Le apretó los dedos con suavidad, sorprendido y gratificado al comprobar que los tenía mucho más grandes que ella.
-Me encuentro bien -musitó al cabo la princesa, y se incorporó hasta sentarse al tiempo que se tapaba los hombros con la capa. Echó una ojeada alrededor como si la claridad del día fuera una broma tonta de Simón-. ¿Qué hora es?
-El sol no toca todavía la copa de los árboles; allá abajo, quiero decir. Llevé a los caballos al río.
Miriamele no contestó; se puso en pie y salió de la arboleda con paso inseguro. Simón se encogió de hombros y volvió a la búsqueda de algo con que preparar el desayuno.
Cuando la princesa regresó, no mucho más tarde, Simón había encontrado un trozo de queso tierno y un bollo de pan, que había abierto por la mitad y estaba tostando al fuego pinchado en un palo.
-Buenos días -saludó ella. Estaba desarreglada, pero se había quitado la suciedad de la cara y tenía una expresión casi alegre-. Perdonad que me enfadara tanto, es que tenía una..., una pesadilla espantosa.
La miró con interés pero ella no añadió nada más.
-Aquí hay comida -le dijo.
-Y fuego también. -Se acercó y se sentó cerca al amor de la lumbre, con las manos extendidas-. Espero que no se vea el humo. -Simón le pasó la mitad del pan y un poco de queso, que comió con apetito; sonrió con la boca llena y, después de tragar, le dijo-: ¡Qué hambre tenía! Anoche estaba tan preocupada que se me olvidó cenar.
-Hay más, si lo deseáis.
-Es mejor guardarlo para más tarde; no sé cuánto tiempo estaremos de viaje y tal vez nos sea difícil conseguir más. -Levantó los ojos-. ¿Sabéis disparar? He traído un arco y una aljaba. -Señaló hacia el arco sin cuerda que colgaba de su silla.
-He tirado alguna vez, pero no soy Mundwode. Seguramente alcanzaría a una vaca a unos doce pasos o así.
-Yo pensaba en conejos, ardillas o pájaros, Simón -replicó con una risita-. No creo que haya muchas vacas paciendo por aquí.
-En ese caso -contestó-, más vale que guardemos la comida, tal como habéis dicho.
-Mientras dure el fuego... -comentó, recostada y con las manos sobre el estómago. Al rato, se levantó y se acercó a las alforjas, de donde sacó un par de tazones y una bolsa pequeña; regresó junto a la hoguera y puso dos piedras a calentar sobre las ascuas-. He traído un poco de té de calaminta.
-No lo tomaréis con mantequilla y sal, ¿verdad? -preguntó Simón, al recordar las excéntricas mezclas de los qanuc.
-¡No, Elysia misericordiosa! -replicó entre risas-. Pero ojalá tuviéramos un poco de miel.
Mientras tomaban el té, que a Simón le pareció mucho mejor que el aka de Mintahoq, Miriamele lo puso al corriente de las actividades que planeaba para ese día. No reemprenderían la marcha hasta la puesta del sol pero había unas cuantas cosas que hacer hasta entonces.
-Podríais enseñarme un poco de esgrima, por ejemplo.
-¿Cómo? -Se quedó mirándola como si le hubiera pedido que le enseñara a volar.
Miriamele lo miró burlona, se levantó y fue hacia sus alforjas; del fondo sacó una espada corta con una vaina repujada.
-Le pedí a Freosel que me la hiciera antes de marcharme. Era una espada de hombre, pero la recortó. -Su gesto desdeñoso se convirtió en una retorcida e inusitada mueca de burla de sí misma-. Le dije que la quería para proteger mi virtud cuando llegáramos a Nabban. -Miró a Simón con dureza-. Así pues, enseñadme.
-Queréis que os enseñe a usar la espada- repitió despacio.
-Claro. A cambio, yo os adiestraré en el manejo del arco. -Alzó la barbilla ligeramente-. Puedo dar a una vaca a mucha más distancia que unos pocos pies... aunque no digo que lo haya hecho -añadió apresuradamente-. El viejo sir Fluiren me enseñó a disparar con el arco cuando era pequeña; le parecía divertido.
-¿Así es que pensáis cazar ardillas para la cazuela? -inquirió perplejo.
-No he traído el arco para cazar, Simón -replicó con expresión fría otra vez- ... ni la espada tampoco. Nos dirigimos a un lugar peligroso; como mujer joven sería una locura viajar desarmada con los tiempos que corren.
-Pero no queréis decirme adónde -añadió Simón, serio también ante la escueta explicación.
-Mañana por la mañana. Ahora, vamos; estamos perdiendo el tiempo. -Recogió la espada, la desenvainó y dejó caer la funda al húmedo suelo; tenía los ojos brillantes y retadores.
-En primer lugar, no debéis tratar así la vaina -la reprendió Simón; la recogió y se la entregó-. Guardadla y poneos el cinto.
-Ya sé cómo se pone el cinto -replicó ella ceñuda.
-Lo primero es lo primero -contestó Simón con calma-. ¿Queréis aprender o no?
La mañana pasó, y con ella la irritación de tener que enseñar a manejar la espada a una muchacha. Miriamele demostraba unas ansias fieras por aprender y hacía una pregunta tras otra, muchas de las cuales Simón no podía responder por más que se estrujara la memoria en busca de las enseñanzas de Haestan, Sludig o Camaris. Resultaba difícil admitir ante ella que él, un caballero, ignoraba algo y, tras varias réplicas breves e insatisfactorias, se tragó el orgullo y declaró con franqueza que no sabía por qué el pomo de la espada sólo sobresalía por dos lados y no por todos y que, sencillamente, era así. Miriamele pareció más convencida con esa respuesta que con todos los confusos intentos anteriores, y el resto de la lección transcurrió con mayor rapidez y alegría.
Lo sorprendió la fuerza de la princesa, superior a lo que su estatura prometía, aunque en parte lo comprendió al recordar las experiencias por las que había pasado. También era rápida y mantenía bien el equilibrio, aunque mostraba cierta tendencia a inclinarse en exceso hacia adelante, costumbre que podría resultar fatal al primer descuido en un enfrentamiento de verdad, puesto que casi todos sus adversarios serían más altos y tendrían mayor alcance. De todas formas, lo había impresionado; tuvo la sensación de que agotaría enseguida su repertorio de enseñanzas y después se limitarían a practicar continuamente. Se alegraba mucho de que los ejercicios fueran con palos largos en vez de espadas, porque durante la mañana había conseguido encajarle unas cuantas estocadas peligrosas.
Después de concederse una prolongada pausa para beber agua y descansar, cambiaron los papeles; Miriamele le enseñó cómo cuidar el arco, haciendo hincapié en la necesidad de mantener la cuerda templada y seca. Simón sonrió ante su propia impaciencia. Al igual que Miriamele, que no quería soportar todas las explicaciones sobre el arte de la espada -tomadas íntegramente de las enseñanzas de Camaris-, él también se impacientaba por mostrarle lo que sabía hacer con un arco en
[...]
|