(Fragmento de "Poder que preserva [el]", novela de Stephen R. Donaldson. Derechos de autor 1977, Stephen R. Donaldson)
Thomas Covenant hablaba en sueños. En ocasiones era consciente de lo que estaba haciendo, pues los fragmentos inconexos de su voz le llegaban débilmente a través de su sopor, como parpadeos de inocencia. Pero no podía despertarse, pues el peso de su fatiga era excesivo. Balbuceaba como lo habían hecho millones de personas antes que él, sanas o enfermas, verdaderas o falsas, pero en su caso no había nadie para oírlo. No hubiera estado más solo de haber sido el último soñador con vida. Cuando percibió el timbrazo imperioso del teléfono, despertó gimiendo. Por un instante, después de incorporarse en la cama, no pudo distinguir entre el sonido del teléfono y su propio terror. Ambos resonaban como una tortura en la niebla que envolvía su cabeza. Entonces el timbre volvió a sonar, y aquel ruido le hizo saltar de la cama, sudoroso, y le obligó a ir a la sala arrastrando los pies, como un vagabundo, para responder a la llamada. Sus dedos insensibles, fríos por la enfermedad, se movieron torpemente para coger el objeto de plástico negro, y cuando al fin logró asirlo, lo apoyó a un lado de la cabeza como si fuera una pistola. No tenía nada que decir, por lo que esperó, desconcertado, a que hablara la persona que le llamaba. -¿El señor Covenant? -le preguntó con tono inseguro una voz femenina-. ¿Thomas Covenant? -Sí -murmuró él, y se interrumpió, vagamente sorprendido por todas las cosas que tenía en común con aquella palabra que había admitido como cierta. -Ah, señor Covenant -dijo la voz-. Me llamo Megan Roman. -Como él no dijo nada, la mujer añadió con una cierta acritud-: Soy su abogado. ¿No me recuerda? No, no recordaba. No sabía nada de ningún abogado. La niebla que atería su mente hacía que se confundieran todos los vínculos de su memoria. A pesar de la distorsión telefónica, la voz de la mujer le parecía lejanamente familiar, pero no podía identificarla. -Señor Covenant -siguió diciendo-. Soy su abogado desde hace dos años. ¿Qué le sucede? ¿No se encuentra bien? La familiaridad de la voz le perturbaba. No quería recordar de quién se trataba. -No tiene nada que ver conmigo -murmuró él lentamente. -¿Bromea usted? No le habría llamado si no tuviera nada que ver con usted. No tendría nada de qué hablarle si no se tratara de un asunto suyo. El tono de la mujer reflejaba ahora irritación e incomodidad. -No -insistió Covenant empeñado en no querer recordar. Por su propio bien, hizo un esfuerzo para articular-: La ley no tiene nada que ver conmigo. Lo estropeó todo. En cualquier caso, yo... No puede afectarme. -Será mejor que cambie de parecer, porque sí puede afectarle. Y también será mejor para usted que me escuche. No sé qué le ocurre, pero... Covenant la interrumpió, dándose cuenta de que estaba a punto de reconocer la voz. -No -repitió-, la ley no me obliga porque estoy... fuera, separado. No puede tocarme. La ley es... -se interrumpió para buscar entre su niebla mental las palabras adecuadas a lo que quería decir- ... no es lo contrario del Desprecio. Entonces, a pesar suyo, reconoció la voz. A través de la desencarnada inexactitud de la línea telefónica, la identificó. Era Elena. Una tremenda sensación de derrota acabó con su resistencia. -...de qué habla -decía la mujer---. Soy su abogado, Megan Roman. Y si cree que la ley no puede afectarle, será mejor que me escuche. Ese es el motivo de mi llamada. -Sí, la escucho -dijo él, renunciado definitivamente a resistirse. -Escuche, señor Covenant. -La mujer dio rienda suelta a su irritación-. No puedo decir que me guste ser su abogado. Sólo pensar en usted me da repeluzno. Pero nunca he retrocedido ante un cliente hasta ahora y no tengo intención de empezar a hacerlo con usted. Ahora serénese y escúcheme con atención. -Sí. ¿Elena?, se preguntó, gimiendo en silencio. ¿Era posible que se tratara de Elena? ¿Qué le había hecho? -Muy bien. Voy a plantearle la situación. Esa... desgraciada escapada suya del sábado por la noche ha llevado las cosas a su límite. ¿Era necesario que fuera a un club nocturno, señor Covenant? Precisamente a uno de esos locales, de entre todos los lugares a los que podría haber ido. -No pensaba hacerlo. -No se le ocurrían otras palabras para expresar su arrepentimiento. -Bueno, ya está hecho. Pero el sheriff Lytton está en pie de guerra. Le ha proporcionado usted algo que puede utilizar en su contra. Ese señor se ha pasado la noche del domingo y esta mañana hablando con muchas personas de la vecindad. A mediodía se reúne el consejo municipal. "Mire, señor Covenant, probablemente esto no hubiera ocurrido si nadie se acordara de la última vez que fue usted a la ciudad. Entonces se habló mucho, pero la mayoría de la gente no tardó en calmarse. Ahora han vuelto a agitarse y quieren que se emprenda alguna acción contra usted. El consejo municipal pretende satisfacerles. Nuestro escrupuloso gobierno local va a proceder a una nueva zonificación de su propiedad. Probablemente Haven Farm será destinada a terreno industrial y se prohibirá el uso residencial. Una vez lo hayan hecho, pueden obligarle a marcharse. Lo más probable es que obtenga un buen precio por la granja..., pero no encontrará ningún otro lugar de este condado donde pueda vivir. -Yo tengo la culpa -dijo Covenant-. Tenía el poder y no supe cómo usarlo. Un odio antiguo y unos violentos deseos de matar parecían incendiar su sangre. -¿Cómo dice? ¿Me está escuchando? Oiga, señor Covenant, es usted mi cliente, para bien o para mal. No tengo la intención de quedarme tan tranquila y permitir que le hagan una cosa así. Enfermo o no, tiene usted los mismos derechos civiles que cualquier otra persona. Y existen leyes para proteger a los ciudadanos particulares de... la persecución. Podemos presentar batalla. Ahora quiero... -Covenant pudo oír, contra el fondo metálico del teléfono, que la mujer hacía acopio de valor- quiero que venga a mi despacho hoy mismo. Estudiaremos la situación, veremos si vamos a apelar contra esa decisión o si la aceptamos. Comentaremos todas las ramificaciones y planearemos una estrategia. ¿De acuerdo? Por un instante, Covenant percibió en el tono de la abogado la existencia de un riesgo sopesado. -Soy un leproso -le dijo-. No pueden tocarme. -¡Le cogerán por una oreja y le echarán de su casa! Maldita sea, Covenant, no parece comprender lo que se está tramando. Va a perder su hogar. Podemos oponernos..., pero usted es el cliente y yo no puedo hacer nada sin usted. Sin embargo, la vehemencia de la mujer hizo que la atención de Covenant se retirase. Vagos recuerdos de Elena giraban en su mente. -Esa no es una buena respuesta -dijo distraídamente, y acto seguido colgó el teléfono. Permaneció largo tiempo de pie, mirando con fijeza el negro instrumento. Algo en su color de alquitrán y su forma le recordó a Covenant que sufría. Algo importante le había sucedido. Como si fuera por primera vez, oyó a la abogado decir: "El domingo por la noche y esta mañana". Se puso rígido y miró al reloj de pared. Al principio no pudo concentrar su mirada en la esfera, que parecía haberse vuelto opaca, pero al fin logró discernir la hora. El sol de la tarde al otro lado de las ventanas se la confirmó. Había dormido durante más de treinta horas. Pensó en Elena. La mujer que le había llamado no podía haber sido Elena, porque Elena estaba muerta... Su hija había muerto, y por su culpa. Empezó a sentir latidos en la frente. El dolor raspaba su mente como una luz brillante y brutal. Agachó la cabeza, tratando de evadirla. Elena ni siquiera había existido. Jamás existió. Él había soñado toda aquella fantasía. ¡Elena!, gimió. Se volvió y regresó con paso vacilante a su dormitorio. Mientras andaba la niebla de su cerebro adoptaba un tono carmesí. Cuando entró en la habitación, sus ojos se dilataron de sorpresa al ver la almohada. Se detuvo. La funda estaba llena de manchones negros. Parecían algo putrefacto, una especie de hongos que royeran la limpia blancura de la tela. Instintivamente se llevó una mano a la frente, pero sus dedos insensibles no le dijeron nada. La enfermedad que parecía ocupar toda la cavidad de su cráneo empezó a reírse. Sus entrañas vacías se retorcieron con una náusea. Sosteniéndose la frente con ambas manos, fue tambaleándose al baño. Vio la herida de la frente en el espejo situado encima del lavabo. Por un instante, no vio nada más que la herida. Parecía una lesión leprosa, una invisible mano leprosa que aferrara la piel de su frente. Unas negras costras de sangre colgaban de los abruptos bordes de la herida, moteando la carne pálida como una profunda gangrena, y a través de las grietas en las grandes postillas rezumaba sangre y líquido. Covenant sintió como si la infección se abriera paso en línea recta hacia el cerebro, horadando su cráneo. Aquella visión le hirió como si hediera ya a enfermedad y muerte horrenda. Presa de temblores, abrió los grifos para llenar el... [...] |