(Fragmento de "Guerra de Illearth [la]", novela de Stephen R. Donaldson. Derechos de autor 1977, Stephen R. Donaldson)
Cuando Thomas Covenant llegó a su casa, su angustia por lo que le había sucedido era ya intolerable. Al abrir la puerta se halló de nuevo ante el orden perfecto de su sala de estar. Todo continuaba donde lo había dejado, como si nada hubiera sucedido, como si no hubiera pasado las últimas cuatro horas en estado de coma o en otro mundo donde su enfermedad había sido anulada, por increíble que pareciera. Tenía los dedos de manos y pies insensibles y fríos; sus nervios estaban muertos. Aquello jamás podría cambiar. Su sala de estar, al igual que todas las habitaciones de la casa, estaba organizada, alfombrada y acolchada de tal forma que le permitiera al menos sentirse a salvo del peligro de golpes, cortes, quemaduras y magulladuras que podrían lesionarle mortalmente, ya que no podía sentir el dolor. Allí, encima de la mesita de centro, ante el sofá, estaba el libro que había estado leyendo el día anterior. Mientras lo leía se había esforzado por reunir valor para arriesgarse a ir a la ciudad. El libro todavía estaba abierto por una página cuyo significado era para él totalmente distinto que cuatro horas antes. Decía: "...modelar la incoherente y vertiginosa materia de que se componen los sueños es la tarea más difícil que un hombre puede emprender... " Y en otra página leyó: "...los sueños de los hombres pertenecen a Dios... " No podía soportarlo. Estaba tan fatigado como si realmente hubiera colaborado en la búsqueda del Bastón de la Ley... como si hubiera sobrevivido a una tremenda experiencia en las catacumbas y en el flanco de la montaña, y desempeñado involuntariamente un papel en la lucha para arrebatar el Bastón al frenético sirviente del Amo Execrable. Pero Covenant consideraba suicida creer que tales cosas habían sucedido, que podían suceder. Eran imposibles, como la sensación de salud que había experimentado mientras los acontecimientos ocurrían a su alrededor o dentro de él. Su supervivencia dependía de su negativa a aceptar lo imposible. Como estaba cansado y no tenía ningún otro refugio, se acostó y durmió profundamente, sin soñar. Posteriormente su vida cotidiana fue transcurriendo sumida en una especie de somnolencia. Pasaron dos semanas. Covenant hubiera sido incapaz de decir con qué frecuencia sonó el teléfono, cuántas llamadas anónimas le amenazaron, zahirieron o insultaron por haberse atrevido a ir a la ciudad. Rodeó su mente de una capa de indiferencia, semejante a un grueso vendaje, y ni hizo ni pensó nada. Olvidó tomar su medicación y descuidó la OVE, la "observación visual continua de extremidades", una disciplina de inspección constante de su cuerpo de la que, según le habían dicho los médicos que se la enseñaron, dependía su vida. Pasaba la mayor parte del tiempo en cama, y cuando no estaba acostado seguía soñoliento. Al deambular por la casa rozaba repetidamente los dedos con los bordes de las mesas, los marcos de las puertas, los respaldos de las sillas y los accesorios domésticos; parecía como si tratara de limpiarse algo de las manos. Era como si se hubiera ocultado, como si hubiera puesto sus emociones en hibernación o el pánico las hubiera paralizado. Pero las alas de buitre de su dilema personal batían el aire buscándole incesantemente. Aumentó el tono acre y violento de las anónimas llamadas telefónicas. Su falta de reacción era un acicate para quienes las hacían, espoleaba su hostilidad. Y en lo más profundo de su sopor algo comenzó a cambiar. Cada vez con más frecuencia se despertaba con la débil convicción de que había soñado algo que no podía recordar, ni se atrevía a intentarlo. Al finalizar aquellas dos semanas, vio de repente con plena claridad su situación: vio su sueño por primera vez. Había una pequeña fogata, unas pequeñas llamas sin localización ni contexto, pero de algún modo puras y absolutas. Mientras las contemplaba fueron agrandándose, se transformaron en una gran hoguera, en una conflagración. Y él alimentaba aquel fuego con papeles... Eran las páginas de sus escritos, la novela publicada que había tenido tanto éxito y la nueva novela en la que estaba trabajando cuando fue descubierta su enfermedad. Aquello era un hecho: había quemado ambas obras. Tras saber que era un leproso, después de que su esposa, Joan, se hubiera divorciado de él llevándose a su hijito, Roger, de la finca; tras pasar seis meses en la leprosería, sus libros le habían parecido tan insensatos, de una suficiencia tan injustificable, tan destructivos para él, que los había quemado tras renunciar a volver a escribir. Pero ahora, al contemplar, al soñar con aquel fuego, sintió por primera vez el pesar y el horror de ver destruida la obra que había creado. En aquel momento despertó y se incorporó en la cama, con los ojos muy abiertos y sudoroso... Todavía podía oír el crepitar de las voraces llamas. Los establos de Joan se estaban quemando. Hacía meses que Covenant no visitaba el lugar donde en otro tiempo su esposa albergaba los caballos, pero sabía que no contenía nada que hubiera podido provocar el incendio. Era un acto vandálico, de venganza. Lo que había tras de aquellas llamadas telefónicas. La madera seca ardía con furia, y sus pavesas se desvanecían en el negro abismo de la noche. Entonces Covenant vio en aquel incendio la Fustaria Alta envuelta en llamas. Podía oler con la memoria la muerte abrasadora del pueblo arbóreo. Se vio a sí mismo matando a los Entes de la Cueva, incinerándolos con la energía imposible que parecía surgir del oro blanco de su alianza matrimonial. ¡Era increíble! Huyó del fuego, entró precipitadamente en la casa y encendió las luces, como si unas simples bombillas eléctricas fueran su única protección contra la locura y la confusión. Abrumado por todas aquellas cosas, recorrió lentamente la sala de estar de un lado a otro, recordando lo que le había sucedido. ¡Era un leproso, un paria impuro! Y se había atrevido a ir a la ciudad desde Haven Farm, donde vivía, para pagar personalmente la factura del teléfono, en un acto de afirmación como ser humano contra la hostilidad, la animadversión y la falsa caridad de sus conciudadanos. Y cuando regresaba había caído en medio de la calzada, ante el morro de un coche patrulla de la policía... No supo si el coche le había atropellado o no. Al instante tuvo conciencia de que se hallaba en otro mundo. Era imposible que existiera un lugar como aquel y, de existir realmente, era imposible que él pudiera trasladarse hasta allí..., hasta el lugar donde los leprosos recobraban la salud. Lo llamaban "el Reino", y allí le habían tratado como a un héroe debido a su parecido con Berek Mediamano, el legendario Padre Fundador..., y gracias a su anillo de oro blanco. Pero no era un héroe. No había perdido dos dedos de su mano derecha en combate, sino en el quirófano. Se los habían amputado a causa de la gangrena que ya le había acometido cuando descubrieron su enfermedad. Y aquel anillo se lo había dado una mujer que lo había abandonado porque era un leproso. Lo que le atribuían en el Reino no tenía nada de cierto. Y como se hallaba en una posición falsa, se había conducido con una sutil infidelidad que ahora le hacía estremecerse. Desde luego, ninguna de aquellas personas había merecido que él se comportara como lo hizo. Ni los Amos, guardianes de la salud y la belleza del Reino, ni Corazón Salado Vasallodelmar, el gigante que se hizo amigo suyo, ni Atiaran de Trell, que le había guiado para que llegara sano y salvo a Piedra Deleitosa, la ciudad en la montaña donde vivían los Amos... ni tampoco, ¡oh, no!, su hija Lena, a la que él había violado. "¡Lena!", exclamó involuntariamente, golpeándose los costados con sus dedos insensibles mientras deambulaba por la estancia. "¿Cómo pude hacerte una cosa así?" Pero sabía cómo había ocurrido. La salud que le proporcionó el Reino le había cogido por sorpresa. Tras meses de impotencia y furor reprimido, no estaba preparado para la repentina afloración de su vitalidad, y aquella vitalidad tuvo también otras consecuencias. Le sedujo para prestar al Reino una cooperación condicional, aunque sabía que lo que le estaba ocurriendo era imposible, un sueño. Gracias a aquella salud, llevó a los Amos de Piedra Deleitosa un mensaje de condenación que le había dado el peor enemigo del Reino, el Amo Execrable, el Despreciativo. Luego acompañó a los Amos en su Búsqueda del Bastón de la Ley, el mágico bastón de Berek que perdiera el Amo Superior Kevin, último de los antiguos Amos, en su batalla contra el Despreciativo. Los Amos consideraban que aquel arma era la única esperanza contra su enemigo. Y él, Covenant, sin convencimiento y sin fe, les había ayudado a reconquistarlo. Luego, casi inmediatamente, se encontró en la cama de un hospital de la ciudad. Sólo habían transcurrido cuatro horas desde que se produjo su accidente. Seguía padeciendo la lepra. Dado que no se habían producido lesiones, los médicos le dieron de alta y regresó a su casa de Haven Farm. Y ahora había salido de la somnolencia y paseaba por su casa iluminada, como si fuera un centro de calma en un huracán nocturno de oscuridad y caos. ¡Engaño! Había sido engañado. La mera idea del Reino le enfurecía. Era imposible que los leprosos recobraran la salud, y aquella era la ley que regía su vida. Los nervios no se regeneran, y sin el sentido del tacto no hay defensa alguna contra las lesiones, la afección, el desmembramiento y la muerte..., ninguna defensa excepto la exigente ley que había aprendido en la leprosería. Allí, los doctores le habían enseñado que su enfermedad era el hecho definitivo de su existencia, y que si no se entregaba plenamente a su protección, poniendo en ello los sentidos que conservaba indemnes, se deslizaría sin remedio por una pendiente que le llevaría a la invalidez y a la putrefacción antes de que llegara su horrible final. Aquella ley tenía una lógica que ahora parecía más [...] |