(Fragmento de "Ruina del amo execrable [la]", novela de Stephen R. Donaldson. Derechos de autor 1977, Stephen R. Donaldson)
En cuanto la mujer salió de la tienda, vio a su hijito que jugaba en la acera y al hombre lúgubre y flaco que se acercaba rígidamente a él, como un muñeco mecánico. El corazón le brincó en el pecho, y al instante se abalanzó hacia el muchacho y le agarró de un brazo, apartándole del peligro. El hombre siguió su camino sin volverse. Cuando pasó junto a ella, la mujer susurró a su espalda: -¡Márchese! ¡Váyase de aquí! ¡Debería darle vergüenza! Thomas Covenant siguió andando con pasos acompasados, tan exactos como si le hubieran dado cuerda, pero diciendo para sus adentros: "¿Vergüenza? ¿Por qué vergüenza?"- Su rostro se contorsionó en una fiera mueca. "¡Cuidado! ¡Soy un paria un impuro!" Veía la gente con la que se cruzaba, la gente que lo conocía, cuyos nombres, casas y apretones de manos le eran familiares... y veía que se apartaban de su camino, lo rehuían. Algunos parecían retener el aliento. El grito interno de Covenant se extinguió. Aquellas personas no necesitaban el antiguo ritual de advertencia. Se concentró en sujetar la maraña de pelo que oscilaba ante su rostro y dejó que la tensa maquinaria de su voluntad lo llevara adelante paso a paso. Mientras caminaba se miró las ropas para comprobar que no presentaban desgarrones o roturas inesperadas, se examinó las manos por si había arañazos, y se aseguró que seguía en su sitio la cicatriz que se extendía desde la muñeca de la mano derecha hasta el muñón donde habían estado los dedos corazón e índice. Podía oír lo que le dijeron los médicos: v-OVE, señor Covenant. Observación visual continua de extremidades. Su salud depende de eso. Estos nervios muertos nunca se regenerarán... Nunca sabrá si se ha hecho daño a menos que adquiera el hábito de la revisión. Hágalo continuamente, piense en ello sin cesar. La próxima vez puede que no tenga tanta suerte. OVE. Aquellas iniciales comprendían su vida entera. ¡Médicos! Pensó cáusticamente. Pero sin ellos puede que no hubiera vivido tanto. Habla ignorado por completo el peligro que corría. El descuido habría podido matarlo. Al ver los rostros sorprendidos, asustados o anónimos -había muchos rostros anónimos, aunque la ciudad era pequeña de las personas que pasaban a su lado, deseó poder estar seguro de que su cara mostraba una adecuada expresión de desdén. Pero los nervios de sus mejillas parecían sólo vagamente vivos, aunque los médicos le habían asegurado que aquella era una ilusión en el estado actual de su enfermedad, y jamás podría estar seguro del semblante que interponía entre sí mismo y el mundo. Ahora, cuando las mujeres que en otro tiempo habían elegido su novela para comentarla en sus clubes literarios, se apartaban de él como si fuera algún engendro horroroso o un profanador de tumbas, sintió una repentina y traidora punzada de desolación. La sofocó abruptamente, antes de que pudiera hacerle perder su equilibrio. Se acercaba a su destino, la meta de la afirmación o proclamación que tan tristemente había emprendido. Podía ver el letrero dos manzanas más adelante: Compañía Telefónica Bell. Recorría a pie los tres kilómetros que separaban Haven Farm del centro de la ciudad, para pagar su factura telefónica. Naturalmente, podría haber enviado el dinero por correo, pero consideraba ese acto como una rendición, un sometimiento a la creciente aflicción que le imponían. Mientras estaba en tratamiento, su esposa, Joan, se había divorciado de él, marchándose del estado con su hijo. La única cosa en la que él, Thomas Covenant, había invertido dinero y ella se había atrevido a utilizar era el coche. También se lo llevó. En cambio, abandonó la mayor parte de sus vestidos. Luego, sus vecinos más próximos, cada uno a más de ochocientos metros de su casa, se quejaron estridentemente de su presencia entre ellos. Y cuando él se negó a vender su propiedad, uno de ellos se marchó del condado. Finalmente, al cabo de tres semanas de su regreso a casa, la tienda de comestibles -ahora pasaba ante ella y veía la fachada llena de anuncios frenéticos- empezó a suministrarle alimentos, tanto si los pedía como si no, y, sospechaba, tanto si estaba dispuesto a pagarlos como si no. Pasó ante el palacio de justicia, cuyas viejas columnas grises parecían orgullosas de su carga de justicia y ley, el edificio en el que, por poderes, naturalmente, habla sido separado de su familia. Incluso la escalinata delantera resplandecía de limpia, como protegiendo a la institución contra las manchas de los miserables humanos que la rondaban, subiendo y bajando los escalones en busca de reparación. El divorcio había sido concedido porque ninguna ley piadosa podía obligar a una mujer a criar a su hijo en compañía de un hombre como él. "¿Hubo lágrimas?" Preguntó al recuerdo de Joan "¿Fuiste valiente? ¿Te sentiste aliviada?" Covenant resistió el impulso de echar a correr para escapar del peligro. Las boquiabiertas cabezas de gigantes que coronaban las columnas del palacio de justicia parecían extrañamente asqueadas, como si estuvieran a punto de vomitar sobre él. El sector comercial no era muy grande en aquella ciudad de sólo cinco mil habitantes. Covenant pasó ante los grandes almacenes. A través de las puertas de vidrio pudo ver a varias colegialas que preguntaban el precio de objetos de bisutería. Se apoyaban en el mostrador en posturas provocativas, y la garganta de Covenant se tensó involuntariamente. Le ofendían las caderas y los senos de las muchachas, las curvas que acariciarían otros hombres, no él. Era impotente. Con el deterioro de sus nervios, su capacidad sexual no era más que otro miembro amputado. Incluso el alivio de la lujuria le estaba negado. Podía evocar deseos en su imaginación, hasta que le amenazara la locura, pero tales deseos no le servían de nada. Sin previo aviso, surgió en su mente un recuerdo de su mujer, una imagen que casi hizo desaparecer el sol, la acera y los transeúntes que pasaban por su lado. La vio con una de las combinaciones oscuras que le había comprado con sus pechos invitadores bajo la fina tela. Joan gritó mentalmente. "¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Es un cuerpo enfermo más importante que todo lo demás?" Sus hombros se tensaron, como si estuviera a punto de estrangular a alguien, y suprimió el recuerdo. Aquellos pensamientos eran debilidades que no podía permitirse, y tenía que desecharlos. Pensó que era mejor la amargura, porque sobrevive. La amargura parecía ser el único sabor que todavía era capaz de gustar. Descubrió, consternado, que había dejado de moverse. Se había detenido en medio de la acera, los puños apretados y temblándole los hombros. Se obligó ásperamente a caminar de nuevo, Y, al hacerlo, tropezó con alguien. ¡Impuro paria! Covenant tuvo un atisbo de color ocre. La persona con la que había tropezado parecía llevar una sucia túnica de un pardo rojizo, pero no se detuvo para disculparse. Siguió andando con cautela por la acera para no tener que enfrentarse al temor y al odio de aquel individuo. Al poco sus pasos se hicieron de nuevo rígidos, mecánicos. Llegó a las oficinas de la compañía eléctrica, su razón última para que decidiera pagar en persona la factura del teléfono. Dos meses atrás envió un cheque por correo a la compañía eléctrica -la cantidad era pequeña, pues utilizaba poca energía- y se lo devolvieron. El sobre ni siquiera había sido abierto. Una nota adjunta explicaba que la cuenta había sido pagada anónimamente, y que no debía preocuparse por el gasto eléctrico durante un año por lo menos. Tras una lucha íntima, Covenant se dio cuenta de que si no oponía resistencia a aquella situación, pronto no tendría motivo alguno para mezclarse con sus congéneres. Por eso hoy recorría los tres kilómetros hasta la ciudad para pagar su factura telefónica en persona..., para mostrar a sus semejantes que no estaba dispuesto a abdicar de su humanidad. Opuesto a su destierro, se resistía a él para afirmar los derechos de su común condición mortal. "En persona", pensó. ¿Y si fuera demasiado tarde? ¿Y si ya hubieran pagado la factura? ¿Para qué habría ido entonces en persona? Se estremeció ante aquella posibilidad. Pensé que su OVE debía servir para algo y dirigió la mirada al letrero de la Compañía Telefónica Bell, a media manzana de distancia. Mientras avanzaba, consciente de una presión que bullía contra su inquietud, cayó en la cuenta de que el ritmo de sus pasos acompañaba una cancioncilla en su mente. Entonces recordó la letra: Muchacho de oro con pies de arcilla, Permíteme ayudarte en tu camino. Un buen empujón te llevará lejos... ¡Pero qué tipo tan torpe eres! La coplilla resonaba como una risita satírica entre sus pensamientos, y su tosco ritmo lo golpeaba como un insulto, acompañado por una suave musiquilla cabaretera. Se preguntó si existiría una oronda diosa en algún lugar de los místicos cielos del universo, que manejaba el manubrio de su destino burlesco. Un buen empujón, impúdico, te llevará lejos... ¡pero qué tipo tan torpe eres, con tu falsa consternación doliente! Oh, sí, muchacho de oro. No podía desechar fácilmente aquel pensamiento, porque hubo una época en que fue una especie de muchacho de oro. Su matrimonio era feliz y tenía un hijo. La novela que escribió, concebida en un estado de trance y desapego del mundo en torno a él, había permanecido un año en la lista de libros más vendidos. Y gracias a ello ahora tenía todo el dinero que necesitaba. Pensó que le hubiera ido mejor de haber sabido la clase de libro que escribía. Pero no lo supo. Ni siquiera creyó que encontraría quien se lo publicara, en la época en que lo escribía... poco después de casarse con Joan. Entonces ninguno de los dos pensaba en el dinero ni en el éxito. Lo que encendía su imaginación era el puro acto de la creación, y el cálido conjuro del orgullo y el anhelo de Joan le hacía arder como un rayo perenne, que no duraba fracciones de... [...] |