CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Qué difícil es ser Dios", novela de Arkadi y Boris Strugatsky. Derechos de autor 1966, Arkadi Strugatsky y Boris Strugatsky)

PRÓLOGO

Anka llevaba una ballesta hecha por ella misma, con la caja de plástico negro y la cuerda de acero al cromo, que se montaba por medio de una silenciosa palanca. Antón no admitía innovaciones en estas cosas: su artefacto bélico era sólido, como el del mariscal Totz, es decir el rey Pisa I; estaba guarnecido con cobre negro, y tenía una ruedecilla a la que iba arrollado un cordón de nervio de toro. Pashka iba armado con una escopeta de aire comprimido, porque decía que las ballestas eran armas propias de la infancia de la humanidad; en realidad, si no tenía ballesta era debido a que era un vago, no poseía aptitudes para el oficio de carpintero, y ni siquiera había intentado fabricar una.
Atracaron en la orilla norte, donde el terreno, de amarilla arena, formaba un corte vertical por el que asomaban las raíces de unos pinos rectos como mástiles. Anka soltó el timón y miró a su alrededor. El sol despuntaba ya por encima del bosque, y todo a su alrededor era celeste, verde y amarillo. Celeste era la niebla que cubría el lago; verdeoscuros los pinos; amarilla la playa que se veía enfrente. Y por sobre todo ello dominaba un cielo claro, azul, casi blanco.
- Allí no hay nada -dijo Pashka.
Los muchachos seguían sentados en la barca, inclinados sobre la borda, mirando lo que había bajo el agua.
- Mira que lucio tan grande -exclamó Antón.
- ¿Con una aleta así? -preguntó Pashka.
Antón no respondió. Anka también miraba el agua, pero lo único que veía era su propia imagen reflejada.
- Si pudiéramos bañarnos -dijo Pashka, metiendo un brazo en el agua-. Pero está fría.
Antón pasó a la proa y desde allí saltó a la orilla. La barca cabeceó. Después sujetó la borda y esperó a ver lo que hacía Pashka. Este se levantó, se echó el remo al hombro y, contorsionándose de cintura para abajo, empezó a cantar:

¡Viejo capitán Vitsliputslí!
¿Te has dormido, amigo mío?
Pues cuídate, que ahí vienen
Cinco tiburones fritos.

Antón, sin decir palabra, dio un empujón a la barca.
- ¡Hey! -gritó Pashka, asiéndose a la borda.
- ¿Por qué fritos? -preguntó Anka.
- ¡Y yo qué sé! -respondió Pashka, mientras saltaban a la orilla-. Pero no suena mal, ¿verdad? ¡Cinco tiburones fritos!
Vararon la barca. Sus pies se hundían en la húmeda arena, que estaba llena de piñas y agujas secas de pino. La barca era pesada y resbaladiza, pero la arrastraron hasta sacarla completamente del agua. Después descansaron a su lado, respirando agitadamente por el esfuerzo.
- Me he aplastado un pie -dijo Pashka, arreglándose el pañuelo rojo que llevaba en la cabeza. Ponía gran empeño en que el nudo le cayese exactamente sobre la oreja derecha, como a los narigudos piratas irukanos-. Pero, ¡qué importa la vida! -añadió.
Anka se chupaba un dedo.
- ¿Te has clavado una astilla? -preguntó Antón.
- No, me he hecho una desolladura. ¿Quién de vosotros es el que lleva esas uñas?
- Deja que lo vea.
Ella le mostró el dedo.
- Sí -dijo Antón-. ¡Vaya trauma! ¿Qué hacemos ahora?
- ¡Sobre el hommmmm... bro, y adelante por la orilla! -gritó Pashka.
- Entonces, ¿para qué hemos desembarcado? -preguntó Antón.
- Porque en barca hasta una gallina podría hacer este viaje -explicó Pashka-. Pero por la orilla hay precipicios, cañaverales, remolinos... Incluso lotas y siluros.
- ¡Bancos de siluros fritos! -exclamó Antón.
- ¿Has buscado alguna vez en un remolino?
- Sí.
- Nunca te he visto hacerlo.
- Hay tantas cosas que nunca me has visto hacer.
Anka les dio la espalda, levantó su ballesta y disparó sobre un pino que había a unos veinte pasos. Saltaron esquirlas de corteza.
- Magnífico -exclamó Pashka, y disparó con su escopeta. Apuntó a la flecha de Anka, pero falló el tiro-. No contuve la respiración -dijo para disculparse.
- ¿Y si lo hubieras hecho? -preguntó Antón, mirando a Anka.
Esta tiró con fuerza de la palanca y tensó la cuerda de su ballesta. Tenía unos excelentes músculos. Antón observó cómo bajo su morena piel se desplazaba la dura bola de sus bíceps.
Anka apuntó y disparó de nuevo. La segunda flecha se clavó en el árbol un poco más abajo que la primera.
- Estamos haciendo mal -dijo de pronto Anka, bajando la ballesta.
- ¿El qué?
- Estamos estropeando los árboles sin necesidad. Ayer un pequeño estaba tirándole flechas a un árbol, y le obligué a que las arrancara con los dientes.
- Pashka -dijo Antón-, ¿por qué no vas tú a arrancar las flechas? Tienes buenos dientes.
- No, tengo uno cariado -respondió Pashka.
- Bueno -dijo Anka-, hagamos algo.
- No tengo ganas de subir precipicios -dijo Antón.
- Ni yo tampoco. Sigamos recto por aquí.
- ¿Hacia dónde? -preguntó Pashka.
- Hacia donde nos lleven los pies.
- Hacia la saiva entonces -dijo Pashka-. Toshka, vayamos al Camino Olvidado. ¿Lo recuerdas?
- Claro que lo recuerdo -dijo Antón.
- Sabes, Anechka... -comenzó a decir Pashka.
- ¡No me llames Anechka! -cortó Anka, que consideraba intolerable que la llamaran con otro diminutivo que no fuera Anka.
Antón aprendió bien la lección y se apresuró a decir:
- El Camino Olvidado es una carretera por la que no pasa nadie. No figura en ningún plano de carreteras, y no sabemos adónde va.
- ¿Habéis estado ya allí?
- Sí. Pero no tuvimos tiempo de explorarla.
- Es un camino que no viene de ninguna parte ni va tampoco a ninguna parte -dijo Pashka, ya repuesto.
- ¡Estupendo! -exclamó Anka, cuyos ojos parecían en aquel momento dos rendijas negras-. Vamos allá. ¿Llegaremos antes del anochecer?
- ¡Mucho antes! A mediodía ya estaremos allí.
Escalaron el precipicio. Pashka se detuvo al llegar arriba y se volvió. Abajo se veía el lago azul, entreverado con las manchas amarillas de los bancos de arena, la barca varada en la playa, y unas grandes circunferencias que se ensanchaban por la oscura superficie del agua, cerca de la orilla, producidas sin duda por algún salto del lucio que habían visto antes. Pashka experimentó aquella indefinida alegría que sentía cada vez que se fugaba con Toshka del internado y tenía por delante todo un día de completa libertad, andando por lugares inexplorados, con fresas, solitarios y templados prados, lagartos grises y heladas aguas manando de inesperadas fuentes. Y, como siempre, quiso gritar y saltar, y así lo hizo, y vio como Antón lo miraba sonriente y cómo en sus ojos se adivinaba una absoluta identificación. Anka se metió dos dedos en la boca y lanzó una agudísimo silbido.
Entraron en el bosque. Era de espaciados pinos, y los pies resbalaban sobre la hojarasca. Los oblicuos rayos del sol se filtraban por entre los rectos troncos, proyectándose sobre la tierra y formando manchas doradas. Olía a resina, a lago y a fresas. Allá en el cielo trinaban invisibles pajarillos.
Anka iba delante. Llevaba la ballesta bajo el brazo, y de tiempo en tiempo se agachaba para recoger el fruto, rojo como la sangre y pulido como el charol, de las fresas. Antón la seguía, con su sólido artefacto bélico al hombro. Su carcaj, repleto de buenas flechas de combate, golpeaba rítmicamente sus nalgas. Iba observando el cuello de Anka, que estaba tan tostado por el sol que parecía negro, y en el que sobresalían algunas vértebras. De vez en cuando miraba a su alrededor buscando a Pashka, pero no se le veía por ningún lado. Solo de tanto en tanto, a derecha e izquierda, fulguraba por unos instantes su pañuelo rojo al sol. Antón se lo imaginaba deslizándose silenciosamente entre los pinos, con la escopeta preparada para disparar, inclinando hacia adelante su enjuta cara de ave de rapiña. Pashka se escondía por la saiva. La saiva tiene a veces bromas pesadas. Amigo, cuando la saiva pregunta, hay que responder a tiempo, pensó

[...]