CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Última partida [la]", novela de Tim Powers. Derechos de autor 1992, Tim Powers)

1

“Te seguiré teniendo a ti, Sonny Boy”

Georges Leon apretó la mano de su hijo con demasiada fuerza, alzó los ojos bajo el ala de su sombrero y contempló la oscuridad antinatural del cielo de mediodía.
Sabía que en el desierto -visible para cualquier tráfico motorizado que recorriese las largas y vacías rectas de la autopista Boulder- la lluvia estaría retorciendo sus largos embudos deshilachados bajo las nubes; y era muy probable que las dos calzadas de la autopista 91 ya estuvieran medio inundadas, con lo que el Hotel Flamingo se habría convertido en una isla a las afueras de la ciudad. Y al otro lado de la tierra, bajo sus pies, estaba la luna llena.
“La Luna y el Loco -pensó con desesperación-. Mal asunto..., pero no tengo más remedio que seguir adelante.”
Un perro estaba ladrando en uno de los callejones o aparcamientos a una o dos manzanas de distancia. Leon pensó en el perro que aparecía en la carta del Loco de la baraja del tarot y en los perros que acompañaban a Artemisa, la diosa de la luna de la mitología griega. Y, naturalmente, la carta de la Luna casi siempre mostraba lluvia cayendo del cielo... Leon deseó que le estuviese permitido emborracharse.
- Será mejor que vayamos a casa, Scotty -le dijo al chico.
Tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para que su voz no sonara apremiante. “He de hacerlo”, pensó.
Las hojas de las palmeras crujieron sobre sus cabezas y arrojaron goterones sobre el pavimento.
- ¿A casa? -protestó Scotty-. No, dijiste que...
La culpabilidad hizo que la respuesta de Leon sonara un poco más seca de lo que le habría gustado.
- Has disfrutado de un buen desayuno y de un almuerzo, y tienes el bolsillo lleno de fichas taladradas y monedas aplanadas. -Dieron unos cuantos pasos más sobre el pavimento lleno de charcos en dirección a la calle Centro, donde torcerían a la derecha para llegar al bungalow. La calle mojada olía igual que el vino blanco seco-. Pero te diré lo que haremos -murmuró Leon, despreciándose a sí mismo por hacer una promesa que no sería cumplida-. Después de cenar la tormenta ya se habrá alejado, así que cogeremos el telescopio y saldremos de la ciudad para contemplar las estrellas.
El chico suspiró.
- De acuerdo -dijo mientras trotaba para mantenerse a la altura de su padre. Su mano libre hacía bailar las fichas y las monedas inútiles de su bolsillo-. Pero va a haber luna llena. No se podrá ver nada, ¿verdad?
“Dios, cállate”, pensó Leon.
- No -dijo como si el universo pudiera estar escuchándole y existiera la posibilidad de que estuviese dispuesto a obedecerle-. No, eso no será ningún problema...

Leon había querido una excusa para pasar por el Hotel Flamingo -a unos diez kilómetros de la ciudad yendo por la 91-, y había llevado a Scott hasta allí para desayunar.
El Flamingo era un hotel de tres pisos con un cuarto piso de apartamentos, una incongruente masa verde que se recortaba contra el marrón y el ocre del desierto que lo rodeaba. Las palmeras traídas en camiones se alzaban alrededor del edificio, y aquella mañana el sol había estado contemplándolo desde un cielo despejado y había hecho que el intenso color verde del césped cobrara un aspecto casi desafiante.
Leon había dejado que un mozo aparcara el coche, y él y Scott habían caminando cogidos de la mano a lo largo de la tira de pavimento hasta llegar a los peldaños que subían hacia la puerta del casino.
Leon había hecho un agujero en el estuco debajo de los peldaños un poco a la izquierda de la entrada, allí donde un arbusto serviría para ocultarlo, y había dibujado unos cuantos símbolos a su alrededor. Aquella mañana se inclinó junto al comienzo del tramo de peldaños para atarse el cordón de un zapato, sacó un paquetito que llevaba en el bolsillo de su chaqueta, se inclinó hacia adelante y lo metió dentro del agujero.
- ¿Otra cosa que podría hacerte daño, papá? -preguntó Scotty en un susurro.
El chico se había inclinado sobre su hombro, y estaba contemplando los toscos soles y las siluetas hechas con líneas que surcaban el estuco y habían descascarillado la pintura verde.
Leon se incorporó y bajó la vista hacia su hijo mientras se preguntaba por qué se le habría ocurrido contárselo al chico. Ya no tenía importancia, claro.
- Justo en el blanco, Scotto -dijo-. ¿Y qué es?
- Es nuestro secreto.
- Has vuelto a dar en el blanco. ¿Tienes hambre?
- Más que un piojo de hotel.
Ninguno de los dos estaba muy seguro de cómo había ocurrido, pero aquellas frases habían acabado convirtiéndose en uno de sus diálogos habituales.
- Vamos.

Los rayos del sol del desierto habían estado entrando por las ventanas reflejándose en las pequeñas sartenes de cobre que se usaban para servir los huevos fritos y los arenques. El desayuno había corrido “por cuenta de la casa” a pesar de que se alojaban en el Flamingo porque se sabía que Leon había sido socio de Ben Siegel, el fundador. La camarera ya se atrevía a hablar de él llamándole “Bugsy” Siegel. [Es decir, “Piojo” Siegel, cosa que nadie se atrevió a hacer en vida del famoso gángster cuando éste se encontraba lo bastante cerca para oírlo. (N. del T.)]
Comer a expensas de un muerto había sido lo primero que hizo que Leon se sintiera incómodo.
Pero Scotty lo había pasado en grande tomando sorbos de una Coca-Cola adornada con una cereza servida en un vaso modelo Old Fashioned y contemplando el comedor con los ojos entrecerrados mientras fingía ser un hombre de mundo.
- Ahora este sitio es tuyo, ¿eh, papá? -había dicho cuando cruzaron la estancia circular que era el casino propiamente dicho.
Las cartas giraban con el crujido casi imperceptible del papel nuevo y los dados rodaban sobre el fieltro verde con un golpeteo ahogado, pero Leon no prestó atención a los números y figuras fruto del azar que definían el momento.
Ningún croupier pareció oír lo que había dicho el chico.
- No... -empezó a decir Leon.
- Ya lo sé -dijo Scotty, quien ya se estaba reprochando haber abierto la boca-. Nunca se habla de cosas importantes delante de las cartas.
Salieron por la puerta que daba a la 91 y tuvieron que esperar a que les trajeran el coche desde el otro lado del Flamingo..., el lado en el que la única ventana abierta de todo el nivel de apartamentos hacía que el edificio pareciese un rostro tuerto que contemplaba el desierto.

“La carta del Emperador -pensó Leon mientras tiraba de Scotty a lo largo de la acera oscurecida por la lluvia de la calle Centro-. ¿Por qué no estoy recibiendo ninguna señal suya? El viejo visto de perfil sentado sobre un trono con las piernas cruzadas a causa de alguna herida... Ya hace más de un año que es mi carta. Puedo demostrarlo mediante Richard, mi hijo mayor..., y pronto seré capaz de demostrarlo mediante Scotty.”
No pudo evitar preguntarse en qué clase de persona se habría convertido Scotty al crecer si todo aquello no tuviese que ocurrir. El chico cumpliría veintiún años en 1964, y Leon se preguntó si habría alguna chica en algún lugar del mundo destinada a conocerle y casarse con él algún día si los acontecimientos seguían otro rumbo. ¿Qué haría esa chica? ¿Encontraría a otro chico? ¿En qué clase de hombre se habría convertido Scotty? ¿Habría sido gordo, flaco, honrado, un canalla? ¿Habría heredado el talento para las matemáticas de su padre?
Leon bajó la vista hacia el chico y se preguntó qué podía encontrar de interesante en los detalles desdibujados por la lluvia que componían el paisaje urbano de aquella calle. Los jeroglíficos de chillones tonos rojos y azules de los neones que brillaban en las ventanitas redondas de los bares, los toldos mojados que aleteaban impulsados por la brisa cargada de lluvia, los coches que aparecían de repente abriéndose paso por entre la luz grisácea que parecía haber pasado por un filtro moviéndose como si fuesen submarinos...
Se acordó de Scotty golpeando las ramas de un rosal durante un paseo bajo la luz del sol por los jardines del Flamingo que habían dado hacía unos meses. “¡Mira, papi! -había chillado con su voz estridente de niño-. ¡Esas hojas son del mismo color que la ciudad de Oz!” Leon se había dado cuenta de que las hojas del rosal eran de un color verde oscuro que casi parecía negro, y durante unos momentos se había preocupado pensando que Scotty quizá tuviera problemas para percibir correctamente los colores..., y un instante después se había acuchillado junto al chico, cabeza contra cabeza, y había visto que la parte inferior de cada hoja era de un verde esmeralda oculto a los ojos de cualquier transeúnte que midiera más de un metro veinte de altura.
Desde aquel momento Leon había prestado mucha atención a las observaciones de su hijo. Solían ser graciosas, como aquella ocasión en que había observado que el montón de puré de patatas que tenía en el plato era igualito que Wallace Beery; pero de vez en cuando -como hoy durante el desayuno-, Leon no podía evitar el encontrarlas oscuramente inquietantes.

Después de desayunar -el sol aún brillaba en el cielo y las nubes de lluvia no eran más que velas hinchadas que empequeñecían las Montañas Spring que se alzaban hacía el oeste -habían ido en el Buick nuevo al Club Las Vegas donde Leon trabajaba como croupier de blackjack por un sueldo de ocho dólares al día.
Leon cobró su cheque, cambió cincuenta centavos en monedas de un centavo y convenció al jefe de caja de que permitiera que Scotty se quedara con un montón de las viejas fichas gastadas que el casino inutilizaba taladrándolas por el centro; y después fueron hasta las vías de ferrocarril que se desplegaban al oeste de la estación Union Pacific, y Leon enseñó a su hijo cómo colocar las monedas de un centavo sobre las vías para que los trenes que iban en dirección a Los Ángeles las aplastaran.
Pasaron más de una hora corriendo para colocar las relucientes monedas sobre el acero recalentado de los raíles y alejándose luego a la carrera hasta un lugar seguro para esperar la llegada de un tren. Después de que el tren que parecía una nave espacial hubiera salido a toda velocidad de la estación alejándose con un aullido en dirección oeste y hubiera empezado a empequeñecerse en la lejanía, padre e hijo iban de puntillas hasta la vía por la que había pasado el gigante e intentaban encontrar los óvalos de cobre que habían perdido todas sus marcas. Al principio estaban demasiado calientes para cogerlos, y Leon hacía frenéticos malabarismos con ellos hasta acabar echándolos en el sombrero que había puesto sobre la arena para que se enfriaran. Leon acabó volviéndose hacia su hijo y le dijo que ya era hora de almorzar. Las nubes que se iban acumulando en el oeste habían aumentado de tamaño.
Dieron una vuelta por la ciudad y descubrieron un casino nuevo llamado Moulin Rouge en el barrio de color que se extendía al oeste de la 91.

[...]