(Fragmento de "Nuestra Seņora de las Tinieblas", novela de Fritz Leiber. Derechos de autor 1977, Fritz Leiber)
La colina empinada y solitaria llamada Corona Heights era negra como la noche y muy silenciosa, como el corazón de lo desconocido. Se alzaba contra las nerviosas y brillantes luces del centro de San Francisco como si fuera una gran bestia nocturna que escrutara su territorio en paciente búsqueda de su presa. La pálida luna se había puesto, y las estrellas en el negro cielo brillaban todavía afiladas como un diamante. Al oeste se extendía un banco de niebla. Pero al este, más allá del centro comercial de la ciudad y la bahía cubierta de niebla, asomaba la estrecha y fantasmal franja de las primeras luces del amanecer, recortada contra las cimas de las colinas bajas situadas tras Berkeley, Oakland y Alameda y el lejano Monte del Diablo. A cada lado de Corona Heights las luces de las calles y las casas de San Francisco, más débiles al final de la noche, la bañaban con aprensión, como si fuera realmente un animal peligroso. Pero en la colina en sí no había ni una sola luz. Desde abajo, a un observador le habría resultado imposible distinguir su contorno irregular y las extrañas grietas que coronaban su cima (que incluso las gaviotas evitaban) y salpicaban acá y allá sus faldas peladas y yermas, visitadas de vez en cuando por la niebla, pero carentes de las caricias de la lluvia desde hacía meses. Algún día la colina tal vez sea arrasada con excavadoras, cuando la avaricia sea aún mayor que hoy y el respeto a la naturaleza primordial sea aún menor, pero ahora todavía podía producir terror y pánico. Demasiado salvaje y seria para ser un parque, había sido inadecuadamente diseñada como patio de recreo. Cierto, había algunos campos de tenis y limitadas zonas de hierba y edificios bajos y pequeños grupos de pinos en su base, pero aparte de eso, la colina se alzaba escarpada, desnuda y desdeñosamente solitaria. Y ahora algo parecía agitarse en la oscuridad (era difícil decir qué). Tal vez uno o varios de los perros salvajes de la ciudad, sin hogar durante generaciones, capaces de hacerse pasar por mansos (en una gran ciudad, cuando se ve a un perro que va a lo suyo, sin amenazar a nadie, sin adular a nadie, comportándose de hecho como un buen ciudadano con trabajo que hacer y sin tiempo para tonterías, y si ese perro carece de chapa o collar, entonces pueden estar seguros de que no tiene un dueño descuidado, sino que es salvaje, y está bien adaptado). Tal vez algún animal más salvaje y más secreto que no se había plegado al dominio del hombre, sino que vivía de forma casi invisible contra él. Tal vez, seguramente, un hombre (o mujer) tan hundido en el salvajismo o la psicosis que no necesitaba luz. O tal vez sólo el viento. Y ahora el lazo de luz al este se volvía rojo oscuro, y todo el cielo se iluminaba de un extremo a otro, las estrellas desaparecían y Corona Heights empezaba a mostrar su superficie seca, hirsuta, marrón claro. Sin embargo, perduraba la impresión de que la colina estaba inquieta, pues por fin había decidido cuál sería su víctima. Dos horas más tarde, Franz Westen contemplaba a través de su ventana la torre de televisión de trescientos metros de altura que se alzaba roja y blanca a la luz de la mañana, destacando sobre la bruma nevada que todavía enmascaraba a Sutro Crest y Twin Peaks, situadas a cinco kilómetros de distancia, y contra la que se recortaba Corona Heights, encogida y marrón. La torre de televisión (podríamos llamarla la Eiffel de San Francisco) era ancha de hombros, estrecha de cintura, y con piernas largas como una mujer hermosa y estilizada... o una semidiosa. Mediaba entre Franz y el universo, igual que se supone que el hombre media entre los átomos y las estrellas. Contemplarla, admirarla, casi reverenciarla, era su saludo de cada mañana al universo, su afirmación de que estaban en contacto, antes de hacer el café y volver a meterse en la cama con una carpeta y una pluma para cumplir el trabajo diario de escribir historias de horror sobrenatural y especialmente (su pan y su sal), novelizar el programa de televisión Profundidades Extrañas, para que los televidentes pudieran también leer, si así lo querían, la mezcolanza de brujería, Watergate y amores no correspondidos que veían en casa. Un año antes Franz habría estado reflexionando sobre sus desgracias a esta hora de la mañana, preguntándose cuál sería la primera copa del día, si ya la había tomado o si había acabado con todo el alcohol disponible la noche anterior, pero eso quedaba ya en el pasado, y era otra cuestión. Leves sirenas de niebla se avisaban unas a otras en la distancia. La mente de Franz corrió brevemente cuatro kilómetros más allá, donde la niebla debía de estar cubriendo la bahía de San Francisco, a excepción de las cuatro cimas que abarcaban el primer tramo del puente hasta Oakland. Bajo aquella superficie de aspecto helado habría filas de coches impacientes, la charla de los barcos, y procedente de debajo del agua y el fondo fangoso, pero oído por los pescadores en sus barquitos, el extraño rugido del TRAB (Tren Rápido del Área de la Bahía), que atravesaba las vías subterráneas mientras llevaba a sus trabajos al principal contingente de obreros. Danzando en el aire llegaban las notas dulces y alegres de un minueto de Telemann que Cal tocaba a la flauta dos pisos más abajo. Franz se dijo que Cal tocaba para él, aunque tenía veinte años más que ella. Miró el retrato al óleo de Daisy, su esposa muerta, junto a un dibujo de la torre de televisión realizado con líneas negras como telarañas en cartulina roja fluorescente, y no sintió ninguna culpa. Tres años de pena de borracho (todo un récord) lo habían borrado todo, hasta que lo superó hacía un año. Bajó la mirada hasta la cama del estudio, todavía a medio deshacer. En la mitad intacta, junto a la pared, había un pintoresco montón de revistas, ediciones en rústica de novelas de ciencia ficción, unas cuantas novelas de detectives en edición de tapa dura, todavía con su envoltorio de celofán, y media docena de brillantes libritos como Golden Guides (Guías Doradas) y Knowledge Through Color (El conocimiento a través del color), su lectura recreativa, opuesta a su material de trabajo y de referencia, que le esperaba sobre la mesita de café junto a la cama. Habían sido su compañía principal, y casi la única, durante los tres años que había permanecido borracho contemplando estúpidamente la tele. Pero siempre las había ojeado y hasta estudiaba sus brillantes páginas de vez en cuando. Apenas un mes antes se le ocurrió que su alegre disposición casual componía una mujer esbelta y descuidada tendida junto a él sobre la colcha: por eso nunca ponía las revistas en el suelo, por eso se contentaba con la mitad de la cama, por eso las disponía inconscientemente en forma de mujer con piernas largas, larguísimas. Decidió que eran la amante del erudito, sobre la analogía de amante holandesa ese almohadón largo y flexible al que se agarran los durmientes en los países tropicales para que capture el sudor, una compañera secreta, una call girl atrevida pero estudiosa, una hermana delgada e incestuosa, eterna camarada de su trabajo de escritor. Con una mirada afectuosa hacia el óleo de su esposa muerta y un cálido pensamiento dirigido a Cal, que enviaba al aire la pirueta de sus notas, se volvió con una sonrisa conspiradora a la forma cubista que ocupaba todo el interior de la cama. - No te preocupes, querida, siempre serás mi chica favorita, aunque tendremos que mantenerlo en secreto -susurró, y se volvió hacia la ventana. Fue la torre de televisión, alzándose de aquella forma tan moderna sobre Sutro Crest, con sus tres largas patas hundidas en la niebla, lo que le hizo volver a conectar con la realidad después de su larga escapada en un sueño de borracho. Al principio, la torre le pareció increíblemente chillona y de mal gusto, una intrusión peor que los rascacielos en la que antaño fuera la más romántica de las ciudades, una obscena encarnadura del mundo vocinglero de ventas y anuncios, e incluso, con sus grandes miembros rojos y blancos recortados contra el cielo azul (como ahora, por encima de la niebla), una versión de la bandera americana en sus peores aspectos: franjas rojas como el anuncio de una barbería, gruesas estrellas en fila. Pero luego empezó a impresionarle contra su voluntad con sus luces rojas parpadeantes por la noche (¡eran tantas!; había contado diecinueve, trece firmes y seis intermitentes), y luego sutilmente le hizo interesarse en las otras distancias en el paisaje de la ciudad y también en las estrellas de verdad, y en la luna las noches que tenía suerte, hasta que volvió a interesarse apasionadamente por todas las cosas reales, no importaba cuáles fueran. Y el proceso no se detuvo: todavía continuaba en marcha. Hasta que Saul se lo dijo el otro día: - No sé si está bien aficionarte a cada nueva realidad. Podrías acabar con una costumbre muy mala. - Eso es todo un consejo, viniendo de un tipo que es enfermero en un hospital psiquiátrico -dijo Gunnar. - Desde luego -respondió Franz inmediatamente-. Campos de concentración. Gérmenes. - No me refiero exactamente a esas cosas -dijo Saúl-. Supongo que estoy hablando de las cosas que se encuentran algunos de mis pacientes en el hospital. [...] |