CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Soldado de areté", novela de Gene Wolfe. Derechos de autor 1989, Gene Wolfe)

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Empezaré de nuevo

En este pergamino que el hombre negro ha encontrado en la ciudad. Esta mañana Io me enseñó lo que escribí en el antiguo y me contó lo valioso que había sido para mí. Sólo leí la primera hoja y la última, pero tengo intención de leer el resto antes de que se ponga el sol. Ahora, sin embargo, lo que pretendo hacer es poner por escrito todas las cosas que más necesitaré saber.
Estas personas me llaman Latro, aunque dudo de que ése sea mi nombre. El hombre de la piel de león me llamaba Lucius, o eso escribí en el primer pergamino. Allí también escribí que olvido las cosas muy deprisa, y creo que es cierto. Cuando intento recordar lo que ocurrió ayer sólo hallo impresiones confusas de caminar, trabajar y hablar, por lo que soy como un navío perdido en la niebla desde cuya cofa el vigía quizá vea sombras que pueden ser rocas, otras naves o la nada, y oye voces que tanto pueden pertenecer a los hombres de la orilla como a tritones o fantasmas.
Creo que a Io no le ocurre eso, y al hombre negro tampoco. Gracias a ellos me he enterado de que estamos en el Quersoneso tracio y que esta ciudad capturada se llama Sestos, y que aquí fue donde los Hombres de Pensamiento libraron una batalla contra la Gente de Parsa: el jefe de estos últimos tenía la esperanza de que así conseguirían escapar. Eso dice Io. Y cuando le planteé la objeción de que la ciudad me parecía preparada para resistir un prolongado asedio me explicó que no había comida suficiente, por lo que la Gente de Parsa pasaba hambre, y los helenos (pues Sestos es una ciudad de los helenos) también se morían de hambre detrás de sus murallas. Io parece una niña pero ya casi es una mujer. Tiene el cabello largo y oscuro.
El gobernador de la ciudad reunió a todas sus fuerzas ante una de las puertas principales e hizo subir a sus esposas y esclavas (de las que tenía muchas) a carretas cubiertas con lonas. Después arengó a sus hombres, diciéndoles que les llevaría al combate contra los Hombres de Pensamiento; pero cuando se abrieron las puertas, él y sus ministros se deslizaron sigilosamente hasta otra parte de la muralla y se descolgaron por ella usando cuerdas, pensando escapar mientras la batalla estaba en su apogeo. No lo consiguieron, y algunos se encuentran cautivos aquí.
Como lo estoy yo, pues hay un hombre llamado Hipereides que habla de mí diciendo que soy su esclavo, y el hombre negro también dice lo mismo que él. (Tiene la cabeza redonda y calva y su frente me llega a la nariz; siempre anda muy erguido y habla deprisa.) Y esto no es todo: Io -que dice ser mi esclava, aunque esta mañana me ofrecí a liberarla-, dice que el Rey Pausanias de Cuerda también nos reclama. Él nos mandó aquí, y un centenar de sus Cordeleros se presentaron en esta ciudad poco antes de la batalla. Su jefe fue herido y los Cordeleros partieron en barco con rumbo a su hogar, pues odian los asedios y esperaban que éste se prolongaría durante mucho tiempo.
Estamos en invierno. El viento es frío y sopla a ráfagas, y llueve con frecuencia; vivimos en una casa muy hermosa, una de las que eran utilizadas por la Gente de Parsa. Hay sandalias bajo mi cama, pero calzamos botas: Io dice que Hipereides nos las compró al rendirse la ciudad, y que también se compró dos pares para él. El Quersoneso es una tierra muy fértil y, como ocurre en todas las tierras fértiles, la lluvia hace que el suelo se convierta en barro.
Esta mañana fui al mercado. Los ciudadanos de Sestos son helenos, como ya he dicho, y de la raza eolia, el pueblo de los vientos. Me preguntaron con mucho interés si planeábamos pasar todo el invierno aquí, y me hablaron de lo peligroso que es navegar hasta Helas en esta estación; creo en sus palabras, pues temen que la Gente de Parsa se apresurará a reconquistar un país tan fértil. Cuando volví a la casa le pregunté a Io si creía posible que nos quedáramos. Me dijo que seguramente nos marcharíamos y pronto; pero que si la Gente de Parsa intentaba reconquistar la ciudad quizá volviéramos a ella.

Esta tarde ocurrió algo bastante raro y, aunque ya hace un rato que ha oscurecido, deseo anotarlo antes de volver a salir. Hipereides usa esta habitación para escribir sus órdenes y mantener al día su contabilidad, por lo que hay un fuego y una hermosa lámpara con cuatro pábilos que dan una luz muy brillante.
Hipereides se presentó mientras yo estaba puliendo mis grebas. Hizo que me ciñera la espada y me dijo que debía ponerme la capa y mi nuevo patasos. Cruzamos rápidamente la ciudad con rumbo a la ciudadela, donde están encerrados los prisioneros. Subimos un gran número de escalones hasta llegar a un cuarto situado en lo alto de una torre; los únicos prisioneros eran un hombre y un muchacho, y también había dos centinelas, pero Hipereides les mandó salir. En cuanto se hubieron marchado Hipereides tomó asiento y dijo:
- Artaictes, mi pobre amigo, te encuentro en una situación bastante triste.
El hombre de Parsa asintió. Es alto, tiene los ojos fríos y duros, y aunque su barba casi es de color gris parece fuerte; al verle creí comprender la razón de que Hipereides hubiera querido que le acompañase.
- Ya sabes que he hecho cuanto he podido por ti -siguió diciendo Hipereides-. Ahora te pido que hagas algo por mí..., un favor muy pequeño.
- No lo dudo -replicó Artaictes-. ¿En qué consiste ese pequeño favor? -Creo que habla la lengua de Helas todavía peor que yo.
- Tu señor llegó a nuestra tierra utilizando un puente hecho de botes, ¿no es así? -Artaictes asintió, y lo mismo hizo el muchacho-. He oído contar que toda la longitud del puente estaba cubierta de tierra -siguió Hipereides con expresión dubitativa-. Algunos incluso afirman que en esa tierra había plantados árboles...
- Y así era -dijo el muchacho-. Yo los vi. A los lados había plantados arbolillos y matorrales para que nuestros caballos no se asustaran del agua.
Hipereides dejó escapar un leve silbido.
- ¡Asombroso! ¡Realmente asombroso! Te envidio... Debió de ser un espectáculo maravilloso. -Se volvió hacia el padre-. Un joven señor que promete mucho... ¿Cuál es su nombre?
- Artembares -le dijo Artaictes-. Lleva el nombre de mi abuelo, quien fue amigo de Ciro.
Al oír esas palabras Hipereides sonrió con astucia.
- Oh, ¿y quién no era amigo de Ciro? Los conquistadores tienen muchísimos amigos.
Artaictes no se dejó afectar por sus palabras.
- Lo que dices es cierto -replicó-, pero no todo el mundo podía sentarse a compartir el vino con Ciro.
Hipereides meneó la cabeza con expresión melancólica.
- Ah, es una pena que el descendiente de Artembares ya no pueda beber vino. Supongo que los carceleros no os dan vino, ¿verdad?
- No. Nos alimentan con agua y gachas -admitió Artaictes.
- No sé si podré salvar tu vida y la de tu hijo -le dijo Hipereides-. Los ciudadanos quieren verte muerto, y Xantipos, como siempre, parece favorecer al bando con quien habla en ese momento.
Pero creo que puedo hacerte una promesa: mientras sigas con vida tendrás vino y del bueno, pues yo mismo me encargaré de proporcionártelo, y alimentos más sabrosos. Basta con que me respondas a una pregunta.
Artaictes me miró.
- ¿Por qué no me golpeas hasta que hable, Hipereides? -le preguntó-. Supongo que entre tú y este hombre con el que has venido podríais darme una buena paliza.
- Yo nunca haría tal cosa -dijo Hipereides poniendo cara de ofendido-. Jamás sería capaz de pegarle a un viejo amigo. Sin embargo, hay otros que...
- Naturalmente. Tengo que pensar en mi honor, Hipereides, pero soy hombre razonable..., y tampoco soy tan idiota como para no imaginarme que vienes enviado por Xantipos. ¿Cuál es su pregunta?
Hipereides sonrió, volvió a ponerse serio y se frotó las manos como si fuera a vender algo por un buen precio.
- Yo... Yo, Artaictes, deseo saber si el noble Oeobazo estaba con vosotros cuando os descolgasteis por la muralla.
Artaictes miró a su hijo; sus frías y duras pupilas se movieron con tal velocidad que no estuve seguro de haberlas visto moverse.
- No veo qué daño puede causar el que te responda a esa pregunta... A estas alturas ya habrá logrado escapar.
Hipereides se puso en pie sonriendo.
- ¡Gracias, amigo mío! Puedes confiar en que cumpliré mi promesa. Y aún haré más, si está en mi mano, me ocuparé de que se os perdone la vida a los dos. Latro, tengo que hablar con algunas personas. Quiero que vuelvas al lugar donde nos alojamos y que cojas un odre del mejor vino para Artaictes y su hijo. Les diré a los centinelas que te dejen entrar con él cuando regreses. Coge también una antorcha; creo que oscurecerá antes de que volvamos.
Asentí y abrí la puerta para Hipereides; pero antes de que su pie hubiera tocado el umbral se dio la vuelta para hacerle otra pregunta a Artaictes.
- Por cierto, ¿dónde planeabais cruzar? ¿En Egospotami?
Artaictes meneó la cabeza.
- Vuestras naves habían hecho que el Mar de Hele se volviera negro. En Pactia, quizá, o más hacia el norte... ¿Puedo preguntarte cuál es la razón de que te intereses tanto por mi amigo Oeobazo?
La pregunta de Artaictes llegó demasiado tarde; Hipereides ya estaba saliendo de la habitación. Le seguí y los soldados que vigilaban a Artaictes volvieron a sus puestos de antes; habían estado esperando que saliéramos apoyados en la pared.
La muralla de Sestos traza un círculo alrededor de la ciudad y varía en altura de un lugar a otro; éste era uno de los más altos, y creo que por lo menos tendría un centenar de cúbitos. Desde allí se tenía una hermosa vista de los campos y del sol poniéndose sobre las tierras de occidente, y me detuve un momento para contemplarlo. Es bien sabido que quienes miran al sol se quedan ciegos, por lo que mantuve mis ojos clavados en la tierra y las nubes teñidas de colores por el ocaso, que eran muy hermosas; pero el azar quiso que divisara fugazmente el sol por el rabillo del ojo y en vez de la habitual esfera de fuego vi una carroza de oro de la que tiraban cuatro caballos. Entonces supe que había visto a un dios, igual que -según mi viejo pergamino- había visto a una diosa antes de la muerte del hombre que me llamaba Lucius. Me asustó, como supongo que también debió asustarme la visión de la diosa, y bajé rápidamente la escalera y fui por las calles de Sestos (que son oscuras y muy angostas, como estoy seguro deben serlo las de todas las ciudades amuralladas) hasta llegar a esta casa. No comprendí plenamente la importancia de lo que había visto hasta no haber encontrado un odre lleno de un vino excelente y haber atado un manojo de ramillas para hacer una antorcha.
Pues lo que había visto se reducía a esto: aunque el sol ya casi había llegado al horizonte los caballos del sol iban lanzados al galope. Me pareció algo tan natural que no reflexioné en ello; pero ahora, al pensar con más calma en lo que había visto, comprendí que ningún auriga iría al galope si se acercara al lugar donde pretendía detenerse..., ¿cómo podría frenar a su tiro sin correr el más grave peligro de que su vehículo acabara destrozado? De hecho, aunque los carros usados en la guerra sólo cuentan con dos caballos, todos los soldados saben que una de las grandes ventajas de la caballería es que los jinetes pueden detenerse y girar mucho más deprisa y con mucha mayor facilidad que los carros.
Por lo tanto, estaba claro que el sol no se detenía en el confín occidental del mundo, tal y como siempre había supuesto, para reaparecer al día siguiente en el confín oriental de la misma forma que las estrellas inmutables se desvanecen por el oeste para reaparecer por el este. No, el sol sigue lanzado a toda velocidad, pasa por de

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