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CONTENIDO LITERAL
(Fragmento de "Raza perdida [la]", cuento de Robert E. Howard. Derechos de autor 1926, Robert E. Howard)
Cororuc examinó lo que le rodeaba y apresuró el paso. No era un cobarde, pero el lugar no le gustaba. Altos árboles se alzaban a su alrededor, sus ramas taciturnas bloqueando la luz del sol. El oscuro sendero entraba y salía entre ellos, a veces rodeando el borde de un precipicio, donde Cororuc podía contemplar las copas de los arboles más abajo. Ocasionalmente, a través de un claro en el bosque, podía ver a lo lejos las formidables montañas que dejaban presentir las cordilleras mucho más lejanas, al oeste, que constituían las montañas de Cornualles.
En esas montañas se suponía que acechaba el jefe de los bandidos, Buruc el Cruel, para caer sobre las víctimas que pudieran pasar por ese camino. Cororuc aferró su lanza y avivó la zancada. Su premura no se debía sólo a la amenaza de los forajidos, sino también al hecho de que deseaba hallarse de nuevo en su tierra nativa. Había estado en una misión secreta entre los salvajes tribeños de Cornish; y aunque había tenido cierto éxito, estaba impaciente por encontrarse fuera de su poco hospitalario país. Había sido un viaje largo y agotador, y aún tenía que atravesar toda Inglaterra. Lanzó una mirada de aversión a los alrededores. Sentía nostalgia de los agradables bosques a los que estaba acostumbrado, con sus ciervos huidizos y sus pájaros gorjeantes. Anhelaba el alto acantilado blanco, donde el mar azul chapaleaba animadamente. El bosque que estaba cruzando parecía deshabitado. No había pájaros ni animales; y tampoco había visto señal alguna de viviendas humanas.
Sus camaradas permanecían aún en la salvaje corte del rey de Cornish, disfrutando de su tosca hospitalidad, sin ninguna prisa por marcharse. Pero Cororuc no estaba contento. Por eso les había dejado seguir su capricho y se había marchado solo.
Espléndida era la apostura de Cororuc. Medía un metro ochenta de estatura, tenía una constitución fuerte pero esbelta, y era, con sus ojos grises, un britano puro aunque no un celta puro, ya que su larga cabellera amarilla revelaba, en él como en toda su raza, un vestigio de belga.
Iba ataviado con pieles de ciervo hábilmente cosidas, pues los celtas no habían desarrollado aún la áspera tela que más tarde crearían, y la mayoría de su raza prefería el cuero de ciervo.
Iba armado con un gran arco de madera de tejo, hecho sin ningún arte especial pero un arma eficiente; una espada de bronce, con una vaina de piel de gamo, una larga daga de bronce y un escudo pequeño y redondo, ribeteado con una banda de bronce y cubierto con duro cuero de búfalo. Un tosco yelmo de bronce cubría su cabeza. En sus brazos y mejillas se distinguían borrosos emblemas pintados con hierba pastel.
Su rostro lampiño pertenecía al tipo más elevado de britano, despejado, rectilíneo, la bravía y práctica determinación del nórdico mezclándose con el indómito coraje y la ensoñadora habilidad artística del celta.
Así marchaba Cororuc por la senda del bosque, precavidamente, dispuesto a huir o luchar, pero prefiriendo no tener que hacer ninguna de las dos cosas.
El camino se alejaba del barranco, desapareciendo alrededor de un gran árbol. Y desde el otro lado del árbol Cororuc oyó ruido de lucha. Deslizándose cautamente hacia delante, y preguntándose si vería a alguno de los elfos y enanos que era fama poblaban los bosques, atisbó alrededor del gran árbol.
A unos metros de distancia vio un extraño cuadro. Un gran lobo estaba apoyado en un árbol, acorralado, y la sangre le brotaba de las heridas que tenía en el lomo; frente a él, preparándose para saltar, el guerrero vio una gran pantera. Cororuc se preguntó por la causa de la batalla. Los señores del bosque no solían enfrentarse en combate. Y le dejaban perplejo los rugidos del felino. Salvajes y sedientos de sangre, contenían con todo una extraña nota de miedo; y la bestia parecía dudar ante el salto.
El porqué Cororuc escogió tomar partido por el lobo, ni él mismo podría decirlo. Sin duda fue sólo la temeraria caballerosidad de su lado celta, una admiración ante la impávida actitud del lobo contra su más poderoso enemigo. Sea lo que fuere, Cororuc, olvidando significativamente su arco y eligiendo el curso de acción más temerario, desenvainó la espada y saltó ante la pantera. Pero no tuvo oportunidad de usarla. La pantera, cuyo valor parecía ya un tanto quebrantado, lanzó un chirriante grito de sorpresa y desapareció entre los árboles con tanta rapidez que Cororuc se preguntó si había visto realmente una pantera. Se volvió hacia el lobo, preguntándose si éste saltaría sobre él. Le estaba mirando, medio encogido; se apartó lentamente del árbol y, mirándole aún, retrocedió unos cuantos pasos, luego se volvió y se marchó arrastrando extrañamente las patas. Mientras el guerrero le contemplaba desvanecerse en el bosque, una misteriosa sensación le invadió; había visto muchos lobos, les había dado caza y había sido cazado por ellos, pero nunca antes había visto un lobo semejante.
Vaciló y luego marchó con cautela tras el animal, siguiendo las huellas claramente marcadas en la blanda marga. No se dio prisa, contentándose meramente con seguir el rastro. Después de una corta distancia, se detuvo en seco, y el vello de la nuca se le erizó. Sólo había huellas de las patas traseras: el lobo andaba erguido.
Miró a su alrededor. No se oía nada; el bosque permanecía silencioso. Sintió el impulso de dar la vuelta y poner todo el terreno posible entre él y el misterio, pero su curiosidad celta no se lo permitía. Siguió el rastro. Y éste se desvaneció por completo. Debajo de un gran árbol las huellas desaparecían. Cororuc sintió un sudor frío en la frente. ¿Qué clase de lugar era aquel bosque? ¿Estaba siendo conducido a la perdición y siendo eludido por algún monstruo inhumano y sobrenatural de los bosques, que buscaba cogerle en una trampa? Retrocedió, la espada en alto; su coraje le impedía correr, pero sentía grandes deseos de hacerlo. Y así regresó al árbol donde había visto por primera vez al lobo. El sendero que había seguido se alejaba del árbol en otra dirección y Cororuc lo tomó, casi corriendo en su prisa por salir de la vecindad de un lobo que caminaba sobre dos patas y luego se desvanecía en el aire.
El camino daba rodeos cada vez más tediosos, apareciendo y desapareciendo en apenas una docena de pasos, pero bueno era para Cororuc que así lo hiciera, pues así pudo oír las voces de los hombres que venían por la senda antes de que ellos le vieran. Se subió a un gran árbol que se extendía sobre el camino y se apretó contra el gran tronco, a lo largo de una rama.
Tres hombres venían por la senda del bosque.
Uno era todo un hombretón, de más de un metro noventa de estatura, con una larga barba roja y una espesa mata de pelo rojo. En contraste, sus ojos eran como cuentas negras. Iba ataviado con pieles de ciervo, y armado con una gran espada.
De los otros dos, uno era un canalla larguirucho y de maligno aspecto, con un solo ojo, y el otro un hombrecillo enjuto, cuyos ojillos bizqueaban espantosamente.
Cororuc les conocía, por las descripciones hechas por los hombres de Cornish entre maldiciones, y en su excitación para obtener una mejor visión del más malvado asesino de Inglaterra resbaló de la rama del árbol y cayó al suelo justo entre ellos.
En un momento estuvo de pie, con la espada desenvainada. No podía esperar piedad, pues sabía que el pelirrojo era Buruc el Cruel, el azote de Cornualles.
El jefe de los bandidos lanzó una terrible maldición y desenvainó de golpe su gran espada. Evitó la furiosa estocada del britano con un ágil salto hacia atrás, y se inició la batalla. Buruc se lanzó de cara contra el guerrero, luchando por abatirle de un solo golpe, en tanto que el villano tuerto y larguirucho giraba a su alrededor, intentando colocarse detrás de él. El más pequeño de los hombres se había retirado hacia el borde del bosque. El sutil arte de la esgrima era desconocido para estos primeros espadachines. Se trataba de cortar, acuchillar y apuñalar, poniendo todo el peso del brazo detrás de cada golpe. Los terribles golpes que se estrellaban en su escudo derribaron a Cororuc al suelo y el tuerto se precipitó a terminar con él. Cororuc giró sobre sí mismo sin incorporarse, le cortó las piernas al bandido por detrás y le apuñaló mientras caía, lanzándose después a un lado y levantándose, a tiempo de evitar la espada de Buruc. Entonces, elevando su escudo para atrapar la espada del bandido en mitad del aire, la desvió e hizo girar la suya con toda su fuerza. La cabeza de Buruc voló de sus hombros.
Entonces Cororuc se dio la vuelta y vio al bandido enjuto escabullirse en el bosque. Corrió tras él, pero el hombre había desaparecido entre los arboles.
Sabía que era inútil intentar perseguirle, de modo que dio la vuelta y corrió por el sendero. No sabía si había más bandidos en esa dirección, pero sabía que si esperaba salir del bosque de algún modo, tendría que hacerlo rápidamente. Sin duda el malhechor que había huido alertaría a los demás bandidos, y pronto estarían registrando los bosques en su búsqueda.
Tras correr cierta distancia por el sendero, y no viendo señales de enemigo alguno, se detuvo y trepó a las ramas superiores de un gran árbol que se alzaba por encima de sus congéneres.
Por todos los lados parecía rodearle un océano de hojas. Hacia el oeste pudo ver las colinas que había evitado. Hacia el norte, en la lejanía, se alzaban otras colinas. Hacia el sur corría el bosque, como un mar ininterrumpido. Pero hacia el este, a lo lejos, podía distinguir apenas la línea que marcaba el desvanecimiento del bosque en las fértiles llanuras. Millas y millas más allá, no sabía cuántas; sin embargo, significaban un viaje más agradable, aldeas de hombres, gente de su propia raza. Se sorprendió de ser capaz de ver tan lejos, pero el árbol en que se hallaba era un gigante entre los de su especie.
Antes de iniciar el descenso, observó las cercanías. Podía ver la línea débilmente marcada del sendero que había estado siguiendo, rumbo hacia el este, y podía distinguir otros senderos que llevaban a él o que se alejaban. Entonces un destello atrajo su vista. Fijó la mirada en un claro a cierta distancia por el sendero y vio a un grupo de hombres entrar y desvanecerse. Aquí y allá, en cada sendero, captó atisbos de pertrechos que destellaban y la ondulación del follaje. Así pues, el villano tuerto había alertado ya a los bandidos... Estaban por todos lados; se hallaba virtualmente rodeado.
Unos gritos salvajes que llegaban de más allá del sendero le sobresaltaron. De modo que ya habían tendido un cordón alrededor del lugar del combate y habían descubierto su huida... Si no hubiera escapado con rapidez, le habrían atrapado. Se hallaba fuera del cordón, pero los bandidos le rodeaban por todos lados. Se deslizó velozmente del árbol y penetró en el bosque.
Entonces empezó la más emocionante cacería en que se hubiera embarcado Cororuc, pues él era la presa y los cazadores eran hombres. Escurriéndose, deslizándose de un arbusto a
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