(Fragmento de "Libro de los tres [el]", novela de Lloyd Alexander. Derechos de autor 1964, Lloyd Alexander)
EL APRENDIZ DE PORQUERIZO Taran quería hacer una espada; pero Coll, encargado del aspecto práctico de su educación, se decidió por las herraduras. A Taran le dolían los brazos y tenía el rostro negro a causa del hollín. Por fin, dejó caer el martillo y se volvió hacia Coll, que le estaba observando con aire de crítica. -¿Por qué? -exclamó Taran-. ¿Por qué tienen que ser herraduras? ¡Como si tuviésemos caballos! Coll era fornido y rechoncho y su rosada y calva cabezota parecía brillar. -Es una suerte para los caballos -fue todo lo que dijo, contemplando la obra de Taran. -Lo haría mejor con una espada -protestó Taran-. Sé que lo haría. Y, antes de que Coll pudiese responder, cogió las tenazas, puso sobre el yunque un trozo de hierro al rojo vivo y empezó a darle martillazos lo más deprisa que pudo. -¡Espera, espera! -gritó Coll-, ¡no se hace de ese modo! Sin prestar atención a Coll, sin tan siquiera poder oírle por encima del estruendo de los martillazos, Taran golpeó aún con más fuerza. El aire se llenó de chispas. Pero cuanto más fuerte golpeaba, más se retorcía y se doblaba el metal hasta que, finalmente, el hierro escapó de entre las tenazas y cayó al suelo. Taran se lo quedó mirando, desanimado. Recogió con las tenazas el hierro retorcido y lo examinó. -No es una hoja muy adecuada para un héroe -señaló Coll. -Se ha echado a perder -concedió tristemente Taran-. Parece una serpiente enferma -añadió con cierto arrepentimiento. -Tal y como intenté decirte -prosiguió Coll-, lo hiciste todo mal. Tienes que sostener las tenazas... así. Cuando golpees, la fuerza debe proceder de tu hombro y has de mantener suelta tu muñeca. Cuando lo haces bien puedes oírlo. Hay una especie de música en el golpe. Por otra parte -añadió-, éste no es metal para armas. Coll devolvió la hoja retorcida y a medio hacer al horno, donde acabó de perder completamente su forma. -Me gustaría tener mi propia espada -musitó Taran-, y tú podrías enseñarme esgrima. -¡Tonterías! -gritó Coll-. ¿Para qué quieres saber tales cosas? No tenemos batallas en Caer Dallben. -Tampoco tenemos caballos -objetó Taran-, pero estamos fabricando herraduras. -Y con eso seguirás -dijo Coll, impertérrito-. Es para practicar. -Y eso también lo sería -suplicó Taran-. Venga, enséñame a pelear con la espada. Debes conocer el arte. La reluciente cabeza de Coll pareció relucir todavía más. La sombra de una sonrisa apareció en su rostro, como si paladease algo sabroso. -Cierto -dijo quedamente-. En mis tiempos blandí espadas más de un par de veces. -Enséñame -volvió a suplicar Taran. Cogió un atizador y lo empuñó, acuchillando el aire y bailoteando, adelante, atrás, sobre el duro suelo de tierra apisonada. -¿Ves? -le dijo-. La mayor parte ya la conozco. -Cuidado con la mano -dijo Coll, riendo levemente-. Si me atacases así, con todos tus saltitos y posturas, te habría hecho trocitos hace un buen rato. -Vaciló un momento-. Fíjate -dijo, hablando con premura-, al menos deberías saber que hay un modo correcto y uno equivocado de hacer estas cosas. Cogió otro atizador. -Venga -le ordenó, guiñando un párpado lleno de hollín-, ponte recto como un hombre. Taran alzó su atizador. Mientras que Coll le instruía a gritos, los dos empezaron a lanzarse estocadas y a pararlas, con gran abundancia de ruido, entrechocar de hierros y golpes metálicos. Por un momento Taran estuvo seguro de que iba a vencer a Coll, pero el anciano se alejó de un salto con una sorprendente ligereza de pies. Y le tocó a Taran luchar desesperadamente para detener los golpes de Coll. De pronto, Coll se detuvo. Taran hizo lo mismo, su atizador suspendido en mitad de un golpe. En el umbral de la forja se hallaba la alta y encorvada figura de Dallben. Dallben, el señor de Caer Dallben, tenía trescientos setenta y nueve años de edad. Su barba cubría una parte tan grande de su cara que parecía como si estuviese siempre atisbando por encima de una nube gris. En la pequeña granja, en tanto que Taran y Coll se ocultaban de arar, sembrar, quitar las malas hierbas, cosechar y todas las otras tareas de la labranza, Dallben tenía a su cargo la meditación, una labor tan agotadora que sólo podía llevarla a cabo acostándose y cerrando los ojos. Meditaba una hora y media después del desayuno y volvía a hacerlo una vez más avanzado el día. El martilleo que llegaba de la forja le había despertado de su meditación matinal; su túnica revuelta colgaba sobre sus huesudas rodillas. -Detened inmediatamente esa tontería -dijo Dallben-. Me sorprendes -añadió, frunciendo en ceño y mirando a Coll-. Hay trabajo serio que hacer. -No fue Coll -le interrumpió Taran-. El que pidió aprender a manejar la espada fui yo. -No dije que me sorprendieses tú -recalcó Dallben-. Pero, después de todo, puede que sí me sorprendas. Creo que será mejor que me acompañes. Taran siguió al anciano saliendo de la forja, a través del patio de las gallinas y al interior de la blanca cabaña con tejado de paja. En ella, en la habitación de Dallben, volúmenes mohosos desbordaban de los estantes curvados bajo su peso para esparcirse por el suelo entre montones de marmitas de hierro, cinturones remachados, arpas con o sin cuerdas y muchos otros adminículos. Taran ocupó su lugar en el banco de madera, como hacía siempre que Dallben tenía ganas de propinarle una reprimenda o una lección. -Comprendo muy bien -dijo Dallben, acomodándose tras su mesa- que en el uso de las armas, como en todo lo demás, hay cierto arte. Pero cabezas más sabias que la tuya determinarán cuándo debes aprenderlo. -Lo siento -empezó a decir Taran-. No debería... -No estoy enfadado -dijo Dallben, levantando la mano-. Sólo un poco entristecido. El tiempo pasa con rapidez; las cosas siempre ocurren antes de lo que uno se espera. Y sin embargo -murmuró, casi hablando para sí mismo-, me preocupa. Temo que el Rey con Cuernos pueda tener cierta parte en esto. -¿El Rey con Cuernos? -preguntó Taran. -Más tarde hablaremos de él -dijo Dallben. Se acercó un pesado volumen encuadernado en cuero, El Libro de los Tres, del que ocasionalmente leía pasajes a Taran y que, creía el muchacho, encerraba en sus páginas todo lo que era posible desear saber. -Como ya te he explicado antes -prosiguió Dallben-, y como muy probablemente habrás olvidado Prydain es una tierra de muchos cantrevs, de pequeños reinos y muchos reyes. Y, por supuesto, de muchos jefes guerreros que tienen soldados bajo sus órdenes. -Pero el Gran Rey está por encima de todos ellos -dijo Taran-, Math, Hijo de Mathonwy. Su jefe guerrero es el héroe más poderoso de Prydain. Me hablaste de él. ¡El príncipe Gwydion! Sí -prosiguió Taran lleno de entusiasmo-, sé que... -Hay otras cosas que no sabes -dijo Dallben-, por la sencilla razón de que no te las he contado. Por el momento no me preocupan tanto los reinos de los vivos como la Tierra de los Muertos, Annuvin. Taran se estremeció ante esa palabra. Hasta Dallben la había pronunciado con un murmullo. -Y el rey Arawn, Señor de Annuvin -dijo Dallben-. Entérate de esto -prosiguió rápidamente-, Annuvin es algo más que una tierra de muertos. Está llena de tesoros, no sólo oro y joyas, sino toda clase de cosas provechosas para los hombres. Hace mucho tiempo, la raza de los hombres poseyó esos tesoros. Mediante la astucia y el engaño, Arawn se los robó uno a uno para sus propios y malignos fines. Algunos de tales tesoros le han sido arrancados, aunque la mayoría están escondidos en lo más hondo de Annuvin, donde Arawn los vigila celosamente. -Pero Arawn no llegó a ser gobernante de Prydain -dijo Taran. -Puedes dar gracias de que no llegase a serlo -dijo Dallben-. Habría llegado a gobernar de no ser por los Hijos de Don, los hijos de la Dama Don y su consorte Belin, Rey del Sol. Hace mucho tiempo viajaron a Prydain desde la Tierra del Verano y hallaron de este país era bello y feraz, aunque la raza de los hombres poco tenía para sobrevivir. Los Hijos de Don construyeron su fortaleza en Caer Dathyl, muy lejos al norte, en las Montañas del Águila. Desde allí, ayudaron a recobrar al menos una parte de lo que Arawn había robado, y permanecieron como guardianes contra la amenaza que nos acecha desde Annuvin. -Odio pensar lo que habría sucedido si los Hijos de Don no hubiesen llegado -dijo Taran-. Fue el buen destino quien los trajo. -No siempre estoy seguro de ello -dijo Dallben, con una sonrisa algo torcida-. Los hombres de Prydain se acostumbraron a confiar en la fortaleza de la Casa de Don, al igual que el príncipe Gwydion. Pero, de momento, eso es todo. Hasta ahora, Prydain ha seguido en paz, todo lo que los hombres son capaces de estarlo. "Lo que no sabes es esto: ha llegado a mis oídos que ha surgido un nuevo y poderoso señor de la guerra, tan poderoso como Gwydion; algunos dicen incluso que más. Pero es un hombre malvado para el que la muerte es un nuevo regocijo. Se divierte con la muerte como tú lo harías con un perro. -¿Quién es? -preguntó Taran. Dallben meneó la cabeza. -No hay ningún hombre que conozca su nombre, ni que haya visto su cara. Lleva una máscara con astas, y por tal razón le llaman el Rey con Cuernos. No conozco sus propósitos. Sospecho que en todo esto está la mano de Arawn, pero no puedo decir de qué manera. Te lo digo ahora para tu propia protección -añadió Dallben-. Por lo que he visto esta mañana, tienes la cabeza llena de tonterías sobre hazañas de guerra. Sean cuales sean tus ideas, te aconsejo que las olvides. Se acercan peligros desconocidos. Apenas si has llegado al umbral de la edad viril y tengo cierta responsabilidad en cuidar de que llegues a ella, preferiblemente con tu piel intacta. Por lo tanto, no debes abandonar Caer Dallben bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para ir hasta la huerta, y menos aún hasta el bosque... Al menos por el momento. -¡Por el momento! -estalló Taran-. ¡Creo que ese por el momento será eterno, y toda mi vida consistirá en hortalizas y herraduras! -No chilles -dijo Dallben-, hay cosas peores. ¿Te estás preparando para ser un héroe glorioso? ¿Crees que todo consiste en espadas relampagueantes y galopar a lomos de caballo? En cuanto a lo de glorioso... -¿Qué hay del príncipe Gwydion? -gritó Taran-. ¡Sí! ¡Ojalá fuese como él! [...] |