(Fragmento de "Elric de Melniboné", novela de Michael Moorcock. Derechos de autor 1972, Michael Moorcock)
Su carne es del color de una calavera blanqueada al sol y el largo cabello que le cae sobre los hombros es de un blanco lechoso. En su testa ahusada y hermosa destacan dos ojos sesgados, tristes y de color carmesí, y de las amplias mangas de su blusón amarillo surgen dos manos delgadas, también del color del hueso, que descansan en los brazos de un trono esculpido en un único e inmenso rubí. Los ojos carmesíes muestran preocupación y, de vez en cuando, una mano se alza para tocar un yelmo ligero, colocado sobre la cabellera blanca; un yelmo fabricado con una aleación oscura y verdosa exquisitamente batida hasta darle la forma de un dragón a punto de emprender el vuelo. Y, en la mano que acaricia la corona con gesto ausente, luce un anillo con un raro solitario de piedra de Actorios cuyo corazón cambia a veces perezosamente y toma nuevas formas como si fuera humo dotado de conciencia, tan inquieto en su prisión diamantina como el joven albino en su Trono de Rubí. Contempla la extensa escalinata de peldaños de cuarzo en la que se entretiene la corte, bailando con tal delicadeza y etérea gracia que parece un cortejo de fantasmas. Él reflexiona mentalmente sobre cuestiones morales y tal actividad, por sí sola, le separa de la gran mayoría de sus súbditos, pues éstos no son humanos. Tales son las gentes de Melniboné, la Isla del Dragón, que gobernó el mundo durante diez mil años y que perdió su mando hace menos de quinientos. Son gentes crueles y astutas y, para ellos, la moral no va más allá del debido respeto a las tradiciones de un centenar de siglos. Para el joven, cuatrocientos veintiocho descendiente en línea directa del primer Brujo Emperador de Melniboné, la arrogancia de las gentes es presuntuosa y estúpida; es evidente que la Isla del Dragón ha perdido la mayor parte de su poder y pronto, en un par de siglos, se verá amenazada por un conflicto directo con las naciones humanas en alza a las que denominan, con cierto aire condescendiente, los Reinos Jóvenes. De hecho, algunas flotas piratas han hecho ya incursiones sin éxito sobre Imrryr la Hermosa, la Ciudad de Ensueño, capital de Melniboné, la Isla del Dragón. Y, sin embargo, hasta los amigos más próximos al emperador se niegan a tratar la posibilidad de la decadencia de Melniboné. Les disgusta oírle mencionar el tema y consideran sus observaciones inconcebibles y, más aún, una grave falta de buen gusto. Así pues, el emperador medita a solas. Se lamenta de que su padre, Sadric LXXXVI, no hubiese tenido más hijos, pues así habría podido ocupar su lugar en el Trono de Rubí otro monarca más adecuado. Sadric murió hace un año, musitando una alegre bienvenida a la que acudía a reclamar su alma. Sadric no había conocido, durante la mayor parte de su vida, otra mujer que su esposa, aunque la Emperatriz había muerto al traer al mundo a su único vástago, aquel ser escaso de sangre. En efecto, Sadric, en sus emociones melniboneas (tan distintas y ajenas a las de los humanos recién llegados), había amado siempre a su esposa y no había encontrado placer en ninguna otra compañía, ni siquiera en la del hijo que había causado su muerte y que era lo único que le quedaba de ella. Pociones mágicas, hierbas extrañas y encantamientos nutrieron al pequeño cuya vida mantenían artificialmente todas las artes de los Reyes Hechiceros de Melniboné. Y ha sobrevivido -sigue haciéndolo- gracias sólo a la brujería, pues Elric es de naturaleza extremadamente lánguida y, sin sus pócimas, apenas podría alzar la mano del trono en todo el día. Si alguna ventaja ha obtenido el joven emperador de esta permanente debilidad, quizá sea que, por fuerza, ha leído mucho. Antes de cumplir los quince años había leído todos los volúmenes de la biblioteca de su padre, algunos más de una vez. Sus poderes ocultos, aprendidos inicialmente de Sadric, son ahora superiores a los poseídos por sus antecesores en muchas generaciones. Tiene un profundo conocimiento del mundo más allá de las costas de Melniboné, aunque todavía carece de experiencia directa en él. Si lo deseara, podría resucitar el antiguo poder de la Isla del Dragón y regir ésta y los Reinos Jóvenes como un tirano invulnerable. Pero sus lecturas le han enseñado también a preguntarse por el uso que se da al poder, a cuestionar sus motivos, incluso a poner en cuestión si debería utilizar el suyo, por causa alguna. Sus lecturas le han llevado a esta "moral" que, con todo, apenas comprende. Por eso, para sus súbditos es un enigma y, para algunos, una amenaza, pues el albino no piensa ni actúa de acuerdo a sus cánones sobre cómo debe pensar y actuar un auténtico melnibonés (y, más en concreto, un emperador de Melniboné). Su primo Yyrkoon, por ejemplo, ha sido oído más de una vez expresando profundas dudas sobre el derecho del emperador a regir al pueblo de Melniboné. "Ese enfermizo ratón de biblioteca nos llevará a todos a la ruina", dijo una noche a Dyvim Tvar, Señor de las Cavernas del Dragón. Dyvim Tvar es uno de los pocos amigos del emperador y se había apresurado a informarle del comentario, pero el joven monarca quitó hierro al tema calificándolo de una "traición trivial", cuando cualquiera de sus antecesores habría recompensado tales sentimientos con una lenta y refinada ejecución pública. La actitud del emperador se complica más aún por el hecho de que Yyrkoon, quien ahora ya casi no esconde sus sentimientos de que debería ser él quien ocupara el trono, es hermano de Cymoril, la muchacha a quien el albino considera su persona más amiga y a quien, algún día, quiere hacer emperatriz. En el piso de mosaico de la corte, puede verse al príncipe Yyrkoon con sus más finas sedas y pieles, con sus joyas y brocados, bailando con cien mujeres, todas las cuales dice han sido sus amantes en algún momento. Las morenas facciones de Yyrkoon, a la vez hermosas y taciturnas, están enmarcadas por un largo cabello negro, ondulado y ungido de aceites; su expresión es, como siempre, sardónica y su porte arrogante. La pesada capa de brocado se mece a un lado y a otro, sacudiendo a los demás bailarines con cierta fuerza. La lleva casi como si fuera una armadura o, quizás, un arma. Entre muchos de los cortesanos, el príncipe Yyrkoon goza de algo más que respeto. Pocos se sienten heridos por su arrogancia, e incluso éstos guardan silencio, pues se sabe que Yyrkoon es también un brujo de consideración. Además, su comportamiento es el que la corte espera y agradece en un noble de Melniboné; es el que desearían ver en su emperador. Y el emperador lo sabe. Le gustaría complacer a su corte, que se esfuerza en halagarle con bailes y diversiones, pero no consigue animarse a participar en lo que, privadamente, considera una secuencia tediosa e irritante de posturas rituales. En esto, quizá sea más arrogante que Yyrkoon, quien es bastante patán. Desde los pórticos, la música se hace más alta y compleja cuando los esclavos, especialmente instruidos y sometidos a una intervención quirúrgica para cantar una única nota perfecta, son estimulados a un esfuerzo más apasionado. Hasta el joven emperador se emociona ante la siniestra armonía de la canción, que poco se perece a nada de lo emitido hasta ahora por una garganta humana. ¿Por qué ha de producir su dolor una belleza tan espléndida?, se pregunta. ¿O es que toda belleza se crea mediante el dolor? ¿Es éste el secreto del gran arte, tanto en Melniboné como entre los humanos? El emperador Elric cierra los ojos. Abajo, en el salón, hay cierta agitación. Las puertas se han abierto y los cortesanos detienen su danza, se retiran a los lados y se inclinan en una profunda reverencia mientras entran unos soldados. Éstos van vestidos de color azul celeste, con cascos ornamentales de formas fantásticas y lanzas largas, de ancha hoja, decoradas de cintas enjoyadas. Rodean a una muchacha cuyo vestido azul está a tono con los uniformes y cuyos brazos desnudos están rodeados por cinco o seis brazaletes de diamantes, zafiros y oro. Sartas de diamantes y zafiros se enroscan en sus cabellos. Al contrario que la mayoría de las mujeres de la corte, su rostro no luce dibujos pintados sobre los párpados o los pómulos. Elric sonríe. Aquí está Cymoril. Los soldados son su guardia de honor personal que, según la tradición, debe escoltarla hasta la corte. Juntos suben los peldaños que llevan al Trono de Rubí. Con gesto lento, Elric levanta sus manos y las extiende hacia ella. -Cymoril, pensaba que habías decidido no complacernos esta noche con tu presencia. La muchacha le devuelve la sonrisa. -Mi emperador, finalmente he considerado que estaba de humor para conversar. Elric se siente agradecido. La muchacha sabe que está aburrido y sabe también que ella es una de las pocas personas de Melniboné cuya conversación le interesa. Si el protocolo lo permitiera, Elric le ofrecería su trono pero, dada su regia posición, Cymoril debe sentarse en el primer peldaño, a los pies del trono. -Te ruego que te sientes, dulce Cymoril. Elric posa de nuevo sus manos en el trono y se inclina hacia delante mientras ella toma asiento y vuelve la mirada hacia él con una mezcla de humor y ternura. La muchacha habla con dulzura mientras su guardia se retira hasta mezclarse con la propia guardia de Elric a los lados de la escalinata. Sólo Elric puede escuchar su voz. -¿Te gustaría cabalgar conmigo mañana a la región más despoblada de la isla, mi señor? -Debo de atender una serie de asuntos... A Elric le atrae la propuesta. Hace semanas que no sale de la ciudad para cabalgar con ella, con sus guardias personales discretamente alejados. -¿Son urgentes? -¿Qué asunto es urgente en Melniboné? -responde él con un encogimiento de hombros. Después de mil años, la mayor parte de los problemas pueden contemplarse desde cierta perspectiva. Su sonrisa es casi la de un joven estudiante que proyecta hacer novillos engañando a su tutor-. Está bien; nos marcharemos por la mañana temprano, antes de que despierten los demás. -Fuera de Imrryr, el aire será claro y transparente. El sol calentará mucho, para la época en que estamos. El cielo estará azul y limpio de nubes. -¡Vaya encantamiento has preparado! -se ríe Elric. Cymoril baja la mirada y traza un dibujo sobre el mármol del estrado. -Bueno, no es gran cosa. No estoy falta de amigos entre los espíritus menos poderosos... Elric extiende la mano hasta tocar su cabello rubio y delicado. -¿Lo sabe Yyrkoon? -No. [...] |