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CONTENIDO LITERAL
("La balada de beta-2", novela de Samuel R. Delany)
1
-La respuesta es muy sencilla: porque están allí.
La luz blanca procedente del aplique helicoidal aguzaba el perfil del profesor.
-Pero... -intentó replicar Joneny.
-Nada de peros -le interrumpió el profesor. Estaban solos en el despacho-. No es tan sencillo, ¿verdad? La verdadera razón es que muchos de ellos estuvieron allí una vez e hicieron algo nunca hecho hasta entonces, algo que no volverá a ser visto. Y hoy siguen allí algunos sobrevivientes. Por eso tendrá usted que estudiarlos.
-Pero, señor, eso no es lo que yo había pedido -insistió Joneny-. He solicitado una dispensa que me exima del trabajo de investigación sobre esa materia. Supongo que se me considerará capaz de responder a cualquier pregunta de examen sobre el Pueblo Estelar, pero, apoyándome en mi condición de estudiante destacado, pido que se me dispense del trabajo de detalle sobre el tema. Por mi parte, estoy dispuesto a dedicar al tema de mi tesis, la civilización Nukton de Creton III o a cualquier otro que sea razonable, todo el tiempo que haga falta. -Y, tras una breve pausa, añadió-: Ya sé que es un privilegio que sólo usted puede conceder.
-Cierto -dijo fríamente el profesor, inclinándose hacia su interlocutor-. Atenderé a su objeción teniendo en cuenta su calidad de estudiante "destacado", Joneny. Usted es más que un buen estudiante: es un estudiante admirable; pero no debo ocultarle que hay algo en su petición que me molesta.
Joneny tomó aliento.
-Sencillamente, no deseo perder el tiempo estudiándolo, señor. Hay mucho que investigar en el campo de la antropología galáctica y, por lo que sé, el Pueblo Estelar es el final de una línea, carece por completo de relevancia. Constituyó un factor menor de transición, que fue eliminado de la ecuación cósmica incluso antes de alcanzar su objetivo. Lo poco que sus integrantes han producido en el terreno artístico es completamente derivativo. Todo lo que queda de él es un reducido asentamiento primitivo cerca de Leffer VI, cuya existencia tolera la Federación por motivos puramente sentimentales. Hay demasiadas culturas y civilizaciones que están pidiendo a voces ser investigadas, como para perder el tiempo husmeando por entre docenas y docenas de cascarones cromados, documentando la historia de una pandilla de imbéciles xenófobos y degenerados. No me importan lo que digan los demás: eso es lo que son.
-Muy bien, muy bien. Veo que la cuestión no le deja frío -murmuró el profesor. Miró a la pantalla que había sobre su escritorio y garabateó unas notas en ella. Luego contempló a Joneny con severidad-. No voy a concederle lo que me pide y le diré por qué. Si hace falta discutir, discutiremos, pero la razón es su calidad de "estudiante destacado". Ha dicho usted que el Pueblo Estelar fue un insignificante factor de transición suprimido antes de alcanzar su finalidad. ¿Por qué?
Joneny, que esperaba la pregunta, respondió:
-Porque sus miembros abandonaron la Tierra, rumbo a las estrellas, a primeros de 2242, con el propósito de navegar por el espacio durante un lapso de doce generaciones antes de alcanzar un destino impreciso. Apenas llevaban sesenta años de viaje, cuando ese sistema quedó arrinconado al implantarse los viajes hiperdimensionales. Cuando las diez naves con las últimas generaciones a bordo llegaron al sistema Leffer, hacía más de un siglo que la Tierra había establecido una red de intercambios comerciales y culturales con docenas de sistemas planetarios. Además, el grado de civilización existente en las naves era ya un estadio de barbarie primitiva, y los descendientes del orgulloso Pueblo Estelar que dejó la Tierra con tan altos ideales no habían sido capaces de sobrevivir en planetas extraños ni, menos aún, de establecer contactos amistosos con ninguna de sus culturas. Así, las diez naves se agruparon en una órbita alrededor de Leffer para que los idiotizados restos de sus poblaciones terminaran su vacilante marcha hacia la extinción. Según la información de que disponemos, se encuentran tan satisfechos como pueden estarlo semejantes seres. Por mí, que sigan así: personalmente, no me interesa saber nada más de ellos.
Seguro de haber expuesto correctamente su punto de vista, esperó la conformidad, reticente quizá, del profesor. Pero la pausa de silencio se prolongaba. Cuando el profesor habló, lo hizo en un tono aún más distante que antes:
-Usted afirma que no aportaron nada significativo en el terreno artístico. ¿Conoce a fondo todos los documentos?
Joneny se ruborizo.
-No soy precisamente un experto en la cuestión, señor, pero repito que después de doce generaciones cabría esperar un poema, una pintura..., algo mejor que esos insípidos y sensibleros ejercicios de nostalgia.
El profesor no cambió de expresión, pero arqueó una ceja con aire inquisitivo. Joneny siguió obstinadamente con su argumentación:
-He dado un vistazo a la recopilación de sus baladas que hizo Xamol Nella el año 79, y no hay en ella una sola metáfora, un solo símil, que puedan ser considerados originales o propios de la vida que se hacía en las Naves Estelares. Todo lo que hay son cuentos populares medio legendarios, urdidos a base de arenas, mares, ciudades y naciones. Algunos de ellos resultan interesantes, desde luego, pero no son sino puras fantasías sin relación alguna con la gente que vivía y moría en las naves. Nada podría interesarme menos que todas esas expansiones almibaradas.
El profesor arqueó la otra ceja.
-¿Nada? Bien, antes de encomendarle la tarea, quiero insistir en lo que le decía antes: el Pueblo Estelar hizo algo no visto hasta entonces ni desde entonces. Viajó por el espacio, cubriendo distancias muy largas, durante mucho tiempo. Nadie ha llegado a donde aquellos hombres llegaron, porque en realidad el desplazamiento hiperdimensional le lleva a uno alrededor del espacio interestelar. Por eso, puede ser cierto que encontrasen allí mares, arenas, ciudades y naciones -añadió, riendo por lo bajo. Joneny quiso replicar pero le interrumpió alzando la mano-. Usted no ha estado allí, así que no puede refutar mi opinión. Sea como fuere, hicieron el viaje más peligroso que se pueda imaginar; sólo por eso merecen ya ser estudiados.
-¿Qué hay más seguro sino el espacio interestelar, señor? -repuso Joneny en tono algo despectivo-. Allí no hay nada.
El profesor bajó bruscamente las cejas.
-Aunque eso fuera verdad, cosa que no sabemos, ¿por qué diablos cree que fuera seguro para unos terrícolas a bordo de naves estelares construidas en la Tierra? Cabe en lo posible que hubiera otras. Le recuerdo que, si bien salieron de la tierra doce naves, sólo diez llegaron al sistema Leffer, y dos de ellas lo hicieron vacías. Quizás había algo en la "seguridad" del espacio interestelar, en los mares y las arenas, que aún desconocemos. -Su voz dejó escapar de repente una inflexión de intensa emoción contenida, como una luz que irrumpiera en una habitación en penumbra, dejándola luego oscura y fría-. Ha mencionado usted la recopilación de Nella; debe de conocer, pues, la Balada de Beta-2. Quiero un análisis histórico completo de esa balada, sobre testimonios de primera mano. Este es el trabajo monográfico que deberá realizar en esta materia.
-Pero, ¡profesor!
-Puede retirarse.
2
Joneny estudió la lacónica nota a pie de página de Xamol Nella:
"Beta-2 fue una de las naves que llegaron vacías a su destino, el sistema Leffer. La balada goza de gran popularidad entre los sobrevivientes del Pueblo Estelar. (Para la melodía, véase Apéndice.) Obsérvese la repetición irregular del estribillo, rasgo original de muchas de las baladas del Pueblo Estelar, así como el carácter ligeramente elíptico de la sintaxis."
"Ganas de encontrarle originalidad a toda costa", pensó, volviendo al texto de la balada.
Y llegó una mujer a la Ciudad,
a través de la arena, con el brillante cabello alborotado,
con los ojos negros y los pies irritados,
y un niño de ojos verdes bajo los brazos.
Había tres hombres de pie en la muralla
de la Ciudad: dos eran altos y uno bajo.
Uno sostenía un clarín dorado
que hacía sonar para que todos oyeran
que llegaba una mujer a la Ciudad,
a través de la arena...
Había una mujer en el mercado,
con lágrimas cual perlas en la mejilla.
Tenía ciego un ojo y le faltaba el habla,
mas pudo oír gritar a los guardianes:
-Ha llegado una mujer a la Ciudad,
a través de la arena...
Había un hombre esperando en la sala
del tribunal, para juzgar como antes hizo.
Oyó gritar a los guardianes y exclamó:
-Es ella, que vuelve a la Ciudad para morir.
Así es, ha vuelto a la Ciudad,
a través de la arena...
Había otro hombre en el cerro de la Calavera,
inmóviles las manos y enmascarado el rostro.
Llevaba una soga pendiéndole del hombro
y se erguía, callado, en la falda del cerro.
Desde la muralla tres hombres gritaron:
-¡Aléjate de aquí! ¡Vuelve otro día!
Mas de allí la mujer no se alejaba.
-He vuelto a la Ciudad, tal como prometí.
Así es, he vuelto a la Ciudad,
a través de la arena...
-Me habíais dado un plazo para que fuera en busca
de aquel de verdes ojos que os hizo lo que sois.
Pues bien: ni en toda una Ciudad ni en el desierto
he hallado un hombre al que imputar nuestra desgracia.
Pero ahora he vuelto a la Ciudad,
a través de la arena...
Cruzó los portales y los niños lloraron,
atravesó el Mercado y las voces murieron,
dejó el edificio del tribunal atrás
y llegó al pie del cerro de la Calavera.
Allí, al pie del cerro de la Calavera,
la fue a encontrar el hombre de la soga.
Miró ella la Ciudad y se volvió sonriendo.
La Un Ojo le guardaba el niño de ojos verdes.
La sangre y el fuego, el hueso y la carroña
os cubren las rodillas; no es más que polvo
la Ciudad que fue piedra, hierro y madera,
pero ella volvió, tal como prometiera.
Así es, una mujer volvió a la Ciudad,
a través de la arena, con el brillante cabello alborotado,
con los ojos negros y los pies irritados
y un niño de ojos verdes bajo los brazos.
Realizar un análisis histórico completo sobre primeras fuentes suponía visitar personalmente las naves y recabar toda la información posible sobre la balada de tres individuos distintos del Pueblo Estelar por lo menos. El "plazo de realización en laboratorio" era de veinticuatro horas, pero podía obtener un reajuste temporal en el Centro de Expediciones de la universidad, con lo cual dispondría de una semana en la Colonia Naval mientras en el campus transcurría sólo un día. Joneny no pensaba emplear en aquel proyecto de investigación más que el tiempo mínimo exigido. Para simplificar al máximo la tarea, decidió prolongar la excursión con otro par de horas en la biblioteca.
Para empezar, releyó la introducción a la Recopilación de Baladas de Nella y encontró algo vagamente interesante:
«Naturalmente, no llegué a visitar el interior de las naves, debido a las limitaciones de tiempo así como a las incompatibilidades culturales. Pero sí obtuve permiso de entrada para un robot grabador y me beneficié de un evidente espíritu de cooperación. El grabador transmitió al instante una versión escrita de las letras y las partituras básicas de las melodías, además de efectuar una grabación continua. Los únicos cambios que he introducido obedecen a errores evidentes en la ordenación de palabras o frases. Debo señalar que este proyecto fue realizado con cierta precipitación, y tales errores podrían ser atribuibles a fallos del elemento impresor del robot o a meras equivocaciones del intérprete informante. Para cualquier discrepancia, consúltese el aparato de variantes de la edición crítica."
Joneny se reclinó en su butaca. Aquello contrariaba su sentido del rigor en la investigación. Un robot grabador, falta de contacto directo y una colección completa establecida probablemente en menos tiempo del que él iba a dedicar a una sola balada. Le era fácil imaginar la escena: deambulando por las cercanías de Leffer, a Nella se le habría ocurrido enviar su grabador a las naves para ver si podía pescar alguna cosa. Quizá lo hizo aprovechando el ocio de una cuarentena o mientras se dedicaba a algún trabajo de reparación. Habría dejado el aparato conectado unas seis o siete horas, para alzarse con lo que aparentaba ser una erudita recopilación de canciones populares de acceso imposible. La falta de seriedad de tal investigación indignaba a Joneny, pues estaba seguro de que abundaban trabajos por el estilo en los inagotables archivos de la Biblioteca de Antropología Galáctica.
Movido por su irritación, consultó el aparato de variantes de la edición crítica. Los únicos versos de la Balada de Beta-2 que Nella había corregido pertenecían a la séptima estrofa. El grabador había dado:
Cruzó los portales y las voces lloraron,
atravesó el Mercado y los niños murieron.
El error era obvio. ¿O no? Joneny frunció el entrecejo. No, resolvió; Nella debía estar en lo cierto. De otro modo, el texto habría resultado algo surreal, lo cual contradecía radicalmente la opinión que tenía acerca del Pueblo Estelar.
Había una cierta sencillez agradable en la canción, según advirtió al releerla despacio y más atentamente. Lástima que no tratase de nada en concreto.
Acudió al fichero y seleccionó otras dos grabaciones en cristal relativas al Pueblo Estelar. Apenas había media docena de ellas donde elegir; buscó las de color azul (indicador de testimonios de primera mano) y le sorprendió hallar sólo una. Creyendo en un error de catalogación, consultó con el bibliotecario y comprobó que aquél era en efecto el único cristal azul.
No llevaba título, y al introducirlo en el reproductor, Joneny descubrió con asombro que contenía la grabación del primer contacto de las naves con la Federación noventa años atrás, cuando aquéllas, ya casi olvidadas, aparecieron en el campo visual de ésta.
La voz era la de un terrícola que hablaba en alto centáurico, un idioma de consonantes duras y sílabas estridentes, cuya suma concisión lo hacía eminentemente apropiado para los informes oficiales. Hablaba de los contactos iniciales con el Pueblo Estelar y la primera acción agresiva, de rechazo, por parte de éste.
"...finalmente tuvimos que emplear vibraciones hipnóticas. Aun así, la entrada ha resultado extremadamente difícil. Se observa un grado muy avanzado de regresión. Los soñolientos individuos, derrumbados sobre sus armas en el suelo de las cámaras interiores, van desnudos, y sus cuerpos pálidos y frágiles carecen de pelo. A pesar de sus frenéticos (diríamos casi "heroicos") esfuerzos, no nos causaron bajas, y los exámenes efectuados muestran que no son básicamente hostiles. Sin embargo, están tan esclavizados por una increíble mitología que se ha desarrollado entre ellos, basada en indescifrables avatares que creemos aconsejable dejarlos en paz. Sus medios técnicos resultarían insuficientes para un salto interplanetario de más de seis o siete millones de millas. Parece que existió algún contacto entre las naves, por radio y, presumiblemente, por medio de patrullas que cubrían ocasionalmente las distancias que mediaban entre unas y otras naves."
Hubo un largo silencio y luego la voz prosiguió:
"Conservan la escritura, que pese al poliglotismo de la población original es en inglés, aunque se trata de un inglés difícil de seguir debido a cambios ortográficos y a que los textos parecen enteramente compuestos de eufemismos. Muchas de las crónicas que hemos estudiado se refieren a alguna perturbación acaecida en el "Mercado". Supusimos que aludían a un conjunto de cultivos hidropónicos o algún otro sistema de obtención de alimentos del que estaría dotada la nave. El semántico Burber necesitó una hora para descubrir que el término constituía una referencia al complicado proceso de procreación ideado para las naves. Para mantener estable la población, el alumbramiento se prolonga artificialmente en un "banco de nacimientos", o más bien "mercado de nacimientos" mecánico, del que los presuntos padres recibían a sus hijos. Estaba concebido como un medio para mantener la consistencia de la raza y salvaguardarla de las muchas deformidades causadas por las radiaciones. En vista del aspecto de aquella pobre gente, no puede decirse que tuviera demasiado éxito."
Joneny pulsó el interruptor y releyó los dos versos de la balada que habían sido corregidos. Indudablemente la forma correcta debía ser:
Cruzó los portales y las voces murieron,
atravesó el Mercado y los niños lloraron.
O quizá la inversa; pero, en tal caso, ¿por qué?
Examinó rápida pero cuidadosamente los informes sobre las distintas naves en particular y se detuvo sobre todo en un pasaje:
"...Hemos encontrado a Beta-2 completamente desierta. Los largos pasillos están vacíos aunque las luces azules siguen encendidas. Las puertas se abren, las máquinas contienen cintas a medio pasar, y los útiles yacen en el suelo como si hubieran sido abandonados a causa de alguna interrupción. El espectáculo que ofrece la Calavera recuerda al autor de este informe las imágenes y relatos de las atrocidades cometidas en Auschwitz durante la llamada Segunda Guerra Mundial. El lugar está materialmente abarrotado de esqueletos, como si una súbita locura colectiva se hubiera adueñado de la población o se hubiera perpetrado una inconcebible matanza. Fue de nuevo el semántico Burber quien nos hizo observar el hecho de que todos los esqueletos fueran de adultos. Ello motivó un examen del Mercado, que resultó hallarse averiado sin posibilidad de reparación. Muchas de las minúsculas celdas de cristal donde se desarrollaban los fetos habían sido destrozadas sin piedad. Es obvio que existe una relación directa entre ambos horrores, pero no disponemos de tiempo para un estudio detenido. Los exámenes hipnóticos efectuados en otras naves revelaron el conocimiento de serios conflictos acaecidos en Beta-2 algunas generaciones atrás, pero su naturaleza o su alcance exactos son nebulosos, imprecisos y tergiversados por la leyenda..."
Se detuvo de nuevo y recorrió rápidamente el resto del texto en busca de más menciones de la Calavera: "sección Calavera", "introducido en la Calavera" e incluso "la falda de la Calavera", pero no halló ninguna explicación concluyente.
Tomó otro cristal, que contenía la transcripción de un antiguo microfilm: un informe sobre la construcción de las Naves Estelares durante los días anteriores al viaje interplanetario.
"...está provista de una sección Calavera que actúa como convertidor de desperdicios. Podrá usarse también como instrumento para la ejecución de la pena capital en los casos extremos que no puedan ser resueltos de otro modo en comunidades de dimensiones tan reducidas."
Sintiendo un naciente interés, Joneny volvió a la copia que había sacado de la balada. Algo grave debió suceder en el Mercado de Beta-2. La Calavera podía usarse para ejecuciones de la pena capital. Tal vez sí tenía significado la versión original de la estrofa séptima, la que había recogido el robot.
Cruzó los portales y las voces lloraron,
atravesó el Mercado y los niños murieron,
dejó el edificio del tribunal atrás
y llegó al pie del cerro de la Calavera.
Al menos, ya tenía por donde empezar.
3
Se arrellanó en el asiento de pilotaje, con la vista fija en las negras pantallas, que estaban apagadas durante el vuelo hiperdimensional. Advirtió que cruzaba en segundos el inmenso vacío a través del cual habían avanzado lentamente, a algunos miles de millas por segundo, durante siglos, las Naves Estelares. A pesar de cierta excitación que se resistía a admitir, seguía viéndose como un antropólogo galáctico en ciernes, situado ante la obligación de averiguar las causas de un incidente trivial relacionado con un callejón cultural sin salida.
Pensó con añoranza en la ciudad de Nukton en Creton III, en sus edificios recubiertos de plata, y sus jardines de piedra negra, reliquias de una raza de trágico destino que había producido admirables obras arquitectónicas y musicales, tanto más sorprendentes por cuanto no había desarrollado ninguna forma de habla ni medio alguno de comunicación directa. Su fenomenal grado de adelanto sí merecía ser estudiado de forma exhaustiva.
Sintió que su visión se enturbiaba ligeramente cuando el vehículo salió del hiperespacio. Abandonó sus pensamientos y se inclinó hacia los mandos.
En una de las esquinas superiores de la pantalla que tenía delante aparecía el fulgor verdoso de Leffer. Cerca de él, las naves espaciales formaban un racimo de lunas en cuarto creciente. Contó seis de ellas y le parecieron recortes de uña sobre un fondo de terciopelo polvoriento. Cada esfera, según sabía, tenía unas doce millas de diámetro. Dedujo que las otras tres debían estar eclipsadas y pudo apreciar el movimiento de las seis, parecido al de una solemne danza ritual. Habían sido colocadas en una órbita muy reducida, a unas cuarenta millas una de otra, formando un grupo delicadamente equilibrado que se movía a su vez sobre una órbita de diez años, a unos doscientos millones de millas de Leffer.
Poco a poco fue apareciendo otra luna, en tanto que su opuesta se desvanecía en la oscuridad. Graduó el visor a una longitud de onda superior y el fondo de la imagen pasó del negro al azul Prusia, apareciendo las lunas como contornos verde pálido de unas esferas en sombra.
El vehículo de Joneny era un cronomóvil ligero de cincuenta pies de longitud y una autonomía de seis semanas, lo cual no era demasiado para recorridos interestelares. De todas formas, era lo máximo a que podía aspirar un estudiante, ya que "ellos" opinaban que de jovenzuelos tan escasamente dignos de confianza sólo podían esperarse comportamientos dignos de la clase que provocaba la exasperación de la Central de Expediciones. A algunas de las naves mayores se las dotaba de un margen de dos años, lo cual era ya más razonable. En un tiempo más corto, verse en una situación de catástrofe con el momento crítico a más de seis semanas en el pasado significaba carecer por completo de posibilidad de salvarse. La única solución era oscilar entre el momento critico y la culminación, pidiendo desesperadamente ayuda por radio hasta ser rescatado por alguien que se encontrara cerca (eventualidad muy improbable), o seguir adelante y conservar la esperanza, que en los casos de catástrofe espacial no era precisamente muy sólida. En consecuencia, las Jerarquías se quejaban continuamente de la cantidad de accidentes protagonizados por estudiantes, y éstos recibían un trato desigual.
A una distancia de mil millas, redujo la velocidad a doscientas por hora para deslizarse paralelamente a la dirección de las naves. Se preguntaba cómo averiguar cuál de ellas era Beta-2 y qué hacer primero: identificar y explorar dicha nave abandonada, o hablar (si es que accedían a ello) con los habitantes de alguna de las otras.
Había otra cuestión que le inquietaba, aunque no estaba relacionada, directamente al menos, con su investigación. Los últimos datos que había obtenido de los cristales de la biblioteca se referían a Sigma-9, la otra nave que había llegado vacía:
"...completamente destruida -había dicho la voz contenida en el cristal-. Una vasta e irregular porción del casco ha sido desgajada, dejando al descubierto un armazón interior que refulge a la luz de Leffer con una extraña iridiscencia. Una grieta divide aproximadamente por la mitad lo que queda del casco. No hay posibilidad de supervivencia. Resulta sorprendente que la inercia y la acción del piloto automático hayan hecho llegar tal montón de restos retorcidos a su destino."
Aumentó el grado de ampliación de la pantalla hasta que las esferas cubrieron toda su superficie. Mientras observaba, una nueva nave se destacó del grupo y no tuvo dificultad en identificarla como Sigma-9. Parecía una cáscara de huevo aplastada, con una tenue telaraña de vigas contorneando como un plumón las resquebrajaduras. El principal desperfecto era la desaparición de una enorme sección del casco; desde el hueco que había dejado se extendían fisuras en todas direcciones, pendiendo aquí y allí fragmentos del cuerpo de la nave.
Su primera conclusión fue que debió de producirse una tremenda explosión en el interior, pero reflexionando sobre la forma como había sido construida la nave se convenció de que cualquier explosión de intensidad suficiente para arrancar un fragmento tan grande del casco hubiera proyectado en sentido opuesto el resto del cuerpo. Las leyes de la física de colisiones eliminaban la posibilidad de un impacto exterior. De hecho, se trataba de un tipo de catástrofe perfectamente imposible. Pero ahí estaba: flotando delante de él.
Dirigió el aparato hacia el interior del grupo y graduó la pantalla a visión normal, contemplando cómo crecían las grandes esferas. Cuando se hallaba a setenta millas de la más próxima detuvo el vehículo y la examinó infructuosamente. Decidió finalmente avanzar a sólo setenta millas por hora, a fin de disponer de más tiempo para reflexionar. A los veinticuatro segundos, oprimió el botón de Detención del Tiempo.
El tiempo se detuvo.
A efectos prácticos, se encontraba en el interior de una envoltura de suspensión cronológica, con su vehículo a unos diez pies por encima de la superficie de la nave. Pasó la pantalla a visión móvil y la imagen creció hasta rodearle por completo. Bajó el mando de dirección del visor hasta que le pareció estar de pie sobre el casco. Miró a su alrededor.
El horizonte se mostraba aterradoramente cercano y la superficie plana que esperaba lisa y uniforme parecía queso roído: las planchas estaban descompuestas, recorridas por surcos cuajados de cristales y cubiertas de protuberancias astilladas; eran de un verde que parecía serles propio, más intenso que la luz que les llegaba del lejano sol. Miró hacia arriba.
Y se quedó sin respiración: catorce veces mayor que la Luna vista desde la tierra, flotaba Sigma-9. Joneny sabía que nada se movía durante la suspensión temporal, sabía que no había nada que temer estando dentro de su nave, a escasos minutos de una docena de estrellas y sus planetas, y sin embargo le parecía que aquellas ruinas se abalanzaban sobre él a través de la negrura.
Lanzó un grito y se cubrió los ojos con una mano. Con la otra pulsó el mando de visión normal y se vio de nuevo en el interior de su aparato; la pantalla volvía a ser una simple ventana de seis pies situada frente a él.
No, la mente humana no estaba preparada todavía para el espacio abierto. El propio contorno del cristal de una escafandra seguía siendo algo corpóreo a lo que aferrarse, pero había algo terrible en aquellos restos y su débil resplandor de fuego verde, algo que le había impedido mirarlos directamente antes de sentir que se precipitaban sobre él para sepultarle.
¿Un resplandor? Joneny apartó de los brazos de su sillón las húmedas palmas de sus manos. ¿Un resplandor? Debía formar parte de la ilusión óptica que le había hecho creer en un movimiento de caída de los restos de la nave. Se hallaba en suspensión temporal y nada podía emitir aquel trémulo resplandor, pero recordó la fosforescencia verde gaseosa que parecía centellear por toda la superficie de la esfera. Volvió a dirigir el visor hacia arriba para observar de nuevo Sigma-9, esta vez desde la seguridad psicológica de su asiento. Verde y quebrada, seguía titilando tenuemente sobre el fondo del espacio.
El pánico se apoderó de su estómago. Algo debía de andar mal en el margen de tiempo. Revisó con una mirada las luces de alarma: no había ninguna encendida, todo estaba en orden. Se disponía a volver precipitadamente al régimen de hiperdimensión antes de que se produjera algún desperfecto grave, pero su mano se detuvo. Leffer. Colocó un filtro en la pantalla y aumentó la amplificación.
Una superficie solar ofrece bajo suspensión temporal un aspecto muy distinto al que posee bajo un flujo temporal normal. Algo que se conoce como "efecto Keefen" le da la apariencia de una pelota de goma bañada en cola y envuelta en un brillo fragmentado en colores. Cada uno de ellos refulge en un punto preciso, separado y prismático. Bajo cronología normal, por el contrario, presenta la textura de una fluorescente piel de naranja. Joneny podía contemplar el efecto Keefen en pleno despliegue.
Por lo tanto, sí estaba en suspensión temporal. Pero, indiferente a ello, algo se movía alrededor de Sigma-9.
A menos de quince millas por hora, volvió a situarse en el flujo temporal normal y empezó a buscar una entrada. Encontró una semiesfera corroída que sobresalía del casco y describió algunos círculos por encima del cierre, emitiendo su señal de identificación tan sólo para ver qué sucedía.
Le sorprendió el sonido de una voz que, hablando un inglés de acento muy marcado, llegaba a través de su altavoz.
-Sus oídos están desconectados, pero su ojos están negros. Sus oídos están desconectados, pero sus ojos están negros. No se le permitirá entrar mientras venga con los ojos negros. Identifíquese, por favor. Corto.
La metálica voz pertenecía a una estación contestadora automática y el contenido de su mensaje le dejó perplejo. Volvió a lanzar su rayo de identificación y esta vez añadió un mensaje oral:
-Si es usted un robot, tenga la bondad de ponerme en contacto con un agente humano que me permita entrar en la nave. Quisiera hablar con un agente humano.
-Sus oídos están limpios de cera, abiertos y desconectados -dijo la voz-, pero sus ojos están ciegos. No podemos verle.
Joneny comprendió: el robot parecía distinguir matices de entonación. "También quiere mi imagen", pensó. La envió y esperó a que apareciera en la pantalla la imagen de respuesta.
-Sus ojos ven con claridad. Un momento, por favor: vamos a darle una señal de entrada.
En un ángulo de la pantalla apareció la señal: una serie de círculos blancos y rayas negras. A través de ella se leía, en mayúsculas: ENTRA USTED EN LA CIUDAD DE GAMMA-5.
Una de las semiesferas que distinguía debajo de su vehículo, adheridas al casco de la nave, empezó a girar. Había sido proyectada para dar cabida a aparatos tres veces mayores que el de Joneny. Del casco cristalizado se desprendieron algunas astillas que se hicieron pedazos, levantando una fina nube de polvo. Mientras giraba, la semiesfera se dividió en tres segmentos retráctiles y se ocultó en el interior del casco. Un brazo mecánico orientó el vehículo de Joneny hacia el interior de la galería. Al divisar a Sigma-9 en la pantalla, Joneny recordó sus palabras al profesor: "¿Qué hay más seguro sino el espacio interestelar?"
En teoría, las naves disponían de instrumentos de navegación indestructibles, y sus cascos poseían una resistencia infinita. ¿Qué había arrancado y triturado parte del revestimiento exterior de Sigma-9, o despedazado la nave como si se tratara de una pieza de porcelana? Decidió satisfacer su curiosidad consultando con el pequeño computador de célula de iridio que llevaba a bordo, a ver si era capaz de sugerir alguna explicación partiendo de una medición de las tensiones y esfuerzos que todavía se advertían en el metal retorcido. Antes de hacerlo, sin embargo, entraría en la ciudad para realizar una exploración a fondo, algo que no habían hecho ni siquiera los primeros informadores. Lanzó un gruñido de desagrado mientras se cerraba la triple compuerta de la primera esclusa y esperó a que llegara a su fin la operación de atraque.
El vehículo sufrió una sacudida y se encendió la luz indicadora de repulsión magnética: las esclusas de la gran nave habían sido diseñadas para albergar aparatos mucho mayores, y las pinzas de los brazos de anclaje del suyo sólo asían el vacío. El campo magnético lo mantenía centrado, pero el dispositivo de sujeción resultaba demasiado corto. Joneny aumentó la intensidad del campo hasta la correspondiente a una aleación de titanio y lo extendió a veinte pies de su vehículo, en todas direcciones.
Esperaba que eso bastara para lograr adherirse a la pared del recinto. El sonido metálico de un golpe le indicó que las pinzas habían encontrado donde asirse. En aquel momento le llegó una voz:
-Prepárese para desembarcar.
"Como si fuera tan sencillo", pensó. La presión dentro de la esclusa era la normal en la Tierra, pero, ¿sería igual en el resto de la nave? Suponía que los robots debían ser lo bastante sensatos como para no permitir la entrada de nadie en el caso de que algo anduviera mal. Por si acaso, incluyó una burbuja de apremio en su equipo de supervivencia. Comprobó el nivel del acumulador de su cinturón, se apretó el correaje de la zapatilla izquierda y se dirigió hacia la escotilla.
Los campos magnéticos selectores habían dejado fuera de uso y substituido los dobles cierres herméticos. El diafragma de metal se abrió dejándole ver el interior del tubo flexible de entrada que se había adherido al costado de su vehículo.
Aunque éste ofrecía una cierta confortable sensación de gravidez, la nave carecía por completo de gravedad. Joneny penetró en el tubo y sintió claramente la pérdida de peso. El extremo redondo del túnel lo envolvió completamente, como la ventosa de una gran sanguijuela. La luz era de un pálido azul celeste. Se detuvo en el interior del conducto apretando un botón de su cinturón energético, y a continuación asió el riel que corría por la pared del tubo y se arrastró a lo largo de él.
A través de unas ventanillas rectangulares podía ver el interior de la esclusa, débilmente iluminada por la misma luz azul. Quince pies más adelante terminaron las ventanillas y la pared acanalada dio paso a una pulida superficie de acero. Había llegado al cuerpo de la nave. Se volvió al oír a su espalda un ruido sibilante: una triple puerta acababa de cerrar el extremo del tubo flexible. En el sector en que se hallaba hacía algo de frío y corría una brisa procedente de alguna parte. Llegó al final.
Siguiendo direcciones opuestas, se extendía un pasillo de sección triangular, con una barra en hélice por su centro. En la flecha que apuntaba hacia un lado se leía: "Sala de Recreación"; otra, en sentido contrario, apuntaba a las "Oficinas de Navegación".
El inglés de Joneny era del tipo académico, apto para la conversación, pero incluía muy pocos términos técnicos, ya superados casi en su totalidad; sin embargo, conocía buen número de raíces latinas que podían brindarle soluciones a problemas de traducción.
Después de estrujarse el cerebro decidió que las Oficinas de Navegación habían de resultar más interesantes. Sentía cierta curiosidad por ver qué era lo que re-creaban al final del primer pasillo, y qué sistema de re-creación podía haber en la nave, pero una extraña intuición pasó por su mente, y decidió tomar el segundo.
Al cabo de un momento llegó a una pequeña estancia, en cuyo centro se levantaba una ancha columna. A lo largo de la pared se veían pantallas, indicadores y numerosos paneles de control con sillones colocados frente a ellos. El suelo y las paredes eran metálicos. Joneny conectó un campo magnético ligero a las suelas de sus zapatillas y acercó los pies al suelo hasta adherirlos a él. Observó los paneles. Era evidente que aquella parte de la nave había estado dotada de gravedad tiempo atrás.
-Un momento, por favor -oyó decir por un altavoz-. Trataré de localizar a un agente humano para que se ponga en contacto con usted, tal como pidió.
-Gracias -respondió Joneny al robot-. Por cierto, ¿dónde están todos?
-Pregunta demasiado complicada. Trataré de localizar a un agente humano. -Al cabo de cinco segundos de silencio, la voz añadió-: Lo siento, señor. No puedo localizar a ningún agente humano que responda a mis llamadas.
-¿No queda gente viva en esta nave? -preguntó Joneny.
-La gente está viva -respondió el robot. Su voz monocorde sonaba involuntariamente amenazadora.
Sobre una de las mesas había un montón de libros. ¡Libros! Los libros de verdad hacían las delicias de Joneny. Pesados, difíciles de manejar y de almacenar, eran la auténtica chifladura de muchos eruditos. A Joneny le resultaban fascinantes. No importaba su contenido: pertenecían tan al pasado, que cada una de sus letras brillaba para él como las facetas de una gema perdida. Todo su significado estaba tan en contradicción con su tiempo -una era de velocidad, agresividad y masificación-, que el simple peso del papel le hacía llegar al éxtasis. En la universidad, todos consideraban un lujo ostentoso su colección de setenta volúmenes. La pieza reina era un ejemplar de la guía telefónica de Manhattan, perteneciente a 1975, con todas las páginas plastificadas.
Se acercó a la mesa y levantó el volumen de la parte superior. Los imanes que lo unían al inmediatamente inferior dejaron oír un chasquido al tirar de él. Lo abrió: las páginas eran delgadas láminas de metal, plateadas bajo la luz azul, y estaban escritas a máquina. Era un diario de navegación; cada anotación iba datada y llevaba una indicación de la hora a que había sido hecha. Joneny buscó las páginas centrales y leyó al azar:
Ya llevamos treinta y nueve horas en el desierto. No sabemos si la nave podrá resistir mucho más. El índice de arena oscila entre quince y veintidós. Lo terrible es que no hay forma de saber cuánto más va a durar esto. Nos costó catorce horas atravesar el primer desierto que encontramos, hace doce años. Dos años después volvimos a salir del mar para viajar a través de arena fina durante casi once meses. El desgaste que sufrió la nave era increíble. Entonces ya vimos que si se volvía a producir una situación parecida, las naves no pasarían de la tercera generación. De repente nos encontramos navegando sin problemas por un océano despejado; aquello duró casi seis años. Llegó entonces una tormenta de arena de extraordinaria intensidad: durante casi tres horas, el índice de arena se mantuvo por encima del ciento cincuenta, lo que causó tantos desperfectos como la primera tormenta que habíamos pasado, la de catorce horas. ¿Cuánto va a durar ésta? ¿Otra hora? ¿Un año, cien, quinientos?
Una anotación posterior decía:
"Durante los últimos nueve días, el índice de arena se ha mantenido de forma notablemente estable en el punto seis. Es algo que se agradece, aunque seguir mucho tiempo a un índice igual o inferior, incluso de uno o dos, resultará funesto para todos nosotros. Casados esta tarde: Afrid Jarin-6 y Peggy Ti-17. La fiesta se celebraba en el Mercado; me marché pronto, algo bebido. La pareja ha seleccionado el feto BX-57911, que contiene algunos de mis genes. Jenny me dijo:
-Ya que va a ser el padrino, es justo que le corresponda una parte de su genética.
Afrid encajó bien la broma, sin duda porque el niño es, fundamentalmente, de Jenny y suyo. Me marché algo deprimido. A nosotros, los que conocimos la Tierra, estos chicos, salidos del Mercado, nos parecen pálidos y amorfos. Por supuesto, nadie les ha dicho nada acerca del peligro que significa realmente el desierto. Se contentan con tan poco y creen tan firmemente en el éxito de nuestra empresa que sería cruel ensombrecer los escasos goces que pueden experimentar diciéndoles la verdad sobre la arena. Llamé a Beta-2 para hablar con Leela, aunque ya sabía que con ello sólo conseguiría empeorar mi estado de ánimo.
-¿Qué tal, capitana? -le pregunté.
-Bien. Gracias, capitán.
-¿Por qué no se viene aquí conmigo y tendremos un niño?
-Está usted borracho, Hank -me respondió.
-No demasiado -repuse-. Hablo en serio. ¿Por qué no le confía la Ciudad Beta-2 a su segundo de a bordo, toma un vehículo auxiliar y se planta aquí? Yo dimitiré de mi cargo, pasaré a ocupar un puesto de asesor y los dos viviremos el resto de nuestros días, que ya no pueden ser muchos, en la idílica ingravidez de la Sección Central. Piénselo, Lee.
-Este desierto le puede, ¿no, Hank?
-Sí, Lee. Me consume. ¿Cómo diablos íbamos a saber que nos veríamos metidos en semejante absurdo? De haberlo sabido, quizás hubiéramos podido prepararnos para todo esto, pero al paso que vamos encontraremos más campos de mesones, cada vez más espesos, hasta que nos roan el casco de las naves como si fueran limas.
-O saldremos de éste dentro de diez minutos y no volveremos a encontrar otro en todo lo que nos queda de camino. El problema está en que no sabemos qué hay ahí fuera, Hank.
-Sí, claro; incluso es posible que haya un dragón enorme, con alitas de colores, esperando a que vayamos llegando para engullir una tras otra nuestras naves, como si fueran confites. Aunque no es muy probable. Lo único probable es que esos malditos campos de mesones nos sigan royendo hasta que no quede rastro de nada parecido a una nave espacial. Por los visores externos se ve ya nuestro casco como el mapa de carreteras de los estados de la costa Norte del Atlántico. Trescientos años más y podremos darnos por satisfechos si llega a Leffer una simple porción de nuestro queso. Anímese, Lee, venga a pasar conmigo el tiempo que nos queda.
No podía verla. Siempre hablábamos con los ojos negros. No la había visto en persona desde que ella tenía veintidós años, y ahora me resultaba gracioso pensar que ya rondaba los setenta.
-Hank, suponga que salimos del desierto. Si lo logramos, me quedarán todavía unos diez años de trabajo para enseñar a estos chicos a sobrevivir durante los trescientos siguientes, y a que no terminen como algo de lo que la Tierra pudiera avergonzarse. Para entonces usted y yo estaremos a punto de ir a la Calavera.
-Hay otros que podrían encargarse de eso, Lee.
-No hay tantos, y usted lo sabe.
-Sí, ya lo sé -dije, al cabo de unos segundos de silencio.
Entonces ella dijo algo que me sorprendió y me hizo comprender cuánto la fatigaba el asunto del índice de arena. Hablando muy aprisa, dijo:
-La próxima vez que el índice llegue a ciento veinticinco vendré con usted, Hank -y cortó la comunicación.
Ahora me siento insignificante."
La anotación terminaba allí. Joneny pasó a la siguiente: "El índice de arena sube a once." Leyó la siguiente: "El índice de arena baja a ocho", y la siguiente: "Índice de arena, siete." Seguía en esa cifra durante cerca de un mes. Venía después una inscripción alarmada: "El índice de arena sube a once." "Sube hasta treinta y dos." Una hora más tarde: "Sube hasta treinta y nueve." Una hora más tarde: "Índice de arena, setenta y nueve." La anotación hecha una hora después decía:
"No sé cómo sucedió ni por qué. Hacía tres horas que observaba el lento ascenso de la aguja: índice de arena, noventa y cuatro; índice de arena, ciento diecisiete. Me sentía impotente, como si mi cuerpo fuera un puro carámbano de sudor. De pronto sonó a mi lado el condenado teléfono inter-naves. Apreté el botón de escucha y oí la voz de Lee:
-Dios mío, Hank, ¿qué podemos hacer? ¿Qué ocurre, por qué?
-No... no lo sé, Lee.
-Santo Cielo, Hank, hemos estado en ciento treinta y ocho y ahora el índice de arena está en ciento cuarenta y nueve. Todo ha sido un sueño, Hank, todo un sueño. ¡Hemos soñado con las estrellas y ahora no las alcanzaremos! Oh, Dios mío, no vamos a llegar...
Estaba llorando, y yo no sabía qué decir. Miré al indicador y la aguja se movía con la velocidad del segundero de un reloj.
-Ciento noventa y seis, Hank. Vengo con usted. Ahora vengo con usted, Hank. -Sus sollozos casi me impedían entender lo que decía.
La aguja marcaba doscientos nueve.
-¿Está usted loca? -le grité-. El vehículo auxiliar se le desintegrará antes de que haya recorrido doscientas millas. ¡Maldita sea, Lee, no saldremos de ésta!
Ella seguía llorando.
-Vengo con usted, Hank -repetía.
La aguja subió abruptamente hasta mucho más allá de trescientos y de pronto comenzó a descender con increíble rapidez hacia el cero, deteniéndose unos tres segundos en el cuarenta y cinco antes de caer. Lo primero que pensé fue que el indicador se había roto. Entonces pude oír a Lee por el aparato. Estaba recobrando el aliento.
-¿Hank?
-¿Lee?
-Ya hemos salido, Hank. -Todo estaba en orden, aunque podía haber algo roto dentro de mí-. Volvemos a estar en el mar. Tenemos el camino despejado, Hank. -Y añadió-: Ahora vengo a verle. No me quedaré, pero quiero verle.
[...]
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